lunes, 3 de octubre de 2022

Al maestro Echandía

El Paupérrimo (Usiacurí) - Salgar (Puerto Colombia) - Barranquilla y en los buses entre uno y otro lugar, 18 de septiembre a 3 de octubre de 2.022 c.g.
 

 
Como presagio de lo que está sucediendo desde cierto momento en Palestina, como interpretación de lo que embriaga ser el favorito de un dios, Ludwig Richard Johann Grieben, el autobiógrafo de ‘La noche del Uro’, novela de Dalton Trumbo, en la parte final del capítulo primero titulado ‘Me presento, confieso mi dolor y afirmo mi identidad con Dios’, nos restriega en la cara:
            «¿Para quién no está claro ya que Dios no es ni el Bien ni el Mal, sino Todo, simplemente? Mi propia vida es una prueba. Dotado por Dios con maravillosas capacidades para el Bien y para el Mal (como tú), las utilicé hasta la disolución total, cada una hasta su diferente, ciego, orgiástico final. Y allí estuve, creado a Su imagen, ya no Su semejanza sino Su misma substancia, Su hijo. Como tú mismo eres Su hijo. Como también tú pondrás en acción las capacidades que te ha dado Dios tan pronto como dispongas del poder para hacerlo.
            El secreto, observarás, es el poder, y el secreto del poder total, la unidad con Dios. No es un fenómeno raro, como podrías pensar. Llega un momento en la vida de todo hombre (si permanece alerta y entiende su significado) en que el poder completo sobre algo –un animal, una mujer, incluso un hombre y a veces sobre la humanidad– reposa en sus manos o en las manos de sus camaradas como un tembloroso pájaro cautivo. En ese supremo instante, el poder del hombre se funde con el poder de Dios para convertirse en poder absoluto, esa enceguecedora apoteosis de divinidad que ningún hombre, por bajo y cobarde que sea, puede rechazar.
            Así que, cuando llegue tu momento de poder, actuarás como lo hice. Sin vacilación, sin mirar atrás, incluso con alegría; abrazarás el poder absoluto y con él el Bien y el Mal de la divinidad. Será así, o te someterás débilmente a él».
            Grieben es un nazi que no agacha la cabeza por su pasado, sobreviviente de la Segunda Guerra Mundial y de la cacería subsiguiente. Escribe las líneas transcritas siendo un viejo de 73 años. Trumbo, comenzó a escribir esta obra en 1.960 y al momento de recibir la visita de la Parca, en 1.976, la consideraba inacabada. El Estado de Israel –el proyecto sionista– se arraiga sobre Palestina en 1.948, todo después de Cristo.
            El poder es afrodisíaco, dio a entender Kissinger. Un afrodisíaco en forma de licor que nos embriaga de divinidad. De ahí la presunción de divinos o revestidos de poder divino de los monarcas. De ahí la concupiscencia, el deseo insaciable que el poder provoca hasta convertirse en vicio, pervertirse.
            Alguien –no recuerdo ahora quién– ya ha explicado que al cambiar las relaciones de poder, las víctimas no raramente pasan a ser victimarios. No sé si también habrá estudiado que al cambiar las relaciones de poder, tampoco es raro que los victimarios pasan a victimizarse incubando dentro de sí un resentimiento que justifique retomar el poder por la fuerza, como habituados que han estado a ser los victimarios.
            Por derecho divino, voluntad de poder y ejercicio del poder. ¿Pero por qué el sadismo?
            La anterior pregunta que me hago (y hago a ustedes, lectores de mi esperanza) plantó cara antes de haber arribado al último párrafo del capítulo 3 (‘Encuentro a la Muerte en los bosques y desfallezco ante su embrujo, su crueldad, su amor’), en el que Grieben se hace una pregunta muy semejante: «¿Qué es lo que hay en nosotros que nos hace ser crueles cuando deseamos ser bondadosos?» El anciano tiene la certeza o sospecha que «Hay algo equivocado en este mundo» y se muestra convencido de que el amor, en la Naturaleza y, sobre todo, en la naturaleza humana –la que hasta donde sabemos es la única que ha desarrollado una moral en que existen los conceptos Bien y Mal– está sujeto al Mal. Dice que la experiencia –su experiencia– le ha enseñado que inevitablemente «el bien se torna en mal, el deseo en lujuria, el amor en odio, la vida en muerte».
            No quisiera estar de acuerdo con Grieben; no obstante, concuerdo en que hay algo equivocado en este mundo, en la existencia, en el Todo. Un error fundamental, como si en el algoritmo (permítanme usar la palabra algoritmo como programador sin cartón y ya desprogramado que soy y pasen por alto que se está usando mucho por el desarrollo del recontraespionaje de Maxwell Smart-phone) que rige el Universo, hubiese en alguna de las primeras líneas una instrucción errada cuyo influjo hacia abajo causa procesos fallidos. El hecho de que la vida tenga que alimentarse de la muerte y de que la muerte devore la vida, tiene catadura de círculo vicioso, con el agravante de que matar es, además, el vicio con el que se llega a experimentar el poder absoluto, esa «unidad con Dios» de que habla Grieben.
            Disponer de otra vida, como vicio, como poder absoluto, sin embargo, no se queda en la facilidad de quitarla. Yo pregunto por el sadismo porque así como Séneca consideró el suicidio como la máxima expresión de la voluntad libre del que ejerce con total soberanía de sí mismo el poder absoluto al quitarse la vida, la máxima expresión de poder absoluto de un individuo sobre otros se da al impedirles la muerte a la par que se les provoca malestar, sufrimiento, tormento. El licor que embriaga de divinidad se consigue al oprimir con “mano fuerte y corazón firme”, hasta agotar su zumo, en nombre del Bien y del Amor, a todas las criaturas que tengan la desgracia de caer en nuestras manos, porque nos embriaga la comunión con ese dios hecho a nuestra imagen y semejanza. La tortura es la refinación del divino poder absoluto; ya no basta, por ejemplo, jugar fútbol si no es ante una población que ve rodar y ser pateada como balón la cabeza de uno de sus conciudadanos.
            Nos basta para hacer analogías, leer en las páginas 129 a 142 correspondientes al primer capítulo (Grieben y el auge del Tercer Reich) de la segunda parte del libro, titulada ‘Sinopsis de Trumbo’. La representación que de los freikorps hace Trumbo, no nos puede dejar, como colombianos, indiferentes; precisamente porque la representación de esos grupos armados alemanes de la convulsa época de entreguerras, nos los pinta muy semejantes a nuestros guerrillos y paracos; en especial estos últimos.
            Sabiendo que el álgido debate sobre el caso Eichmann, las argumentaciones de la defensa sobre la presunta ética kantiana del raptado, enjuiciado y sentenciado por el Estado de Israel, el compromiso de cumplir el deber, lo mejor posible, se encontraba todavía en boga en la época en que Trumbo escribía ‘La noche del Uro’, no dejó de sorprenderme hallar en la página 135 las siguientes palabras, relacionadas con el derrotero de las vidas de camaradas de armas de aquella Alemania que dentro de la ficción de Trumbo fue la Alemania real que hubo entre la Primera y Segunda Guerras Mundiales: “Odian el cometido, pero lo ejecutan como está mandado”. El poder de un subalterno siempre está limitado por las obligaciones contraídas para con los superiores, es un poder nimio; sólo el poder absoluto, como poder divino que es, no presenta excusas, no rinde cuentas a nadie, se ejerce con total libertad, sin cortapisas. Y como nos lo expone Trumbo, no tiene que ser, necesariamente, el poder de disponer de las vidas de miles y millones de criaturas; basta con tener una mariposa en nuestras manos, con que Marina Abramovic te diga «Soy tuya, has conmigo lo que quieras, lo que te dé la gana», para embriagarnos de poder, para acceder a la gloria de nuestro dios único y verdadero.
 
