martes, 28 de abril de 2015

Sobre Rimbaud y su temporada en el Infierno

Dice, en una carta a su amigo Paul Demeny: “el poeta no ha de ser simplemente un artista, sino un verdadero vidente. Su destino no es el cielo azul de los parnasianos, sino el abismo sin fondo de lo desconocido. Tiene que convertirse en el «gran enfermo, el gran criminal, el gran maldito y el sabio supremo». Debe someterse al desenfreno razonado de todos los sentidos. Debe hacerse odioso, absurdo. La abyección, el odio, son el ideal del poeta vidente.” (Prólogo de J. F. Vidal-Jover, del libro Rimbaud. Obra completa. Prosa y poesía. Edición bilingüe. Traducción al español: J. F. Vidal-Jover. Primera edición: noviembre de 1.972. Libros Río Nuevo 1. Editorial: Ediciones 29).

Con este ideal escribe Arthur Rimbaud. Una temporada en el Infierno es una obra que habla de encuentros difíciles, añoranzas dolorosas, incertidumbre, desencanto, despedidas...

“Yo he creado todas las fiestas, todos los triunfos, todos los dramas. He tratado de inventar nuevas flores, nuevos astros, nuevas carnes, nuevas lenguas. Yo he creído adquirir poderes sobrenaturales. ¡Pues bien! ¡Tengo que enterrar mi imaginación y mis recuerdos! ¡Una hermosa gloria de artista y de narrador desvanecida!
¡Yo! ¡Yo que me titulara ángel o mago, que me dispensé de toda moral, soy devuelto a la tierra, con un deber que perseguir y la rugosa realidad para estrechar! ¡Campesino!
¿Estoy engañado? ¿Sería para mí la caridad hermana de la muerte?
En fin, pediré perdón por haberme nutrido de mentira. Y vamos.”

El poeta escribe como dominado por un impulso irrefrenable. Su palabra se convierte en sueños agridulces transmitidos con el mismo hermetismo de los sueños.

Es difícil interpretar las palabras de Rimbaud sin no cometer alguna torpeza. Se puede hacer el ridículo. Me expondré un poco al ridículo con unas cuantas ideas.

Rimbaud tomó la seria decisión de dedicarse a la literatura a una edad en la que todos, por lo general, nos hallamos en medio de poderosas tormentas hormonales. Así es como su adolescencia transcurre de un lado a otro, con tal de encontrar un sitio entre los literatos, los poetas. En este trasegar topa con Verlaine y tienen una relación oscilante, donde la poesía y la atracción por sus personalidades (y el físico de Rimbaud, sin duda) son una fuerza que los lleva al choque contra todos los demás, entre ellos dos y contra sí mismos. Tanta influencia recíproca, se nota en Una temporada en el Infierno, o al menos eso es lo que yo veo. He llegado a sentir que Rimbaud escribió sobre él mismo, poniéndose en el pellejo de Verlaine, y escribíó sobre Verlaine como si escribiera sobre Rimbaud.

Esa temporada en el Infierno es la vivida en carne propia, desde el mismo momento en que se ve desperdiciando su genio en un pueblo inferior a sus posibilidades, y decide irse a buscar la gloria. La temporada de vagabundo, pobre, asiduo de tabernas donde otros poetas, al igual que él, se diluyen en la absenta y dispersan en el humo del hachís. Es la temporada dedicada a ser poeta.

El joven artista que pronto abandonará la escritura, deja con este libro algo que podría llamarse un testamento literario. El vate, agonizante, escribe su legado, hace sus reproches. Por eso rebusca en la historia de sus antepasados, para encontrar las razones de su temperamento, de sus defectos y virtudes. Hurga en la historia como quien presencia el futuro y va al encuentro de sus propios límites. Y se va, de sus quimeras a ese mundo prosaico, la realidad:

“Al recobrar dos céntimos de razón —¡cosa muy pasajera!— veo que mis males provienen de no haber pensado a tiempo que estamos en el Occidente. ¡Los pantanos occidentales!”

Es, en cierto sentido, una carta de adiós. Lo que Rimbaud quizás no esperó, es que esta misma carta que anuncia la muerte del poeta, sea a la vez una carta que lo ha mantenido vivo, a pesar del comerciante que vendría después.

Domingo José Bolívar Peralta.

