Leer La carretera,
de Cormac McCarthy, en diciembre: el espíritu festivo, la esperanza de un
porvenir maravilloso se cubren de cenizas. Pero al final…
El inicio de esta novela, al primer
intento, no me atrajo. Presentado a manera de adivinanza, pedante: «Si tu
coeficiente intelectual no es alto, no cogerás la pista». Toda la novela me
incomodará por frases de esta índole: “Su mano subía y bajaba al compás de la
preciada respiración”. También me fastidió mucho encontrar pasajes típicos de
película taquillera gringa:
“Querías saber qué pinta tenían los malos.
Pues ya lo sabes. Podría ocurrir otra vez. Mi deber es cuidar de ti. Dios me
asignó esa tarea. Mataré a cualquiera que te ponga la mano encima. ¿Lo entiendes?”
Un poco más adelante, como para
reblandecer al lector y más aún al espectador de la película ‒que nadie me quita la
idea de que este libro se hizo pensando en llevar la historia al cine‒ sigue:
“¿Todavía somos los buenos?, dijo.
Sí. Todavía somos los buenos.
Y lo seremos siempre.
Sí. Siempre.
Vale.”
Escenas de este tipo son las que
para mí, insisto, están hechas a la medida del gusto cinematográfico de los
gringos, su cine más comercial, el de los “héroes” que representan la más
idealizada imagen que ellos tienen de sí mismos: el bueno y bizarro
estadounidense que es capaz de sobreponerse a todas las adversidades,
encontrarle solución a todo. Escenas patéticas, con grandes dosis de ternura y
esperanza, mas sin dejar de lado la practicidad, el positivismo ‒que ha de estar bastante
maltrecho dadas las circunstancias‒
que es estereotipo de ese país.
Con esto los gringos ‒todos somos América, dice
Rammstein‒ se
sentirán muy satisfechos. Menos mal también encuentro ‒para resarcirme‒ lo siguiente:
“[¿…] si siempre estás alerta ¿quiere
decir que todo el rato estás asustado?
Bueno. De entrada supongo que tienes
que estar un poco asustado para que estés alerta. Ojo avizor. Vigilando
siempre”.
Me da la oportunidad Cormac para
tirarle duro a los gringos, ya que considero esto una pista de lo que ha
llevado al Estados Unidos ‒no
sabemos si todo el mundo‒
de La carretera a ser un gran país
chamuscado. Me explico: esa política de seguridad internacional de los gringos
en la que siempre están “ojo avizor” ante cualquier cosa que les parezca rara y
amenazante, nos los muestra, bajo esta lógica, como si siempre estuvieran
asustados del resto del mundo. Y, precisamente, asustada está la sociedad
gringa por esa misma política internacional: el enemigo externo puede ser el
vecino. Ese mismo miedo perenne los ha llevado a desconfiar, a temer de sí
mismos: la paranoia, el ataque preventivo, las masacres estudiantiles, la
locura, mata antes de que te maten. Asustados y armados, los gringos son muy
peligrosos.
Además, me fastidió mucho las
referencias comerciales: en esta obra el señor McCarthy parece tener fijo en
mente la idea de su versión cinematográfica ‒insisto‒ y la expresión “la
última Coca Cola en el desierto” está implícita varias veces, lo que por
descontado aseguraría un gran inversor ‒aquí
entre nos, de buena fuente me he enterado de que sí hubo versión
cinematográfica; Vigo Mortensen actuó en ella‒.
Otro escollo fue la técnica de los
punto y seguido; no me convence. Siento frases cortadas de manera abrupta y
seguidilla de frases, enunciados que pueden ir, en vez de separadas con punto,
relacionados con coma, o punto y coma. Quizás al traductor ‒en la versión que leí, Luis
Murillo Fort, aunque me han dicho que no, que es cosa de Cormac‒ se le pueda imputar el exagerar dicha técnica.
Con todo, llegué al final. Superando
estos escollos, continúo en La carretera porque
pongo mi interés en descubrir qué fue lo que llevó a los personajes al estado
en que los encuentro, qué sucedió con el mundo. El ambiente en que se
desarrolla el relato me parece lo mejor trabajado por el autor. Un mundo “cinéreo”,
sobrecogedor, del cual se espera, quizás, el resurgir de la humanidad,
renovada, mejor, como el Ave Fénix.
Los defectos son subsanados por las
virtudes que hallo en el trayecto. Ya dejados muy atrás en el camino aquellos
primeros párrafos casi tan áridos como el mundo que se transita, encuentro
delicias verbales que sí insinúan cierta presencia de William Faulkner[1],
reminiscencias a Luz de agosto, no
obstante que Cormac McCarthy siga usando muchos punto y seguido; ya no es tan
cortante, tan parco, tan seco. Incluso el uso de términos que lo obligan a uno
a buscar en el diccionario lo ubican más cercano a Faulkner que a otro autor
que me parece tiene cierta influencia en su escritura: Ernest Hemingway. Podría
pensarse que McCarthy quiso encontrar un punto medio entre estos dos grandes
autores; pero al final se ve que la balanza se inclina ‒por fortuna‒
un poco más hacia el del condado de Yognapatawpha. Me parece, no le va bien
cuando se acerca más a Hemingway. Leamos esto, juzguen ustedes:
“Mucho tiempo atrás en algún lugar
cerca de aquí había visto un halcón abatirse por la larga pared azul de la
montaña y romper con la quilla de su esternón la grulla que iba en el centro
exacto de un bando y llevársela al río toda hecha un guiñapo y arrastrando su
plumaje suelto y descuidado por el quieto aire otoñal.”