Domingo José Bolívar Peralta

 

lunes, 26 de abril de 2021

Otro día más en este mundo

 Vivir “es una costumbre tan seria”. Pero no olvidemos reírnos. Contemplar la cotidianidad humana puede asquearnos hasta vomitar la bilis; no obstante que al despertar, antes de levantarnos de la cama, nos propongamos con sincero optimismo ver siempre el lado bueno de las cosas. Y no vomitamos hasta vaciarnos porque al salir a revolvernos con el resto de la gente no dejamos olvidada la armadura, ¡ja!, la oxidada del caballero de la fábula. ¡Ni mierda!

‘Este o cualquier otro lunes’, novela corta de Jesús David Buelvas Pedroza, nos ofrece un día en la vida de un hombre que vive con sentido crítico, un filósofo desempleado, rebuscador, en la ciudad de Cartagena de Indias. La novela se desarrolla entre aconteceres, digresiones, párrafos de un libro dentro del libro. Pareciera, por esto dicho de los recursos usados por el autor para darle cuerpo a la historia, que la lectura de este libro ha de ser muy pesada. No, ‘Este o cualquier otro lunes’ ofrece fluidez, sus páginas se deslizan como el chorro de agua que refresca cuerpo y mente a Samuel, el protagonista, porque así como en la novela, “la única opción posible era [es] seguirle la corriente a la vida”, y eso es lo que se hace en la novela: seguirle la corriente a la vida desde el recorrido de una persona en una ciudad un día de su vida, y desde esta persona observamos el chorro de acontecimientos que aúnan a todos en el chorro que es la vida.

Disputándole a Samuel el protagonismo en la obra, está la ciudad de Cartagena de Indias, presentada como un personaje contenedor y multifacético, con una personalidad acalorada y vertiginosa, pero que ofrece espacios de sosiego a todas aquellas personas que encadenadas giran en la vorágine de la cotidianidad citadina, un lunes cualquiera. Esos espacios son como el consuelo de Francesca y Paolo en el círculo infernal en que los ubicó Dante.

En el fondo de todo esto, la visión de una humanidad que se canibaliza en sus dinámicas de organización social, en sus afanes de sobrevivencia y de poder; una humanidad que no se cansa de apuñalearse por la espalda y que como el caballo de Atila, donde pisa no crece más la hierba.

‘Este o cualquier otro lunes’ es una novela para despabilarnos.


Domingo José Bolívar Peralta

25 de abril del año 3 de la peste de covid-19 (2.021, calendario gregoriano)

jueves, 19 de noviembre de 2020

La belleza admirando a la belleza

«La flor no es indiferente
al volar de una mariposa».
 
Este par de versos los oí esta mañana, los recitó una niña en un video que fue transmitido en televisión, en el programa “Profe en tu casa”, pañito de agua tibia ―aunque ameno y sin culpa de que con él se trate de tapar un hueco en nuestro sistema educativo en tiempos de covid― como tantos otros que no resuelven de fondo los problemas del país.
 
Una niña. Las niñas, durante estos meses en que la infancia colombiana ha tenido que recibir clases en sus hogares usando recursos de internet, he venido notando que, al menos en Isabel López, son más aplicadas en cumplir con sus deberes escolares que los niños, y hasta me parece que estudian con más gusto. Lástima que familia y sociedad, generalizando, no tardan en cortarles esas alas que les veo, el vuelo del saber. Pronto las someten a los esquemas machistas que las limitan y con el tiempo estas niñas, hoy potenciales águilas, serán aves de corto vuelo, gallinas cacareando chismes de farándula y de vecindario, llenando sus buches de telenovelas y frivolidades publicadas en redes sociales de internet y en el vecindario.
 
Esos dos versos recitados por la niña me han sorprendido, porque justo en estos días estoy leyendo ‘La inteligencia de las flores’, libro de Maurice Maeterlinck. Se ajustan perfectamente a la idea que el Nobel de Literatura plantea en su libro y, ese par de versos, son dignos incluso de la belleza de la obra del autor belga. En los versos de la niña, con la inteligencia, se puede colegir que en las flores hay también sensibilidad estética; la belleza admirando a la belleza.
 
Domingo José Bolívar Peralta
19 de noviembre del aciago 2.020

lunes, 4 de mayo de 2020

Al perro más flaco es al que siempre se le pegan las garrapatas, así como al hijo de “menos madre” (o de madre ausente) es al que más hijueputean



“La crueldad es monopolio de quienes poseen el sentido moral. Cuando un bruto inflige dolor, lo hace de un modo inocente”, escribió en ‘El forastero misterioso’ Mark Twain.

Pero lastima, digo yo, por lo que considero que no hay dios alguno del monoteísmo, politeísmo, panteísmo o putiteísmo (ni vuestra Pacha Mama, excelentísimas majestades) que sea una deidad benévola, amorosa y que nos cuide de manera especial. ¿Por qué habría de haber dios alguno, me pregunto yo, que nos cuide de manera especial? Es por ello que necesitamos de dioses que nos hicieran a su imagen y semejanza, me respondo, para poder descargar en ellos nuestras culpas, las de nuestro “sentido moral”, que es el pecado original de los creyentes morbosos del monoteísmo bíblico, y servirnos de ellos, los dioses bienhechores, como paliativos de nuestra razón, la conciencia, que nos restriega todas nuestras inmundicias morales, moral por nosotros mismos inventada, tal como nos hemos inventado seres malignos sobre los cuales nuestros dioses benefactores arrojan toda la culpa de nuestras inmundicias morales, exculpándonos de ellas por tratarse de la influencia de seres tan poderosos sobre criaturas tan débiles como somos, expuestas al pulso superior entre los magnos representantes del bien y los representantes del mal, siendo que curiosamente, en este balance de fuerzas, bien y mal se acomodan a las necesidades e impulsos humanos, razón que explica por qué nos matamos sin llegar a exterminarnos, pues necesitamos del otro para sacar provecho de él, lo que explica a su vez la inmoralidad recurrente del abuso de unos en perjuicio de otros, base de sistemas económicos como el esclavista, el feudal y, no nos digamos mentiras, el sistema capitalista.