Martes, 28 de abril de 2.015.

sábado, 25 de abril de 2015

Los mismos asuntos



Bitácora: Taller Literario José Félix Fuenmayor
18 de abril de 2.015
 
Luego de las indispensables conversaciones ligeras sobre cualquier cosa, Antonio Silvera Arenas aterrizó el coloquio en un nombre: Gabriel García Márquez. Que su obra tiene de esto y de aquello, de fulano y zutano... Influencias que siempre se están rastreando en todo lo que escribió, interpretaciones que, como recordó Andreis lo ocurrido a Julio Cortázar en una entrevista, incluso sorprenden a los autores.

Y la discusión en torno a las influencias del autor y las interpretaciones de su obra, fue rica en participación y puntos de vista que no siempre fueron convergentes. Silvera se esforzó en demostrar lo determinante que fue la influencia de José Félix Fuenmayor para que García Márquez contextualizara sus historias en el Caribe y en la utilización de un lenguaje, de una forma de contar, más propio del caribeño. Hizo mención, a su vez, de la polémica generada cuando Jorge García Usta se enfrentó a Jacques Gillard por la prominencia que este último le dio a Barranquilla como ciudad de formación literaria del hombre del liqui liqui, en detrimento de Cartagena, donde Gabo trabajó como periodista y conoció personajes que también le abrieron puertas en el mundo de la literatura.

Y en este asunto de influencias e interpretaciones desfilaron ante nosotros Kafka, La Biblia, lo descabellado, Faulkner, Cepeda Samudio, el inconsciente, Sófocles, Harold Bloom, Rafael Escalona, los chinos, Eduardo Carranza, la subjetividad... Me pregunto si El Tuerto López le guiñó el ojo mientras estuvo en Cartagena (o antes, o después. O antes, durante y después).

Luego nos pusimos las piernas de Caterine Ibargüen para saltar de Macondo a la Isla Esmeralda. Seamus Heaney habla de tres generaciones (abuelo, padre e hijo) que trabajan con las manos; los dos primeros cavan la tierra con la pala, el tercero cava en el ser con la pluma. Entonces volvió el juego de las suposiciones: las influencias, las interpretaciones. Jean Arthur Rimbaud había dicho “La mano en la pluma vale tanto como la mano en el arado”, o “La mano de pluma vale igual que la mano de arado”, o “La mano que maneja la pluma vale tanto como la que conduce el arado”. Silvera hizo énfasis en la naturalidad con que se expresa Heaney, la forma de tratar temas complejos desprovisto de grandilocuencia, desde escenas sencillas de la vida cotidiana. Tan sencillo que parece fácil, pero no; en literatura la sencillez suele ser difícil, una cosa es la sencillez y otra muy distinta la ramplonería y lo descuidado. Ah, también analizamos un poco, con este poema, las sutilezas que se pueden perder en las traducciones, en especial cuando se trata de poesía (ahí está el ejemplo en tan sólo una frase traducida del francés al español).

Nuestro director tuvo que irse, mas nos dejó en “La mano extendida” de Juan Miranda. Este cuento, leído por su mismo autor, tiene esa frescura que caracteriza a las narraciones de Juan. Trata de un boxeador fracasado y pillo, que un día descubre lo beneficioso que resulta pedir limosnas; mas nada en esta vida es regalado, así que tiene que enfrentarse a situaciones complicadas para seguir ejerciendo su respetable profesión, como cambiar de domicilio laboral y de personaje (de mudo a tembeleque).

Al finalizar nuestro apreciado compañero su lectura, como es costumbre y fue solicitado por Juan, los demás asistentes comentamos su texto y dimos algunas sugerencias para afinarlo. Entonces surgió otra controversia: la de qué tan válido o no es ubicar un relato en una ciudad tan particular como Barranquilla, el uso de las jergas propias de los barranquilleros, la mención de lugares... Más no quedó en esto. También se habló de las dificultades inherentes al utilizar un narrador en primera persona, de lo que es un estilo personal... En fin, se habló de literatura: los mismos temas que se repiten una y otra vez, siempre vistos de manera diferente, en contextos diferentes; siempre cautivadores, polémicos. Es todo esto, me parece, razón suficiente para luchar contra el Universo cuando conspira no a nuestro favor (lástima que no sea siempre a nuestro favor, como dice Coelho), cada sábado (admito que he perdido demasiadas veces la pelea), y volvemos al ámbito donde es posible encontrarnos con los grandes literatos y compañeros de taller.

