viernes, 12 de enero de 2018

Entretenimiento y venalidad

Hagamos distinciones, que está visto es necesario. Hay quienes utilizan el cuerpo y la desnudez con intenciones estéticas, artísticas, y quienes involucran el cuerpo y la desnudez como parte de un discurso “contracultural”, como un arma para atacar prejuicios que aún no han sido demolidos. Pero también están quienes utilizan su cuerpo y alardean de su desnudez haciendo lo que dice Fito Páez, “la parodia del artista”, o del activista, sólo para lucir sus abdominales marcados o sus tetas antigravedad: “I’m a sex bomb”.

Los simples (recogiendo la definición de Guillermo de Baskerville), el lumpemproletariado (recogiendo la de Marx) y hasta cierta parte de la burguesía (la deslustrada, que incluye individuos de los estratos más altos) no es capaz de ver estas diferencias, como otras en casos similares. La propaganda gobierna sus mentes, están condicionados a asumir como normales y necesarios ciertos modelos que los medios de comunicación, los que nos manipulan, ofrecen al mundo entero: ven, vaca, toma esta bola de yerba y máscala hasta que se te caiga la quijada.

Esa gente que se hace llamar artista y su mayor cualidad es la exhibición de su cuerpo, arduamente trabajado en el gimnasio y el quirófano, cuidado con cuanta clase de cremas, aceites, alimentos y máquinas, ha devaluado el arte mientras que ellos facturan millones. En la “industria” musical lo importante no es cómo canta sino cómo se ve, lo importante no es el contenido de la canción ni cómo confluyen los instrumentos musicales sino cómo mueve el culo. Los pintores más importantes de ahora, y todo lo que se llame “arte” posmoderno, son los que mejor manejan las relaciones sociales y le sacan provecho a los medios de comunicación, cosa que por igual hacen mujeres como Paris Hilton o Kim Kardashian.

Los artistas siempre han dependido de los poderosos, pero el arte era auténtico, expresaba lo más profundo y lo menos comprensible del ser humano, expresaba cómo el ser humano se enfrentaba al vasto mundo, al inabarcable cielo, a todo lo que su pensamiento pudiere cuestionar o intentara aprehender. Hoy el “arte” está demasiado atado a los caprichos de Mammón, y por ende, es una cosa que no pasa de las superficialidades del oropel.


Sabido es que ya Mario Vargas Llosa con su La civilización del espectáculo ha ahondado en el estudio de esta crisis que está jodiendo el mundo contemporáneo, así como otros intelectuales, ubicándose en orillas distintas, y es una discusión muy necesaria, porque, en especial estas primeras décadas del nuevo milenio, está imperando la mediocridad y la fanfarronería de quienes con poco talento trepan, tan solo por los medios (y con los medios) de su apariencia física y lo que están dispuestos a vender de sí mismos en pos de hacerse ricos y famosos, y a éstos les llaman artistas. Creo que está es la época dorada de Mefistófeles, quien se les aparece a estas figuras de oropel como ejecutivo de las grandes empresas del entretenimiento y la venalidad.

La Luna también quiere llorar

La primera vez sólo pude verla a partir de los minutos finales, cuando ya los padres lloraban sobre la nube. Estaba solo en la sala, más de las diez de la noche; es decir, ninguna razón para esforzarme por no lagrimear.

Un recuerdo de infancia: aquel capítulo de Banner y Flappy —las adorables ardillas, japonesas también— en que murió Abuelito Búho. No más recordar la muerte de Abuelito Búho —o cuando vuelvo a ver el capítulo por internet— y renace la pena que sentí frente a la pantalla del televisor y ante la parentela presente, mayores y menores, lloré. Tenía yo más o menos diez años. Aunque recuerdo que mi llanto fue sosegado, apenas leves gimoteos, nada escandaloso, hubo burlas. Éstas se prolongaron durante algún tiempo, en especial de ciertas personas mayores. No recuerdo que alguien me haya puesto el hombro y me haya acariciado el cabello, o algo parecido; no, nadie trató de consolarme. Ninguno comprendía mi pena: yo, al igual que Banner, amaba al Abuelito Búho y estaba atento a sus enseñanzas. Muchas veces he reflexionado sobre esta anécdota y creo que ejemplifica uno, sino el principal problema de la humanidad. Desde este episodio de mi infancia y otros similares —José Miel, otro japonés, también me hizo llorar—, trato de ni siquiera lagrimear ante los demás, especialmente si se trata de algo que estoy viendo en televisión, en casa, con personas presentes. Sólo borracho o cuando estoy solo no reprimo las ganas de llorar. Sin embargo, tantas veces me ha vencido el llanto en público cuantas he sufrido “golpes en la vida, tan fuertes… Yo no sé!”