Reinan, según parece, en este, el planeta que habitamos (el único planeta que hemos podido habitar aún y quizás el único que podamos habitar hasta nuestra extinción, salvo que unos cuantos, no sé si se les podrá considerar afortunados, puedan habitar como colonos la Luna en el corto plazo y quizás Marte u otro astro o megaestructura como la “Estrella de la Muerte” después), reinan, digo, en este planeta y en el universo conocido, la inocente cruel brutalidad, ¡inimputable!,  gritan en coro mis amistades jurídicas, desde los agujeros negros que devoran estrellas hasta la araña que envuelve a sus presas en sus hermosos hilos para chuparles la vida en vida; y también en nosotros, los humanos, animales con “sentido moral”, los hay que carecen de éste (y en vez de cárcel son remitidos a instituciones psiquiátricas). Sin embargo, no es esto lo peor; lo más terrible es que, hasta el momento, con plena certidumbre, no conocemos criaturas más crueles que los seres humanos (y sus creaciones más extrañas, imaginarias, aclaro: los dioses), porque ninguna, hasta donde sabemos, excepto nosotros, practica la crueldad teniendo por cierta la existencia del bien y el mal y teniendo por norma que debemos practicar siempre el bien, siendo la crueldad una de las manifestaciones del mal. Somos crueles hasta con compañeros nuestros, que domesticamos para que convivieran con nosotros, como los gatos y los perros, y, como no, lo somos con otros seres humanos, en especial aquellos que han sido enjuiciados y condenados por ateos o antiteos, inmorales y malignos, y también somos crueles con aquellos que menospreciamos o detestamos por ser de “clase inferior” o tan sólo por ser “los otros”.

Y siento el hedor intenso de la farsa metafísica humana y de las carroñas que se pudren en los abismos siderales, cuando vuelvo a estos versos de Julio Flórez, poeta que no abandonaré por mucho que me digan que es muy menor:

¡Dios mío!

¿Por qué hiciste, Señor ―oye mi queja―,
al tigre que, famélico, del risco
abrupto baja al sosegado aprisco
a hundir su garra en la apacible oveja?

¿Por qué, Señor, creaste la serpiente
que, oculta en un recodo del camino
hinca en el descuidado peregrino
su largo, agudo y venenoso diente?

¡Ah!, todo puede ser… Pero, ¡Dios mío!
¿por qué formaste al hombre, ese sombrío
ser más feroz que el tigre y la serpiente?

¡Cómo él junta al instinto de la fiera
la reflexión, sobre el planeta impera,
refina el mal y se hace omnipotente!

Retomo ‘El forastero misterioso’ de Mark Twain para convenir que somos “[…] tal cual Satanás pensaba de nosotros, es decir, que somos una raza idiota y trivial”. Crueles, idiotas y triviales. No soy Satanás (hasta quisiera serlo, me digo mentalmente, en vez de ser este pobre diablo encerrado en su dormitorio, ninguneado en la casa por pobre y por diablo, es decir, por no estar generando ingresos monetarios para la casa y por pensar y actuar distinto a su pensar y actuar de esa gente que me ningunea, y encerrado en un pueblo con exceso de deficientes mentales congénitos o sociales (que al tarado congénito se le excusa, es inimputable, mas no al tarado que llega a tal condición por pereza mental y subordinación a la publicidad y mercadeo, a todo aquel liderazgo espurio que le impone formas de pensar y actuar bajo los rótulos de “moda”, “voluntad divina”, etcétera de cucarachas mentales), subnormales, como diría Ignatius Reilly (a quien semejo, ya ven, también soy cruel, ejerzo la crueldad), del que no puedo salir ya por falta de dinero y, en estos momentos, sobre todo, por causa de un nuevo coronavirus, el covid-19, una cosa microscópica en los límites entre lo que se considera y no se considera un ser viviente, cosa que no tendría sobre el majestuoso Satanás repercusión alguna, pero sí nos tiene a los fatuos humanos, criaturas predilectas de los dioses, encuarentenados, demostrándose una vez más que como especie somos la conciencia apuntando su dedo acusador sobre su propia insensatez), infortunadamente, tal vez; pues si fuera Satanás estaría por encima de toda esta humanidad a la que pertenezco y que me decepciona hondamente.

Esta decepción humana mía procede de ir de la mano de Friedrich Nietzsche, como Dante de la mano de Virgilio, recorriendo “con una cautela sombría el manicomio de milenios enteros”. Sólo que a diferencia de Nietzsche, quien en ‘El anticristiano’ arremete contra esta contradictoria rama ramificada del monoteísmo bíblico, para mí el manicomio es mucho más aún; es toda la farsa humana, la incongruencia entre los valores que predica y la violación de tales valores al actuar. Más lejos voy por los pasillos de este manicomio, me interno más adentro en sus estancias; para mí el problema está en el contrasentido que representa la idiotez y la trivialidad del ser pensante que detesta pensar, cosa que el Satanás de Twain enseña y por la cual desdeña el valor del ser humano.

Luego viene el golpe más fuerte, aquel con el que este Satanás me ha derribado haciéndome sangrar la boca. Pedro Calderón de la Barca hizo razonar a Segismundo:

“Decir que es sueño es engaño;
bien sé que despierto estoy.
¿Yo Segismundo no soy?
Dadme, cielos, desengaño.”

Más adelante dirá el príncipe:

“Cielos, si es verdad que sueño,
suspendedme la memoria
que no es posible que quepan
en un sueño tantas cosas.
¡Válgame Dios, quién supiera,
o saber salir de todas,
o no pensar en ninguna!”

Pocos versos después:

“[¿…] Luego, fue verdad, no sueño;
y si fue verdad ―que es otra
confusión y no menor―
cómo  mi  vida le nombra
sueño? […]”

Y en otro libro, ‘El kybalion’, se proponen ciertas ideas entre las cuales la primera y quizás más importante es la que dice: “El TODO es Mente; el universo es mental”, explicando que todo aquello que percibimos es producto de una “realidad sustancial detrás de todas las manifestaciones y apariencias que conocemos bajo los nombres de «universo material», «fenómenos de la vida», «materia», «energía», etc., y en una palabra, todo cuanto es sensible a nuestros sentidos materiales, es espíritu, quien en sí mismo es incognoscible e indefinible, pero que puede ser considerado como una mente infinita, universal y viviente. Explica también que todo el mundo fenomenal o universo es una creación mental del TODO en cuya mente vivimos, nos movemos y tenemos nuestro ser.”

Hago referencia a estos dos libros porque el final de ‘El forastero misterioso’ sorprende.

¡La que has revelado, qué horrible verdad, Satanás, despiadado crítico interior, conciencia en la cual el sentido moral viene despojado de mentiras consoladoras y trampas evasoras de sí mismo! ¡Yo, que como yo soy apenas una entelequia de mí mismo, que mi existencia, tras todos los velos de apariencia que es el universo físico considerado real, es sólo “un pensamiento nómada, inútil, sin hogar propio, que vagabundea desamparado por el vacío de las eternidades”, soy ese dios superior detrás del dios creador, y toda esta tropelía no es más que invención mía, incluyéndome, dios encarnado, oscuramente autoengañado de ser carne, carne que es ilusión y yo ficción en la ficción humana en un universo falso! ¡Soy responsable de todo el dolor y el horror que me golpea, de todo el dolor y el horror que abunda en este inexistente universo! ¡Soy un pensamiento sadomasoquista artífice de un universo horrendo! ¡Y gracias a este Satanás, otra ficción, que representa a mi conciencia, a mi sentido moral, más ficción, me estoy recriminando todo lo que como pensamiento he creado, estoy creando!