Otra cosa: Juan Miranda nos presentó el libro que fue escrito por niños del taller que él dirige en Puerto Colombia y Salgar. De lo que llevo leído hasta ahora, hay un cuento que me ha llamado muchísimo la atención, escrito por Tatiana Cabrera Conrado, de 13 años de edad. El cuento se titula El sapito que comía princesas. Hay causticidad en ese cuento.

Como es habitual desde hace ya un tiempo, el taller se prolongó un poco más en la tienda.

Para finalizar, comparto con ustedes dos enlaces que tienen que ver con nuestros dos primeros autores leídos y discutidos: Gabo y Heaney.



Domingo José Bolívar Peralta
22 de abril de 2.015


martes, 14 de abril de 2015

A quien interese


Quieres escribir versos...
Hazlo, escribe versos.

¿Sabes qué?
Podrías escribir poemas.

Si te decides,
ten en cuenta esto:
la poesía es más que palabras
y ser poeta es más que escribir versos.

No acabo de dar un consejo
ni dictar un dogma infalible.
¡Qué va! A tanto mi ego no llega.

Sólo son palabras sinceras
que a gatas dicen lo que pienso y siento.

Y añado a lo antes dicho
esto otro, quizás te sirva:

La rima, la métrica, el ritmo,
los tropos y los epítetos...
son los métodos de una ciencia
inútil si no indaga
qué hay en las nubosas cumbres
y en los lóbregos abismos.

Tal vez sí sea un consejo.


Mientras, puedes hacer lo que quieras.

No es la Biblia


Llevo un libro bajo el sobaco,
a todas partes voy con él, y
lo llevo bajo el sobaco.
Huele a mí.

Es un libro que conseguí
no sé dónde, por ahí.
Quizá es un regalo de Joaco
o lo compré barato.

Bareto... barato...
Pudo ser un robo, sí;
una confusión del anís
o lo tiró un lector ingrato

y  entonces yo lo recogí.
No lo sé. Lo tengo aquí,
justo metido bajo el sobaco
y de aquí no me lo saco

por temor a que llegue un caco
sigiloso como un gato,
amenazante con su buril,
y me lo quite porque sí.

Llevo andando mucho rato.
¿A dónde tenía que ir?
He “bebido como un cosaco”
y ahora me siento vil

con un libro bajo el sobaco,
sin bareto y sin anís,
enlagunado, en el confín

entre el chirrete y el literato.

viernes, 10 de abril de 2015

Misterio



¡Oh, díganme
¿cómo es posible que la sigan llamando virgen
si tan sólo el parto bastaría
para haberle despedazado el sacrosanto himen,
aniquilarlo,
en caso tal que no haya sido un divino pene?!

¿Cómo?
Dímelo tú, ¡digna, venerada perriputísima!
(Qué osadía
es esta de preguntar en esos zafios términos
a una fémina
sobre su condición de virgen, y, además, santa
madre fallecida de dios hijo;
mujer que fue fecundada por dios padre nuestro
—sin tocarle el chocho—
con un [f]halo de luz de dios espíritu santo.
¡Qué falta de respeto!)

¿Será que se trata de otro prodigio divino,
tu telilla intacta al paso
de la cabezota del futuro Jesús Cristo?
«¡Es otra loca madre judía!»,
grita Alexander Portnoy tras haberse pajeado.

Se acabó la fiesta




 Así fue como sucedió. Ella se veía como todas las veces que subía a la cantina de la loma, bella y alegre. Se reía de todo. Su esbeltez felina se entregaba con garbo a sus compañeros de baile, incluso dos a la vez en algunas ocasiones. Todo su cuerpo era música. Nunca nadie podría imaginar que esa noche ocurriría algo así.

La mesa siempre repleta de botellas de cerveza, con o sin ese líquido que ella bebía a grandes tragos. Levantaba la botella, la llevaba a sus labios y llenaba su boca antes de permitir que la fría cascada cayera de su garganta hacia el estómago. Bebía, reía y bailaba. Su lacio cabello negro parecía alargarse más con cada giro de su cuerpo. A veces se movía tan deprisa, cuando sonaba una salsa brava o una champeta, que tenía la sensación de ver a más de una Josefina María brotando de Josefina María. Claro, yo también estaba borracho; sin embargo había algo más, así lo creo ahora, que la embriaguez. Algo más por lo cual pude verla como a esas figuras míticas de la India, con innumerables brazos, piernas, cabezas. Verla dispersarse en varias Josefina María por la cantina, todas vehementes bailarinas derramándose entre las mesas, omnipresente en todas ellas como la cerveza. Tal vez sí estaba embriagado, más que de cerveza de ella.