Olvida los punto y seguido, incluso
no hay comas; el efecto es magnífico.
Es difícil en ocasiones diferenciar
al narrador, si es omnisciente o es “el hombre” quien está consignado la
historia por escrito en alguna libreta o algo así ‒esto es pura especulación mía‒ o simplemente está hablando
para sí mismo, divagando.
Uno de esos apartes en que el narrador se torna oscuro es cuando alguien dice:
“No todas las palabras moribundas son verdad y esta bendición no es menos real
porque la hayan despojado de su suelo”. La voz la tenía el narrador, pero
parece que estas palabras las dijera “el hombre”. La novela nos presentará
otros momentos similares. Ocurre que McCarthy, sin nada que lo indique, pasa de
la voz del narrador a la voz de “el hombre”. Toca estar atentos para inferir,
en estas transiciones, quien está hablando.
Eso que hace las veces de narrador omnisciente, al parecer
evadía todo juicio de las personas y de las circunstancias. Cierto es que no
son muchas las personas que aparecen en escena, quiero decir, en la narración
objetiva del trasegar de los dos protagonistas en la realidad del mundo que nos
relata, ni en las evocaciones de estos personajes, en especial “el hombre”.
Cualquier concepto que el narrador haya emitido sobre las personas es velado,
no directo; buenos o malos, estos juicios no son emitidos abiertamente como tal
respecto a las personas, al mundo, a las cosas; sin embargo, en una escena en
la que “el hombre” se enfrenta a otro sobreviviente, el narrador usa la palabra
“forajido” para referirse a aquella persona extraña. Expresada por el narrador
omnisciente, la palabra “forajido” aparece
de manera sorpresiva. Pocas veces más el narrador omnisciente dirá algo, aunque
sea una sola palabra, como “forajido” que juzgue, califique o descalifique.
Las reflexiones van por cuenta de
“el hombre”, por lo general; “el chico” es quien cuestiona, inquiere sobre lo
que está sucediendo, sin dejar de sentir curiosidad por cómo era antes el
mundo.
Respecto al futuro, sólo algo:
llevar el fuego. Recordemos que Prometeo nos entregó el fuego a los humanos y
por ello fue castigado. El mundo de La
carretera está todo abrasado, pero es el fuego, para “el hombre”, la
representación de la moral, la luz que preserva las más altas y nobles
manifestaciones de la conciencia humana; “el chico” es el fuego. “El hombre”
tiene la esperanza de que ese fuego no se apague, no sólo porque es su hijo,
sino porque es lo que queda de bondad en el mundo: el resto de los sobrevivientes
son, casi todos, la representación de la absoluta degradación de la humanidad,
la representación de los peores instintos y comportamientos gobernando la
conciencia, seres en cuyo interior ya no habita ningún principio ético, regidos
por el afán de sobrevivir a toda costa ‒cual
alimaña humana cuya avaricia y adicción al poder nos está llevando a un mundo
de pesadilla‒. Esta
novela me ha recordado La peste, de
Albert Camus. Pienso: Camus aboga por la ética: no hay Cielo ni Infierno, ni
dioses ni demonios; estamos nosotros, los seres humanos. Yo tengo conciencia ‒el médico‒ del bien y del mal, no de
manera metafísica sino práctica, yo quiero hacer el bien, voy a ayudar a los
enfermos. Y como el médico, muchos se ofrecen
y trabajan como voluntarios para luchar contra la peste. Los hay unos pocos que
en vez de ayudar lo que hacen es aprovecharse de la situación en pos de
absurdos beneficios personales; éstos, en un proceso de degradación hasta la
pérdida de todos los principios éticos, serían los mismos caníbales de La carretera. La novela de Camus tiene
más fe en la humanidad que la novela de McCarthy.
En la página 204 ‒de la versión en pdf que
tengo‒ “el hombre”
le dice a “el chico”: «Tienes que llevar el fuego». Sin duda, el niño es para
el padre, y para nosotros, los lectores, la última esperanza, la última
representación de la parte puramente buena, noble de la humanidad. Pero el
final de McCarthy me decepciona tanto como me decepciona el final de Los hermanos Karamazov. La esperanza de
McCarthy nos devuelve a otra jugarreta de Yahvé: arrasar el mundo como lo hizo
en el Diluvio Universal, con sus elegidos destinados a retomar el buen camino:
salir de la sucia carretera en que se ha convertido la humanidad. ¿“El chico”
será su nuevo profeta?
Domingo José Bolívar Peralta
25 de febrero de 2.018
[1] No
es raro por parte de la crítica literaria que se mencione a Faulkner cuando se
estudia la obra de McCarthy.