¡Estoy cagado de terror si todo esto es cierto!

¡Pero qué tonto pensar! Si todo es falso, sin sentido que no existe, pesadilla sin consecuencias, el dolor y el horror que se imponen en este mundo quimérico tampoco existen; ergo, nada sufre, salvo lo único que sí es: el pensamiento apesadumbrado que está imaginando ahora que su alter ego humano está escribiendo estas líneas.

Yo no soy Satanás, pero si he pensado y creado a este Satanás mediante la ficción de un libro llamado ‘El forastero misterioso’, escrito por un literato ficticio llamado Mark Twain, es porque no me he creído la mentira en la que me he ocultado. Sin duda, este Satanás ha estado apareciendo en mí dentro de esta ficción humana que me he inventado para mí (si es verdad que la vida humana y este universo físico es un sueño, una ilusión) de diversas formas: la cachetada de una tía porque cierta vez no quise ir a misa, el gusto que me causó “Sympathy for the Devil” desde que la oí por primera vez aun sin saber qué decía Jagger, el libro de Anton LaVey… Porque para mí Satanás no representa el mal; es el rebelde con causa y es la verdad incómoda, el conocimiento oculto y, en últimas, la libertad.

Domingo José Bolívar Peralta
6 de abril del año 2.020, calendario gregoriano.

lunes, 9 de marzo de 2020

Toco el timbre


“En síntesis, a excepción de lo normal, todo ha marchado correctamente.” La frase es de Luis Vidales. Está registrada en la página 247 de la quinta edición de Suenan timbres[1], y es muestra de su humor irónico, que es no un tropo literario sinó un talante de individuo, expresión de su carácter, sensibilidad e inteligencia.

Aldo Pellegrini habla sobre el humor en la Poesía como manifestación subversiva de la misma cuando pululan los poetas del aplauso y la dádiva ―es decir, la poesía desposeída de Poesía―, y éstos operan como instrumento de adormilamiento a favor de los dueños del mundo. Cuando tales poetas ahítos de tropos y de lontananzas vacuas se imponen y llenan salones sociales, el desagravio a la Poesía surge de nuevos poetas, inconformes que reciben de manos de las musas la posta que dejaron anteriores poetas que hicieron la renovación en su momento. Porque la Poesía nunca consentirá la artritis en sus articulaciones ni arrugas en su rostro.

Y en los años 20 del siglo 20, cambalache problemático y febril, cuando en Colombia urgía sacar de un patadón la solemnidad y remilgos anquilosados de los poetas de salón que cómodamente instalados hacían las delicias de nuestros conservadores patricios, irrumpe como milagrosamente conectado ―milagrosamente, porque el país literario cachaco andaba tan atrasado mirándose el ombligo en el espejo de la producción literaria de siglos pasados, y sin saberlo, pues cómo carajos iba a saber en esa Bogotá provinciana y recoleta, que su corazón de poeta estaba bombeando la misma savia que corría también por entonces por las venas y arterias de Breton, Kandinski, Tzara, Huidobro, Vallejo, Picasso y otros tantos― con la Vanguardia que sacudía el mundo de las artes, Luis Vidales.

Con sus poemas, que en su momento fueron considerados una desfachatez, Vidales le tuerce el pescuezo a aquella envejecida y aguada forma de poetizar cimentada en Colombia. Precisamente, junto a Vidales aparecen nuevos valores que recibieron más por confluencia generacional que por integrar un ismo artístico diferenciado, definido, el nombre de “Los Nuevos”. Entre éstos se destacó Luis Vidales por el uso del humor, la ironía jocosa, que no era simple chiste simplón como los del “Sábados Felices” de ahora, sinó ataque rudo y medido contra todo lo que de este mundo es impostura y formalidad vanilocuente, a juicio del poeta, que cuando poeta real, es el juicio justo, aunque no case con el juicio del común sentido imperante.

Consideró Vidales que él, como hombre antena que era, captó las señales del cambio de paradigmas estéticos, el “zeitgeist” de un siglo 20 que marchaba a toda prisa con sus avances tecnológicos y las revoluciones que agitaban el cotarro del mundo. Atribuía, entre otros, a las influencias de sin duda poetas revolucionarios como el conde de Lautreamont con Los cantos de Maldoror, a Arthur Rimbaud, a François Villon su talante de poeta. Y éstos fueron anteriores a esas vanguardias posteriores que surgieron pasada la Gran Guerra europea.

Luis Tejada, periodista y revolucionario de la vida capitalina de entonces, fue en cierto modo el dr. Frankenstein que le dio vida al monstruo poético que fue Luis Vidales, pues impulsó y dotó con piezas de su propio carácter y pensamiento el talento ya demostrado del joven calarqueño. Es por ello que a Vidales no le cayó bien que en una crítica ―página 105 de la segunda edición de Suenan timbres―, aunque a manera de elogio, se le calificara de “buen poeta”, ya que los “buenos poetas” son los poetas domesticados de que hablara el mencionado Aldo Pellegrini en su texto La acción subversiva de la Poesía, y esos eran justamente el tipo de poetas a los que les debía caer el meteorito aniquilador, según Tejada, y contra quienes tuvo que combatir Vidales desde antes de la aparición de Suenan timbres, al ir publicando desgranadamente poemas en medios como los suplementos literarios de los diarios El Espectador y El Tiempo.

Y me es grato coincidir con Juan Manuel Roca, quien escribió el prólogo a la quinta edición de Suenan timbres, al leer en la página 23 de ésta:

“Parece que a este nuestro pueblo, al igual que al personaje de Poe, le ha invadido la irremediable cobardía de no abrir los ojos, no tanto por esquivar la visión de horribles cosas como por el fundado temor de no ver nada”.

Estas palabras de Jorge Eliécer Gaitán, asesinado en 1.948, daban cuenta de la tétrica tradición de inmovilidad o del espantoso bucle del espíritu y acontecer nacional que sigue vigente, tal como Luis Vidales en su campo de poeta también se percataba en los 20 del 20 y hoy yo recojo en el “20 20”.

En el mismo prólogo, página 24, otra grata coincidencia con Roca. Hay algo sobre el humor, la risa, que me lleva a desacuerdo con Isaías Peña, quien también escribiera sobre Suenan timbres y su autor en un texto publicado primero en su tercera y vuelto a aparecer en esta quinta edición. Roca, sobre el humor de Suenan timbres, de Vidales, comenta:

“Si Bertolt Brecht dice que “el que ríe no ha recibido la terrible noticia”, jugando a los contrarios se podría decir que lo liberador es reír después de recibirla. Imaginar la primera risa de Adán tras su expulsión, cuando aún merodeaba en los suburbios del paraíso, es creer que el reír no nace sólo de la alegría sino, también, del dolor que exorciza. Así cree entenderlo Vidales”.