Porque contagiaba. Esa alegría desbordaba su propia existencia para infiltrarse en la existencia de todos los presentes, incluso en la del borracho taciturno que había acudido al lugar para emborracharse aún más en su pena. Cuando por fin todas las Josefina María se recogían en una sola en su mesa, su risa era entonces la que se expandía desde su posición y todos podíamos respirarla. Las charlas banales con sus acompañantes no es algo que recuerde; eran charlas banales precisamente porque para ellos no era una noche para estar en plan trascendental, no de manera consciente. Sólo se trataba de disfrutar el momento. Ni siquiera cabía pensar en la resaca del día de mañana. Saludables conejitos blancos en su boca, eso eran sus dientes. Cada vez que esos finos labios se alargaban hacia las orejas y se separaban para dejar ver los conejitos, era como si desde ella soplaran los alisios del Caribe.

Así iba la noche, despreocupada, trago a trago.

A medida que los astros mudaban de posición en el Cielo, desertaban de las mesas, de las solitarias sillas, los miembros de la distinguida clientela. Dentro de poco se oiría el ya típico “este picó y su tropa de colaboradores les agradece su atención y les espera nuevamente para servirles gustosamente”. Sólo una mesa seguía ocupada: la de Josefina María y su tropa de alegres bebedores, conformada por tres muchachas más y tres hombres. En otro extremo de la cantina, un hombre solo tenía tres sillas a su entera disposición. Pero no estaba sentado, bailaba sin mucha coordinación “La juma de ayer”. Josefina María se reía de él y él se reía con ella.

Y ella se levantó de su mesa, se fue acercando como un jubiloso torbellino hasta el borracho, lo retó a pasos que éste no le pudo seguir como correspondería a un buen parejo de baile mas sí cumplió como buen parejo  de juma. Sólo una vez se abrazaron y eso duró no más de dos minutos, en exceso breves e igual de inmensos. Un deleite perpetuo que contiene un recuerdo aciago.

“La juma de ayer
ya se me pasó,
esta es otra juma
que hoy traigo yo.”

No. Es la misma juma, desde entonces. Porque al acabar la canción Josefina María me tomó de la mano invitándome a su mesa. Bebíamos, conversábamos naderías. Llegó el momento del “Ha sido para nosotros satisfactorio y orgulloso haberlos complacido...” del picó. Nos estaban echando. No he dicho que uno de los acompañantes de Josefina María, el que al parecer era su novio de turno, tenía un arma. El tipo era un policía que estaba disfrutando de unas quién sabe si inmerecidas vacaciones. Josefina María le dijo que la sacara, para jugar a la ruleta rusa. El tipo levantó su camisa y se la sacó de la pretina. Sobre la mesa la manipuló para que saliera el proveedor e inmediatamente Josefina María la tomó. Él intentó impedírselo, ella fue la más rápida del Oeste.

La escena siguiente es Josefina María apuntando con el arma al policía, y sucesivamente, a los demás que estábamos alrededor de la mesa. Todos reíamos. La pistola no tenía balas.

Ella se levantó y empezó a posar como un ángel de Charlie. El invitado a la mesa miraba a su anfitriona, embebido ante su estampa de femme fatale en pantalón negro ajustado, blusita blanca y elegantes sandalias también negras. Estaba atrapado por completo en el encanto de esa joven de naricita felina y oscuros ojos de color indescifrable esa noche. Ella le apuntó una vez más. —¿Empiezo por ti? —dijo, y me sentí halagado de que me estuviera apuntando, a mí, a su invitado a última hora, su última pareja de baile —. No. Cada uno cogerá la pistola y se disparará, así es el juego. Yo empiezo.

Todos reíamos, hasta que sonó el disparo.

Había quedado una bala en la recámara. El estúpido policía no la había vaciado del todo, no había tomado esa precaución. Quizás no conocía lo suficiente el arma que cargaba, mientras que Josefina María... Quiso ser la primera en dispararse. Nadie más lo hubiera hecho.

Un tiro en la sien. Moría la noche, la aurora teñía de rojo un nuevo día. Esta sería la peor resaca. Su explayada alegría toda ella absorbida en el metálico golpe de una bala y desaparecida en la incógnita de su última sonrisa.

4 de abril de 2.015