lunes, 3 de junio de 2019

Monte de Cristo



Después de leer El conde de Montecristo concluyo que
                                                                   La venganza nunca es buena:
                                                                   mata el alma y la envenena.
No, me equivoco, eso es después de ver un capítulo de El Chavo del ocho. En realidad, Dantés sí que recogió una buena cosecha: quienes lo perdieron, perdieron. Y partió en su yate, con su “esclava”, purificada el alma, rumbo a una vida dichosa.

¡El dinero, el dinero! Se puede vivir cautivo del dinero y ser feliz, como Danglar hasta antes de la venganza de Dantés, y se puede vivir como amo del dinero y aún así no ser feliz, como Dantés hasta antes de consumar su venganza. Lo cierto es que cuanto más dinero se tenga, más cosas son posibles de lograr, en especial si se sabe muy bien para qué sirve el dinero: para comprar todo aquello que es susceptible de ser vendido, por algún precio, sea poco o sea mucho. Tenga poco o tenga mucho, deberá usted ceñirse a comprar sólo lo que su dinero alcance a comprar, y si quiere comprar más, debe procurarse los medios para conseguir más dinero. El dinero es también muy útil para llevar a cabo un plan de venganza, o dicho de manera menos antipática, para hacer justicia.

Alexandre Dumas (el padre de Alexandre Dumas) y Auguste Maquet el último, según se cuenta, coautor de la obra, como buenos franceses del Siglo XIX, criados bajo los preceptos de la moral cristiana y el honor masculino, y bajo la influencia del Romanticismo, supieron justificar las acciones de Montecristo, lo que me queda claro después de aquella conversación con Mercedes en que Dantés le dice, refiriéndose a Fernando Mondego o conde de Morcef: “los franceses no se han vengado de un traidor, los españoles no han fusilado a un traidor, y el turco, metido en su tumba, ha dejado sin castigo al traidor. Pero yo, traicionado, asesinado, arrojado también a una tumba, he salido de esa tumba gracias a Dios, y a Dios debo mi venganza. ¡Él me envía para eso, y aquí estoy!” Dantés representa la verdadera e incorruptible justicia: la divina, de infinita superioridad a la defectuosa justicia humana, estatal, que representa de Villefort, la cual no es raro que se halle sometida a las presiones y conveniencias mundanas y particulares. Sin embargo para que no se equivoquen, no soy un devoto cristiano de ninguna clase, y menos cristiánico, no confundamos, ociosos lectores, justicia divina con justicia eclesiástica ni pretendamos a la justicia eclesiástica como muy virtuosa en comparación con la que llamé justicia estatal: los tribunales del “Santo Oficio”, otrora, y los actuales tribunales religiosos han sido y son tan mundanos y corruptos como la justicia militar y la justicia civil. ¿Será necesario hacer un pequeño inventario de injusticias de las justicias civil, militar y religiosa?

La terrible venganza divina de Dantés cobrará víctimas “inocentes”, personas que son arrastradas por el torbellino de los acontecimientos. El plan milimétrico de Montecristo muerde como “bajas colaterales” a Benedetto, capturado por la justicia civil por sus crímenes, ninguno de los cuales tuviera que ver con el martirio de Dantés en la Isla de If, y, peor aún, porque éste sí personaje del todo inocente, el niño Eduard muere asesinado por su madre Eloise. Las acciones del conde de Montecristo rebasan lo planeado, supongo; no creo que Edmond Dantés haya querido perjudicar a Benedetto, un joven nacido con mala estrella y que con la ayuda de Dios y de la inmensa fortuna (me refiero al dinero, por supuesto) de Montecristo, quizás podría recomponer su destino, y menos aún causar, ni de manera indirecta, la muerte de Eduard, quien apenas contaba con 8 años de edad.

Edmond Dantés es un Jonás en las entrañas de esa ballena que es la prisión de If; un Job  que encontró en Faria, en los calabozos de If, un faro de sapiencia y fe en ese dios semita. La esperanza está en la fe en que ese dios compensará todos los males sufridos y de la mano de ese dios se hará justicia.

Montecristo, esa palabra, Monte de Cristo. El Monte de Cristo, aquel donde el Jesús de los evangelistas Marcos, Mateo, Lucas y Juan sufrió el suplicio de la crucifixión y lavó nuestros pecados con su sangre derramada y su de mentiritas muerte humana. Claro, estamos perdonados, peros sólo si aceptamos a Jesús como nuestro salvador (lo cual quiere decir que en lo que a mí toca, como no soy creyente, todo el drama de Jesús ha sido en vano: dios, ofreciéndose a sí mismo como chivo expiatorio para redimirnos, deberá conformarse con sus millones de fieles, pero esos millones de fieles no serán bálsamo suficiente para aliviar la piquiña que le causa que algunos como yo no creamos que tales relatos no sean otra cosa que literatura, como lo es El conde de Montecristo, aunque tengan un contexto histórico real y se entretejan en la trama personajes y hechos históricos ciertos) ese dios Padre-Hijo-Espíritu Santo sadomasoquista se hizo hombre en su componente Hijo para ser torturado y de esta manera demostrarnos su gran amor a la errada humanidad por él creada. Edmond Dantés, ultrajado, torturado y muerto, halla en Montecristo el personaje que lo devolverá al mundo, resucita, pero no para perdonar sino para castigar. No es el Jesús del Nuevo Testamento, es Jehová de los Ejércitos dispuesto a descargar su furia sobre los descaminados.

Pero qué le vamos a hacer, «los designios de Dios son inescrutables», «Dios obra de maneras misteriosas». Este perfecto dios es tan misericordioso como implacablemente macabro (y defectuoso).