Y seguimos coincidiendo. Esta vez nos conjuga, en la página 26, la mención e ideas de Aldo Pellegrini cuando escribe: “hay un signo inmediato que revela a la verdadera poesía: provoca la irritación y el encono de los mediocres”. Y añade Roca: “es su visión del humor que subyace en la tragedia lo que lo hace subversivo”. El humorismo de Vidales en Suenan timbres es, por supuesto, de tipo subversivo. No olvidemos que Luis Vidales era doblemente subversivo: como hombre político por su militancia comunista y como poeta por esa rebeldía retórica y sustancial que buscaba nuevas formas y nuevos fondos.

Así, me queda muy difícil coincidir con Isaías Peña, quien dejó sentado en su texto, el que tengo entre las páginas 275 y 280 de la quinta edición de Suenan timbres, en la página 276, lo que sigue:

“Llegó a Bogotá y la descubrió en el estupor y la mágica alegría de quien va por primera vez al circo. Nada de atardeceres y arreboles; nada de cuitas trasnochadas; nada de jardines versallescos; nada de tristezas y lamentos. Sin afiliarse a ningún ismo, sin lanzar ningún manifiesto, creó su propia escuela para dar cuenta de su alegría”.

Como si la poesía de Luis Vidales fuese un canto ingenuo y unívoco al progreso científico, al avance tecnológico, al crecimiento de las ciudades..., a las transformaciones vertiginosas de inicios del siglo 20. Y no. En la poética de Vidales están los arreboles, el campo, las mujeres, la muerte, las angustias, los temores, los dolores... Todo lo que en poesía es y será siempre; con la diferencia en el tratamiento, en el despojarse de la solemnidad y el oropel retórico de los caducos, destacándose el sentido del humor que, como dije líneas arriba, no es chiste simplón de los actuales “Sábados Felices” sinó carajadas de domingos plácidos y desventurados. Toda esta hipótesis creo yo la corrobora Vidales con su “cuentoema” Los antípodas, donde nos invita a echar cuerda sobre “las situaciones de humorismo que nos arrancan leves sonrisas capaces de hacer amables las existencias, aun aquellas atenazadas por una desgracia”.

Ese humor de Vidales se amanceba con Los cantos de Maldoror, reconocida por Lucho la influencia de Isidore Ducasse en su temperamento poético, más notoriamente en ese otro “cuentoema”, El antipático, en el que lo macabro se combina con lo jocoso sin que lo uno le menoscabe a lo otro su propio espacio.

Si Vidales ve en Bogotá y la descubre “en el estupor y la mágica alegría de quien va por primera vez al circo”, dicho circo pronto le revelaría cierta hostilidad al poeta. Nos cuenta Vidales que se armó de una apariencia en la que el vestir, los ademanes y la actitud eran un conjunto dispuesto para enfrentar a la capital de Colombia. En el mismo sentido afirmó (páginas 197 y 198, segunda edición): “Mi poesía se hizo en pugilato con el público, en el sentido de que en ella debía resonar más el escándalo y el sensacionalismo a medida que éste se airaba más contra mí”.

Así, la primera edición de Suenan timbres fue un éxito de ventas, pero sólo por la curiosidad y el morbo de los compradores que querían ver, ahora sí como si fuesen a un circo, pero no más a ver una presentación de “fenómenos”, qué tan malo era ese libro tan mal referenciado por críticos y poetas de la anacrónica y sosa poesía “centenarista”. De Suenan timbres, de la poesía de Luis Vidales se decía que era “una poesía que no es poesía, que no es gramática, que no es prosa, que no es literatura en ningún sentido, que no es nada sino germanía” (página 201, segunda edición). Todo esto Vidales lo enfrentó con la dignidad de un sentido del humor que daba la vuelta a la arepa de sus detractores y a la vez hacía sus búsquedas en el envés del mundo.

Concluyo esta tesis doctoral en timbres con mi afirmación de que la poesía de este libro es tetradimensional. Sus tres dimensiones lógicas son: espacio, tiempo y movimiento. La cuarta dimensión, la ilógica, es la imaginación (“la loca de la casa”). En esta cuarta dimensión, la de la imaginación, residen el misterio, el humor y la irracionalidad de imágenes y eventos presentados en Suenan timbres. Es en esta dimensión donde se configuran el absurdo chocarrero y la chanza macabra, está también todo lo irónico que hace burla y escruta lo dado por sentado de las tres dimensiones lógicas.

Sí, Suenan timbres es un libro chistoso, y a la vez de pensamientos profundos, como lo son todos los grandes humoristas.



[1] Entrevistado por María Mercedes Carranza, este texto tuvo su primera aparición en la revista Nueva Frontera, No. 118, Bogotá, febrero de 1.977, págs. 24, 25 y 32.
“En síntesis, a excepción de lo normal, todo ha marchado correctamente.” La frase es de Luis Vidales. Está registrada en la página 247 de la quinta edición de Suenan timbres[1], y es muestra de su humor irónico, que es no un tropo literario sinó un talante de individuo, expresión de su carácter, sensibilidad e inteligencia.

Aldo Pellegrini habla sobre el humor en la Poesía como manifestación subversiva de la misma cuando pululan los poetas del aplauso y la dádiva ―es decir, la poesía desposeída de Poesía―, y éstos operan como instrumento de adormilamiento a favor de los dueños del mundo. Cuando tales poetas ahítos de tropos y de lontananzas vacuas se imponen y llenan salones sociales, el desagravio a la Poesía surge de nuevos poetas, inconformes que reciben de manos de las musas la posta que dejaron anteriores poetas que hicieron la renovación en su momento. Porque la Poesía nunca consentirá la artritis en sus articulaciones ni arrugas en su rostro.

Y en los años 20 del siglo 20, cambalache problemático y febril, cuando en Colombia urgía sacar de un patadón la solemnidad y remilgos anquilosados de los poetas de salón que cómodamente instalados hacían las delicias de nuestros conservadores patricios, irrumpe como milagrosamente conectado ―milagrosamente, porque el país literario cachaco andaba tan atrasado mirándose el ombligo en el espejo de la producción literaria de siglos pasados, y sin saberlo, pues cómo carajos iba a saber en esa Bogotá provinciana y recoleta, que su corazón de poeta estaba bombeando la misma savia que corría también por entonces por las venas y arterias de Breton, Kandinski, Tzara, Huidobro, Vallejo, Picasso y otros tantos― con la Vanguardia que sacudía el mundo de las artes, Luis Vidales.

Con sus poemas, que en su momento fueron considerados una desfachatez, Vidales le tuerce el pescuezo a aquella envejecida y aguada forma de poetizar cimentada en Colombia. Precisamente, junto a Vidales aparecen nuevos valores que recibieron más por confluencia generacional que por integrar un ismo artístico diferenciado, definido, el nombre de “Los Nuevos”. Entre éstos se destacó Luis Vidales por el uso del humor, la ironía jocosa, que no era simple chiste simplón como los del “Sábados Felices” de ahora, sinó ataque rudo y medido contra todo lo que de este mundo es impostura y formalidad vanilocuente, a juicio del poeta, que cuando poeta real, es el juicio justo, aunque no case con el juicio del común sentido imperante.