Studio Ghibli y Hayao Miyazaki, ¡factoría de ensoñaciones! Portan el estandarte de la imaginación y la belleza poética llevada a los dibujos animados. Abanderados de la sensibilidad artística más sublime de Japón, penetran muy profundo en el alma de quien, sin importar si culturalmente está en las antípodas, se da la oportunidad  de contemplar sus delicadas creaciones despojado de la armadura emocional que nos ponemos para afrontar la realidad tratando de recibir el menor daño posible.

Cuando vemos con plena atención cine animado de estos creadores, dejándonos atrapar por su magia, algo sucede. Nos sentimos extraños. Es tan sensible, tan rico en matices este cine japonés dibujado y pintado a mano, que nos inflama de saudade de cosas que hemos vivido o que quisiéramos vivir. El placer estético experimentado es indefinible.

Encantado, vuelvo a ver el final de una de las obras de Studio Ghibli: El cuento de la princesa Kaguya. ¡Por fin desde el inicio! Si la primera vez nomás el final me sacó lágrimas, ahora, que he visto la obra completa, siento a fondo una tristeza agradable. Las palabras de la Princesa antes de partir han adquirido un valor que no pude advertirlo la primera vez que escuché su pequeño discurso.

La Princesa, desde la Luna, observa la bucólica montaña. ¡Eso es la vida! Pero ver desde la distancia no es lo mismo que estar adentro. Viene y vive como humana. Goza en el campo como Brote de Bambú, una niña rara; sufre en la ciudad como Princesa Kaguya, una mujer deslumbrante. ¡Porque nos complicamos tanto! Una fuerza muy poderosa, fuente de alegrías y tristezas, la ata a este mundo: el amor. No quiere volver a la Luna. Ama a sus padres adoptivos, la pareja de ancianos que la llora sobre la nube. Ama al cariñoso amigo que tuvo en la montaña.

En la Luna era feliz, pero no. ¡Saber que la felicidad puede ser tan insoportablemente plana que deja de ser felicidad! La Princesa viene a la Tierra, a la montaña, porque quiere sentir. La montaña es un ideal: la vida variopinta, exuberante y a la vez sencilla.

El trasfondo de este poema audiovisual es la felicidad. ¿Qué nos alcanza la felicidad? ¿Qué es la felicidad? Quizá lo que nos impide ser felices es obligarnos a ser felices, retorcer tanto nuestras vidas en pos de la ansiada felicidad. En la montaña, donde todo es mucho más sencillo y libre que en la ciudad, Brote de Bambú tal vez fue feliz, lo mismo que los ancianos; pero el anciano padre se equivocó: la felicidad de Brote de Bambú y la de ellos mismos no era en la ciudad. La Princesa llega a creer y dice que pudo haber sido feliz en la montaña. La montaña es un ideal. Se hizo humana porque deseaba impregnarse de la “suciedad” de la montaña, de la “suciedad” de la canción que aprendió estando en la Luna. La canta con los otros niños, en la montaña, sin saber cómo o por qué sabe la canción. Yo creo que esa misma “suciedad” es la que la lleva a crecer de manera acelerada hasta que llega a estabilizar su crecimiento a la par de un personaje: Sutemaru.


La Princesa no llega a la montaña con el propósito de ser feliz sino de vivir la vida pletórica que veía desde la Luna, donde era feliz sin ser feliz. En la Luna no se llora.

¡Nada de "mujer marchita"!

En los burdeles hay rostros de ángeles que son de ángeles; es decir, rostros preciosos de mujeres preciosas. El Infierno está poblado de ángeles… caídos, el primero de ellos Luzbel o Lucifer, el más hermoso.

