viernes, 14 de diciembre de 2018

La ternura de Los niños

Sobre la noveleta 'Los niños', de la autora colombiana Carolina Sanín. Se las dejo ahí.

domingo, 2 de diciembre de 2018

Cedrón, un pueblo a la vera de los patios


Un hombre enloquecido, Gerardo Diomedes Escalante, que teme a la “gran bestia”, la “llaga de Dios”. Un gordo que al parecer antes era un hombre de respeto y al momento de las primeras páginas es alguien a quien su esposa, Leonor, y suegra, doña Clementina, deben cuidar con especial atención, como a un diversamente hábil, y que inspira desprecio a un hombre a quien se conoce como Nono, cuñado de Leonor. Así, de manera un tanto misteriosa, un tanto grotesca y un tanto jocosa, inicia la novela ‘En noviembre llega el arzobispo’, de Héctor Rojas Herazo, ganadora del primer premio en el séptimo concurso nacional de novela auspiciado por la multinacional petrolera Esso, en el año 1.967. Vale resaltar, transcribiendo textualmente la advertencia que aparece en el comunicado por medio del cual se dio a conocer la decisión del jurado, que “La Esso Colombiana S.A., patrocinadora de este concurso, no se hace responsable en ninguna forma del pensamiento ni de las apreciaciones del autor.” Quizás ni el autor mismo quisiera hacerse responsable. Yo tampoco me hago responsable de lo que aquí se escriba; lo he escrito en un estado mental semejante al de Gerardo Diomedes Escalante.

Me llena de curiosidad las palabras que quiso decir Leonor y no dijo, aquellas que el narrador tampoco nos las hace saber, cuando en la página 18 de la edición del 10 de noviembre de 1.967 (la primera) realizada en los talleres de El gráfico Editores Ltda. para ediciones Lerner, anota: “Ella quiso decir o insinuar algo, pero se contuvo.” Allí el autor nos omite una información que el lector deberá suponer, al menos mientras no se nos informe de aquello que calló Leonor. ¿Qué nos impone el autor? Imaginar. Tenemos ya suficiente para imaginar el estado de ánimo y las ideas que se revuelven en el interior de Leonor. Tal vez se trate de alguna revelación, algo que le ha ocultado al deschavetado Gerardo; algo que nos sorprenderá. ¿Qué será?

Cometeré un desastre intelectual, abandonaré el rigor académico (como si lo hubiera) en este texto. Leamos esta cita: “empezó a emitir unos gorgoritos afanados, tenebrosos, como si estuviera riendo con la garganta llena de lodo.” Al leer y luego transcribir esta sucesión de palabras, en mi cara se dibuja una sonrisa retorcida. Hay una banda de black metal cuyo nombre es Gorgoroth. Como todos sabemos, la técnica vocal por excelencia del black metal es el gutural, que es cantar como si se tuviera “la garganta llena de lodo”. Alguna vez, por mamarle gallo (mamarle gallo, muy distinto a mamarle el gallo) a una metalera, me referí a Gorgoroth como “Gorgorito”. Vean, lectores, de misterios que tiene la vida.

¡Hay que ver qué imágenes se inventa Rojas Herazo! Sugestivo, por ejemplo, nos presenta el siguiente cuadro: “La señora Delina, todavía con las cejas alzadas sobre los lentes, la miró con asombro, como si ella y Auristela estuvieran encerradas en dos burbujas de jabón.” ¿No es maravillosa la manera de darnos a entender cómo esta cercanía de las dos mujeres está separada por un factor que las pone a cada una fuera de la esfera de la otra? Como un la soporto, pero no la aguanto. Es la impresión que me da la escena, la imagen de dos mujeres en una misma habitación, que dialogan, sin embargo cada una guardando la distancia, manteniéndose en sus límites conforme a lo que subrepticiamente piensan la una de la otra.