Consideró Vidales que él, como hombre antena que era, captó las señales del cambio de paradigmas estéticos, el “zeitgeist” de un siglo 20 que marchaba a toda prisa con sus avances tecnológicos y las revoluciones que agitaban el cotarro del mundo. Atribuía, entre otros, a las influencias de sin duda poetas revolucionarios como el conde de Lautreamont con Los cantos de Maldoror, a Arthur Rimbaud, a François Villon su talante de poeta. Y éstos fueron anteriores a esas vanguardias posteriores que surgieron pasada la Gran Guerra europea.

Luis Tejada, periodista y revolucionario de la vida capitalina de entonces, fue en cierto modo el dr. Frankenstein que le dio vida al monstruo poético que fue Luis Vidales, pues impulsó y dotó con piezas de su propio carácter y pensamiento el talento ya demostrado del joven calarqueño. Es por ello que a Vidales no le cayó bien que en una crítica ―página 105 de la segunda edición de Suenan timbres―, aunque a manera de elogio, se le calificara de “buen poeta”, ya que los “buenos poetas” son los poetas domesticados de que hablara el mencionado Aldo Pellegrini en su texto La acción subversiva de la Poesía, y esos eran justamente el tipo de poetas a los que les debía caer el meteorito aniquilador, según Tejada, y contra quienes tuvo que combatir Vidales desde antes de la aparición de Suenan timbres, al ir publicando desgranadamente poemas en medios como los suplementos literarios de los diarios El Espectador y El Tiempo.

Y me es grato coincidir con Juan Manuel Roca, quien escribió el prólogo a la quinta edición de Suenan timbres, al leer en la página 23 de ésta:

“Parece que a este nuestro pueblo, al igual que al personaje de Poe, le ha invadido la irremediable cobardía de no abrir los ojos, no tanto por esquivar la visión de horribles cosas como por el fundado temor de no ver nada”.

Estas palabras de Jorge Eliécer Gaitán, asesinado en 1.948, daban cuenta de la tétrica tradición de inmovilidad o del espantoso bucle del espíritu y acontecer nacional que sigue vigente, tal como Luis Vidales en su campo de poeta también se percataba en los 20 del 20 y hoy yo recojo en el “20 20”.

En el mismo prólogo, página 24, otra grata coincidencia con Roca. Hay algo sobre el humor, la risa, que me lleva a desacuerdo con Isaías Peña, quien también escribiera sobre Suenan timbres y su autor en un texto publicado primero en su tercera y vuelto a aparecer en esta quinta edición. Roca, sobre el humor de Suenan timbres, de Vidales, comenta:

“Si Bertolt Brecht dice que “el que ríe no ha recibido la terrible noticia”, jugando a los contrarios se podría decir que lo liberador es reír después de recibirla. Imaginar la primera risa de Adán tras su expulsión, cuando aún merodeaba en los suburbios del paraíso, es creer que el reír no nace sólo de la alegría sino, también, del dolor que exorciza. Así cree entenderlo Vidales”.

Y seguimos coincidiendo. Esta vez nos conjuga, en la página 26, la mención e ideas de Aldo Pellegrini cuando escribe: “hay un signo inmediato que revela a la verdadera poesía: provoca la irritación y el encono de los mediocres”. Y añade Roca: “es su visión del humor que subyace en la tragedia lo que lo hace subversivo”. El humorismo de Vidales en Suenan timbres es, por supuesto, de tipo subversivo. No olvidemos que Luis Vidales era doblemente subversivo: como hombre político por su militancia comunista y como poeta por esa rebeldía retórica y sustancial que buscaba nuevas formas y nuevos fondos.

Así, me queda muy difícil coincidir con Isaías Peña, quien dejó sentado en su texto, el que tengo entre las páginas 275 y 280 de la quinta edición de Suenan timbres, en la página 276, lo que sigue:

“Llegó a Bogotá y la descubrió en el estupor y la mágica alegría de quien va por primera vez al circo. Nada de atardeceres y arreboles; nada de cuitas trasnochadas; nada de jardines versallescos; nada de tristezas y lamentos. Sin afiliarse a ningún ismo, sin lanzar ningún manifiesto, creó su propia escuela para dar cuenta de su alegría”.

Como si la poesía de Luis Vidales fuese un canto ingenuo y unívoco al progreso científico, al avance tecnológico, al crecimiento de las ciudades..., a las transformaciones vertiginosas de inicios del siglo 20. Y no. En la poética de Vidales están los arreboles, el campo, las mujeres, la muerte, las angustias, los temores, los dolores... Todo lo que en poesía es y será siempre; con la diferencia en el tratamiento, en el despojarse de la solemnidad y el oropel retórico de los caducos, destacándose el sentido del humor que, como dije líneas arriba, no es chiste simplón de los actuales “Sábados Felices” sinó carajadas de domingos plácidos y desventurados. Toda esta hipótesis creo yo la corrobora Vidales con su “cuentoema” Los antípodas, donde nos invita a echar cuerda sobre “las situaciones de humorismo que nos arrancan leves sonrisas capaces de hacer amables las existencias, aun aquellas atenazadas por una desgracia”.

Ese humor de Vidales se amanceba con Los cantos de Maldoror, reconocida por Lucho la influencia de Isidore Ducasse en su temperamento poético, más notoriamente en ese otro “cuentoema”, El antipático, en el que lo macabro se combina con lo jocoso sin que lo uno le menoscabe a lo otro su propio espacio.

Si Vidales ve en Bogotá y la descubre “en el estupor y la mágica alegría de quien va por primera vez al circo”, dicho circo pronto le revelaría cierta hostilidad al poeta. Nos cuenta Vidales que se armó de una apariencia en la que el vestir, los ademanes y la actitud eran un conjunto dispuesto para enfrentar a la capital de Colombia. En el mismo sentido afirmó (páginas 197 y 198, segunda edición): “Mi poesía se hizo en pugilato con el público, en el sentido de que en ella debía resonar más el escándalo y el sensacionalismo a medida que éste se airaba más contra mí”.

Así, la primera edición de Suenan timbres fue un éxito de ventas, pero sólo por la curiosidad y el morbo de los compradores que querían ver, ahora sí como si fuesen a un circo, pero no más a ver una presentación de “fenómenos”, qué tan malo era ese libro tan mal referenciado por críticos y poetas de la anacrónica y sosa poesía “centenarista”. De Suenan timbres, de la poesía de Luis Vidales se decía que era “una poesía que no es poesía, que no es gramática, que no es prosa, que no es literatura en ningún sentido, que no es nada sino germanía” (página 201, segunda edición). Todo esto Vidales lo enfrentó con la dignidad de un sentido del humor que daba la vuelta a la arepa de sus detractores y a la vez hacía sus búsquedas en el envés del mundo.