A las putas las condena el mismo tribunal que valida que el “macho” pueda (y deba) tener más de una mujer: la “oficial” y al menos una “sucursal”, aquí en Colombia (varias esposas en Arabia). A la puta la condena y persigue el mismo juez y policía que permite que a la púber la saquen de la escuela para que sea mujer de un “macho”. Siempre, en todo caso, puta, amante o esposa, ellas deben subordinarse a la autoridad de los “machos”. Pero las putas llevan la peor parte, porque aparte de ninguneadas, de deshumanizadas por los “machos” que sólo las conciben como mercancía para meter la verga y ejercer su “virilidad” tratando de agredirlas física y emocionalmente, son despreciadas por las de su mismo género, que no se dan cuenta que el desprecio que les profesan es inculcado por los “machos” que las dominan, porque para ellos la “mujer”, es decir “la oficial”, debe ser “mía y de nadie más”, y esta frase  conduce a otra muy conocida: “si no eres mía, no serás de nadie”, o a esta otra: “si me dejas, te mato”.

La puta es una sacerdotisa conocedora de misterios. Una canción dice que “las más putas son las más finas”; más bien las más refinadas, digo yo. Son las que ejercen su ministerio en el mundo de los grandes negocios, y en especial en uno de sus ámbitos: el mundo del espectáculo. Son putas que de alguna manera se convierten en modelo para las niñas y las jóvenes, y hasta para las que ya han cruzado cierto umbral cronológico. A esas putas de alto rango se les respeta un poco o mucho, porque bueno, ellas cuentan no sólo con el poder de Venus sino también con el poder de Mammón, el gran dios que rige a la humanidad, digan lo que digan, crean lo que crean. Algunas de estas putas sí que son verdaderamente “satánicas”.

Pero, ajá, las puticas de burdeles y hasta esas más caras “prepagos” anónimas, que comen y beben con el cliente, echan el polvo y no tienen más injerencia, porque no la quieren tener, en los asuntos de éste, ¿qué peligrosas pueden ser para el mundo? Ellas, las más inocuas, son las más “satanizadas”. Ellas, las que reciben los peores tratos, son las más rechazadas. A ellas se les quiere borrar u ocultar y es a ellas a las que más acude la masa de “machos” brutales y los buenos hombres (a veces los “machos” brutales se transforman en algodones de azúcar o paquetes de plastilina cuando atraviesan crisis sentimentales, que las tienen) necesitados de placer, de compañía, de consuelo e incluso de consejos. Porque la puta cuando ya ha adquirido cierta experiencia, conoce y aprende a manejar los misterios de la sexualidad y los temperamentos de los hombres; aprende, esto sí muy a las malas, a lidiar con los “machos” brutales.

Las putas más especiales, las mejores, son aquellas que se han ofrecido al servicio divino de Venus por vocación. Me dirán, “¿entonces por qué cobran?” ¡Ja! Pregunta tonta. ¡Cobran todos, los sacerdotes de Cristo y los de Mahoma, los de Buda y los de Krishna! ¡Ahora que no cobren las de Venus, que nos llevan al éxtasis sagrado de la cópula, algo mucho más tangible! Por demás, ya lo dije, el dios que rige a la humanidad es Mammón. Ahora, ciertamente, también las hay por mera necesidad económica, y entre éstas muy malas practicantes del oficio, a las que se les debe tener paciencia y pagar, y ojalá, si está a nuestro alcance, ofrecerles o conseguirles un empleo en el que se puedan sentir más a gusto. Porque las putas que no disfrutan del sexo con ningún o casi ningún cliente (sólo lo disfrutan, si acaso, con el “cabrón” —un “macho”— que las explota) están sometidas a esos rígidos patrones impuestos por los “machos”, pero la necesidad las ha arrastrado a practicar el oficio de puta como último recurso, y suelen sufrir terribles remordimientos de conciencia, que a la larga las vuelve hoscas o las envilece. Este problema también es producto de la mala leche con que los “machos” han propagado su mala semilla en el mundo.

Ah, no olvidar lo que una mujer me dijo una vez, una mujer casada, chapada a la antigua, fiel a su esposo, el único hombre con el que ha copulado, es decir una mujer sometida al machismo, y que me lo dijo (de eso hace una montonera de años) para recriminarme porque, discutiendo con ella, se me salió un hijueputa por costumbre. Me dijo, no exactamente con las mismas palabras, pues ya no las recuerdo textuales, pero la idea de fondo no se me olvida, me dijo que todas las mujeres que se casan son putas. No puedo yo decir que todas, pero si, como he venido afirmando, a la humanidad la rige Mammón, y la mayoría de las mujeres, cuyas vidas siguen las normas de conducta impuestas por los “machos”, se casan no sólo por amor sino por la manutención que le pueda ofrecer el hombre, se concluye que sí, al menos la mayoría de las mujeres que se casan han vendido sus servicios sexuales a un hombre en particular, con el agravante de que han vendido también otros servicios, ya se sabrá si muy barato o bien vendidos, como limpieza de la casa, lavado de ropa, preparación de alimentos, parir hijos (¿qué?, ¿no saben que hay mujeres que “alquilan el vientre”?), etcétera.