Concluyo esta tesis doctoral en timbres con mi afirmación de que la poesía de este libro es tetradimensional. Sus tres dimensiones lógicas son: espacio, tiempo y movimiento. La cuarta dimensión, la ilógica, es la imaginación (“la loca de la casa”). En esta cuarta dimensión, la de la imaginación, residen el misterio, el humor y la irracionalidad de imágenes y eventos presentados en Suenan timbres. Es en esta dimensión donde se configuran el absurdo chocarrero y la chanza macabra, está también todo lo irónico que hace burla y escruta lo dado por sentado de las tres dimensiones lógicas.

Sí, Suenan timbres es un libro chistoso, y a la vez de pensamientos profundos, como lo son todos los grandes humoristas.




[1] Entrevistado por María Mercedes Carranza, este texto tuvo su primera aparición en la revista Nueva Frontera, No. 118, Bogotá, febrero de 1.977, págs. 24, 25 y 32.

viernes, 3 de enero de 2020

A ambos lados del abismo. Isidore Ducasse y Conde de Lautréamont.



Isidore Ducasse (no el Conde de Lautréamont; Isidore Ducasse), tal como lo hallamos en la edición (obtenida en pdf) de Los cantos de Maldoror y otros textos, editado por Barral Editores S.A. (Barcelona, 1970), traducción al español de Aldo Pellegrini, en su obra titulada Poesías dice, en la página 254 (cuenta en formato pdf; 265 como libro en papel): «No me retractaré de lo que afirmo. Quiero que mi poesía pueda ser leída por una niña de catorce años», y más adelante, página 256 (267) fustiga: «La descripción del dolor es un contrasentido. Hay que hacer ver todo por el lado bello. Si esta historia [refiriéndose a Pablo y Virginia] estuviese relatada en una simple biografía, no la atacaría. Cambia inmediatamente de carácter. El infortunio se vuelve augusto por la voluntad impenetrable de Dios que lo creó. Pero el hombre no debe crear el infortunio en sus libros. Es querer considerar a toda costa solamente un lado de las cosas. ¡Qué chillones maniáticos que sois!
No reneguéis de la inmortalidad del alma, de la sabiduría de Dios, de la grandeza de la vida, del orden que se manifiesta en el universo, de la belleza corporal, del amor a la familia, del matrimonio, de las instituciones sociales. Dejad a un lado los escritorzuelos funestos: Sand, Balzac, Alejandro Dumas, Musset, Du Terrail, Féval, Flaubert, Baudelaire, Leconte y la “Huelga de los herreros”»

Es por estas razones que enfatizo, Poesías fue escrito por Isidore Ducasse, no por el Conde de Lautréamont. Difícil creer que la misma pluma que escribió Los cantos de Maldoror sea la misma que escribió Poesías.  ¿De verdad, Poesías lo escribió el mismo que escribió esa crueldad literaria que golpea cualquier esperanza de una consolación divina que es Los cantos de Maldoror, cuyo personaje malévolo es tan capaz de poner a dudar a un arcángel ―al cual ridículamente Lautréamont lo pone en escena en forma de cangrejo paguro, éste comisionado por el dios bíblico para salvar a un joven de la perversidad de Maldoror―, de la omnipotencia de ese dios cuando expresa: «¿y cómo tener éxito […] en un caso en que mi señor ha visto fracasar más de una vez su fuerza y su valor? Yo soy solamente una sustancia limitada, mientras que el otro nadie sabe de dónde viene ni cuál es su objetivo final. Al oír su nombre, los ejércitos celestiales tiemblan, y más de uno refiere, en las regiones que he dejado, que ni el mismo Satán, Satán la encarnación del mal, es tan temible»? Y restriega Lautréamont contra la omnipotencia de ese dios la violenta suficiencia de Maldoror cuando monologa: «Sin duda llega de lo alto [el cangrejo paguro], enviado por Aquel que teme tanto acudir personalmente». Una curiosidad: quisiera saber si el Conde de Lautréamont puso siempre o no mayúscula inicial cuando usó nombres comunes, pronombres, adjetivos u otra forma para referirse al dios bíblico, porque el cangrejo paguro dice “mi señor” y está así, todo en minúscula, mientras que cuando Maldoror dice “Aquel”, tiene la mayúscula inicial. Podría tratarse de problemas de edición.

Entre las páginas 256 y 257 (267 y 268), el joven Isidore sentencia: « Las verdades inmutables y necesarias, que dan gloria a las naciones y que la duda se esfuerza en vano por conmover, comenzaron con el mundo. Son cosas que no habría que tocar. Los que quieren introducir la anarquía en la literatura, con el pretexto de la novedad, caen en un contrasentido. Como no se atreven a atacar a Dios, atacan la inmortalidad del alma. Pero también la inmortalidad del alma es tan antigua como los estratos del mundo. ¿Qué otra creencia la reemplazará, si debe ser reemplazada? No siempre ha de ser una negación.
Si recordamos la verdad de donde provienen todas las otras, la bondad absoluta de Dios y su ignorancia del mal, los sofismas se desplomarán solos. Se desplomará al mismo tiempo la literatura poética que estuvo apoyada en ellos.»

Increíble. ¡Qué candidez de jovencito! ¡Qué muchachito tan crispado! Quizás un pulso interno, el deseo de ser bueno luchando contra pasiones reprochables a los ojos de la doctrina cristiana, movió a Ducasse a escribir todo esto hallado en Poesías. Pero, ¡mi niño!, la doctrina cristiana es tan hipócrita y su moral tan doble que no por ellas debieras sentir esa tirantez mental que te agobia. ¡Es la sola condición humana, nuestra humana y animalesca dualidad entre racional e irracional, lo que merece tus indagaciones profundas al interior de ti mismo! ¿Eres tú, Isidore Ducasse, el mismo Conde de Lautréamont, quien con su Maldoror sí se atrevió a atacar al problemático dios de los judíos y de los cristianos y de los islámicos? ¿Qué le pasó al jovencito que escribiera (página 111 [119], en la traducción de Los cantos de Maldoror de este libro) «Recibí la vida como una herida, y he prohibido al suicidio que haga desaparecer la cicatriz. Quiero que el Creador contemple hora tras hora, durante su eternidad, ese tajo abierto. Es el castigo que le inflijo.»? Tu muerte, Isidore, aún es tan misteriosa y fantaseada como la del mismo Edgar Poe.

Es que la misma vida de Isidore Ducasse es nebulosa. En las páginas 4 a 7 (7, 8, 9, 11) de este libro que agradezco, hay una «Nota del editor» y una «Advertencia sobre la presente traducción de Los cantos de Maldoror», que sirven de aperitivo para indagar sobre aquel que firmara como Conde de Lautréamont la, en todos los sentidos tortuosa, obra Los cantos de Maldoror. En la «Nota del editor» se encuentra un atisbo biográfico de Ducasse. En la página 5 (8) se roza el «testimonio de un condiscípulo de Pau, Paul Lespés, que ya octogenario, en 1927, contó a un biógrafo de Lautréamont, lo que recordaba, sobre todo de las tribulaciones del poeta adolescente en las clases de retórica. Según Lespes Ducasse odiaba la composición latina, era entusiasta de Sófocles, de Corneille y de Racine y admiraba a Poe y a Gautier». Extraña esta aseveración si tomamos en cuenta que al leer Poesías, hallamos toda una disertación de Ducasse contra, entre muchos otros, Poe y Baudelaire (quien dedica sus flores del mal a ―supongo― este mismo Gautier aquí mencionado) y, en general, contra toda la literatura que explora los rincones oscuros del alma humana, alma por la que tan cristianamente aboga Ducasse en contra de los sofismas de esa literatura que desprecia, al sermonear (páginas 254 y 255 [265 y 266]): «¡No hagáis como esos exploradores sin pudor, espléndidos para sí mismos, de melancolía, que encuentran cosas desconocidas en sus espíritus y en sus cuerpos!
La melancolía y la tristeza constituyen ya el comienzo de la duda; la duda es el comienzo de la desesperación; la desesperación es el comienzo cruel de los diferentes grados de maldad.» Porque la melancolía, la tristeza, la duda y la desesperación incitan a cuestionar la incuestionable fe cristiana y su estructura de valores que Isidorito pretende salvaguardar, me parece, más para sí mismo, en una crisis personal de fe tanto religiosa como literaria. Por eso, más osado (o quizás la palabra sea turbado) que el mismo Maldoror, se atreve a dejar escrita en sus Poesías (página 257 [268]) esta lapidaria (sin duda, lapidaria) frase: «No tenemos derecho a interrogar al Creador sobre nada».

A pesar de que con Poesías Isidore Ducasse hace un esfuerzo por demoler toda la literatura que a su juicio, según esta obra, es indigna, no es por Poesías que Isidore Ducasse sigue vigente como luz viva de estrella muerta; es por esa otra obra, la impía, la de literatura indigna del Isidore Ducasse de Poesías; es por Los cantos de Maldoror, la de su alter ego Conde de Lautréamont, que Isidore Ducasse aún brilla en ese nocturno cielo que es la literatura.

Para los escritores el Infierno, en vida y ya muertos, es nunca brillar en ese Cielo.

Nota final: No he leído aún la totalidad de Poesías; tal vez me lleve, llegado al final de esta obra, una sorpresa que me obligue a tragarme estas letras.

Domingo José Bolívar Peralta
28 de diciembre de 2.019

domingo, 15 de diciembre de 2019

Cazando un corazón solitario



Carson McCullers vivió una vida atravesada. Una vida atravesada por ideas y pasiones en constante tensión. Como sus personajes Benedict Mady Copeland y Jake Blount, de la novela ‘El corazón es un cazador solitario’, Carson se debatió entre el amor y el odio a un mismo receptor, ya sea a Reeves McCullers como a ese sur de los Estados Unidos, protagonista de sus obras.

‘El corazón es un cazador solitario’, nos muestra un pueblo del sur de los Estados Unidos en años previos al estallido de la Segunda Guerra Mundial. Un mundo provinciano en el que la fuerza de las costumbres mantiene a raya cualquier esperanza de una vida mejor. A los oprimidos apenas los mantiene una fe lejana y una embrutecida apatía. La inconformidad que generan los tratos y condiciones de vida indignas entre los oprimidos y pauperizados, blancos y negros, tan sólo es, cuando no reprimida, canalizada en contra de otros oprimidos y pauperizados, figurándose la falta de conciencia de clase frente a los opresores, los explotadores. Tal fue el estallido de violencia en “Sunny Dixie”, miserables obreros blancos contra desdeñados negros, todos víctimas del abuso de las minorías poderosas.

En este contexto interactúan los personajes que son el eje de la referida novela: Biff Brannon, Jake Blount, Benedict Mady Copeland, John Singer y Mick Kelly.

Brannon es blanco, propietario de un restaurante, hombre sensible y amable, aunque se considera a sí mismo “conservador”. Siempre está tratando de comprender a los demás y sus circunstancias, como también a sí mismo y a los hechos de que es testigo y actor.

Jake Blount, blanco (quizás mestizo), obrero autodidacta que va de una ciudad a otra queriendo hacer que los demás, las víctimas del sistema capitalista, “sepan”. En constante amargura porque los demás no quieren o son incapaces de acceder a ese “saber”, el corpus teórico de Karl Marx. Su físico y su carácter huraño y paranoico (siempre está creyendo que se burlan de él) no le ayudan a transmitir el mensaje.

Benedict Mady Copeland, negro, médico. A diferencia de Blount sí es hombre de academia y su conocimiento de la obra de Karl Marx es enriquecido con interpretaciones de las obras de otros autores, como Spinoza, por ejemplo. Al igual que Blount, el dr. Copeland tiene un ideario que desea transmitir, el cual aboga por el fin de la segregación social, económica y cultural de que son objeto los negros, esto como un propósito que tiene que partir de los mismos negros, no esperar a que sean los blancos quienes les reconozcan su igualdad ante la ley y, en especial, como seres humanos. Trabaja mucho atendiendo enfermos, sólo negros, de la ciudad. También, como Blount, vive exasperado al comprobar que los negros no se atreven a actuar a fin de acabar con el problema de la segregación racial que los subyuga, que el mensaje es desatendido.

En estos dos personajes, Blount y Copeland, McCullers nos entrega un vistazo de las interminables e irreconciliables divisiones de la “izquierda”, en una noche en que debaten, más bien delirantes, cómo lograr que la gente, obreros y negros, reciban el mensaje, por fin comprendan las razones profundas de su condición de oprimidos y arrojen lejos de sí el yugo.

John Singer, blanco, mudo, empleado en una joyería. Excepto Brannon, quien intenta comprender el efecto que John Singer produce sin proponérselo en los otros, es de alguna manera idealizado por los demás personajes principales, convirtiéndolo en una especie de comodín que se adecúa a sus ideales y anhelos. Sin embargo, Singer es sólo un hombre muy bien educado que siempre se comporta de manera formal y atenta con los demás. Un hombre cuyo temor a la soledad y su necesidad de hallar alguien con quien comunicarse a plenitud, es decir, que entienda el lenguaje de señas, le lleva a idealizar (gran ironía) a Spiros Antonapoulos, otro mudo, blanco, amigo suyo, con quien compartió durante muchos años habitación y rutinas de vida diaria y quien es retrasado mental (¿o será mejor decir diversamente hábil, ya que Antonapoulos trabajaba y hasta cierto punto funcionaba en sociedad?).

Mick Kelly, quien puede verse como el más definido alter ego de Carson McCullers, es una chica inteligente y sensible, con talento para el arte, en plena ebullición en el tránsito de niña a mujer (espíritu de Julio Iglesias, te reprendo en la sangre de Cristo). Vive en la confusión de su edad y la estrechez que para sí representa la ciudad en donde vive.

En todos estos personajes y en el ambiente en que se desarrollan los acontecimientos que los relacionan, se verifica el absurdo, o dicho de otro modo, la inextricable maraña de las contingencias humanas, en que las vidas se desgastan sin sentido condenadas a la frustración. Toda la novela es concluyente en el fracaso, al que sólo puede atenuarlo la esperanza.

Domingo José Bolívar Peralta
15 de diciembre de 2.019