Te equivocas, ojitos que leen (manos, si en Braille —lenguaje inclusivo, por eso no escribí lector, para no tener que poner seguido lectora), esto no es una apología al libertinaje ni mucho menos un ataque a la monogamia; es una defensa a mis muy queridas putas, que nos brindan un servicio muy oportuno a tanto hombre sin fortuna en la lides del amor, porque hacerse la paja es rico pero no tanto como fornicar con una mujer (estoy refiriéndome a hombres heterosexuales, y dejo claro que tampoco tengo nada en contra de la homosexualidad, ni femenina ni masculina, como tampoco contra la bisexualidad). Las adorables sacerdotisas venéreas no nos dirán «te amo» amándonos de verdad, mas, ¡qué saludable ilusión, que nos lo digan, entrepiernados, disfrutando de los deleites de la carne!


Domingo José Bolívar Peralta

Enero de 2.018

Soliloquio entre Dante y yo

Pero giri Fortuna la sua rota
come le piace, e il villan la sua marra.
La Commedia.
Versos 95 y 96.

¡Oh! ¡Qué cautos debemos ser los hombres para con aquellos que no sólo ven las obras, sino que con su inteligencia penetran hasta lo interior del pensamiento.
La Commedia.
Versos 118 al 120.

Al final del Canto XVI, Dante llama ‘Commedia’ a “sus memorias” de su paso por el Infierno, y se dirige a mí, directamente; «lettor», me dice, y me jura, amonestándose, por lo difícil de creer, lo inverosímil, la “apariencia de mentira” que tiene su relato, que lo contado es cierto, le sucedió. Dice que el monstruo que a continuación aparecerá, digamos invocado por Virgilio, no es falso, y lo dice con tal convicción que le creo —¡cómo no!— mientras me hallo hechizado por su arte, absorbido por un libro tan difícil de soltar de los ojos.

Usa Dante un recurso eficaz, de gran valor para lo que es el fondo de su vasto poema, su carácter teológico, moralizante. De esta manera nos afirma que su gnosis (católica) de los ámbitos ultraterrenos, de ultratumba, no es falaz. Y si tenemos en cuenta la época en que Dante escribió su magna obra, ¡qué gran aporte a la literatura! No sé si ya los antiguos griegos (tan avanzados, como siempre) o algún otro autor había usado antes o en su misma época el recurso de dirigirse directamente al lector. Es posible que sí haya antecedentes; pero, por la misma fuerza de la pluma de Dante, cuando encuentro que ¡el gran poeta me está incluyendo en su obra! al llamarme la atención sobre algo muy importante que desea que tome en serio, es impactante. Sentí que estaba a mi lado, como si un conjuro, escrito por él para que yo lo recitara, lo trajera para conducirme por sus versos, tal como Virgilio lo acompañaba a él por aquellos lugares misteriosos.

Gracias a ese conjuro toma fuerza la comunicación entre escritor y lector, porque el lector es invitado a participar, a ser activo. Dante permite entonces que el lector cuestione al escritor y él, desde los siglos pasados, responde a las preguntas del lector como por una alquimia que transforma las mismas preguntas en respuestas.


La obra, de este modo, no es estática; se mueve, se recrea en cada impulso electroquímico de donde saltan las ideas y emociones. Es decir, mientras se está en la lectura, aquella igualmente misteriosa y fascinante región que llevamos todos dentro o que nos envuelve, dividida en dos espacios que son la consciencia y la subconsciencia (y quizás tres, si agregamos la inconsciencia), se sumerge en el relato o es el relato quien se sumerge en ella. Dante nos llama y con él vamos, como testigo invisible ante Virgilio pero sombra que Dante percibe porque él mismo nos dio el poder de hablarle; y así como Virgilio guía a Dante por los diferentes círculos en que se divide el Infierno y el Cielo, Dante nos guía por el tejido de sus tercetos. Logra su propósito: al finalizar el libro estamos ante la Gloria. 

Domingo José Bolívar Peralta
Enero de 2.018