En la página 38 de la mencionada edición, se lee: “Tenemos también que derramarle la bacinilla de meado en la cama”. Son las palabras, textuales, de Alberto Enrique, un niño calilloso, costeño, caribeño, sabanero. “Meado”. Un caribe (caribeño) no dice “meado”. Esta misma falla la encuentro después, en la página 245: “Yerbas de bledo”. Lo siento, no admito que se escriba “bledo” porque sí me importa, al menos un bledo, que en una novela de contenido tan terrígeno, ambientada en la subregión de las sabanas del caribe colombiano, se escriba “bledo” en vez de escribir como se habla: bleo. Esto me hace recordar un viejo chiste de la señorona Isabel López: la muchacha va a la tienda y le pregunta al tendero: —Señor Mono, ¿tiene guinedo? El Mono contestó: —Nodo. En algunos discursos y diálogos de los personajes he notado cierta falta de naturalidad costeña, sabanera, en el habla y el lenguaje de éstos, que en últimas afecta la verosimilitud del texto más acá y también más allá de su contexto regional. Siendo que la novela es racamandacamente costeña, caribe, sabanera, estos detalles no deben de pasar desapercibidos entre los desmenuzadores de libros de la región.

Sin embargo, en las páginas 49 y 50 hallamos formas de decir y palabras muy de la región. La soliloquera Brígida Lambis hará que más de un cojteño declare con palabras encarceladas en su mente o liberadas por su boca, conocer a una mujer semejante, cuyo desparpajo congénito suele romper, a despecho de ella misma incluso, el filtro del recato que debe tener toda fémina de bien. Nos la presenta el autor: “Al llegar a la cocina, se trapeó fuertemente el vestido para refrescar su sexo. “Quisiera que Fabricio Lúa me soplara la crica [el subrayado es mío] con su boca”, susurró un fantasma entre las frondas de su deseo mientras sus escuálidas tetas se erectaban con la tentación. Tocó sus pezones por encima del traje.
Ahora sí que está buena la vaina [el subrayado es mío] —se quejó a los tres platos de la derrengada alacena que tenía enfrente— tras de vieja, puta y arrecha [el subrayado es mío]. Y deseó, con verdadero furor, olvidar a Fabricio Lúa y al bulto que se le formaba entre las piernas al caminar.” Asimismo, en la página 69 (concupiscente cifra) se encuentra una palabra colmada de rusticidad de pueblo trasfundío: “güelerían”. Entonces, en lo concerniente a las palabras, lo que en las primeras páginas no corresponde admisiblemente al modelo, en páginas siguientes se ajusta a éste: el pueblo ficticio de Héctor Rojas Herazo y nuestra real Región Caribe empiezan a coincidir mejor en la novela como lo que esta es: construcción a partir del lenguaje.

Llover sobre mojado: “en el preciso momento en que el reloj, suspendiendo su tic-tac, anunciaba quejosamente, con un atraso de diez minutos y catorce segundos, que eran las tres de la tarde.” Rojas Herazo como García Márquez o García Márquez como Rojas Herazo. Recordemos, esta novela ganó un premio nacional y fue publicada en 1.967, muchos años antes de aquella tarde en que el hijo del telegrafista de Aracataca recibiera en Estocolmo el Premio Nobel de Literatura. También el uso, en la página 64 de la novela de Héctor, de una palabra en gerundio: “cluequeando”, recuerda la que usó Gabriel en sus ‘Cien años de soledad’ que hace referencia al sonido de los huesos de los difuntos padres de Rebeca: cloqueo. Quizás se trate del trabajo de aquel longevo o inmortal (lucubración de Jorge Luis Borges) que teje sueños en las mentes de uno y otro y otro y otro… Sueños que son el mismo con matices diferentes al pasar de una mente a otra.

Cada apartado (¿podría decirse capítulo?) de la novela es un cuento breve; funciona, si se aísla del resto del libro, como un huevo. Pero el autor no ha hecho huevos de gallina sino huevos de iguana.

Tenemos ese apartado largo que puede servir de eje de la novela, aquel donde se nos ofrece a Leocadio Mendieta como un Pedro Páramo, con su mujer, Etelvina, comprada como a una yegua; sus hijos con Etelvina, el menor abogado, el segundo suicida y los otros dos cerriles hombres de campo; la hija que tuvo no con Etelvina sino con una prima de Sincelejo, niña que tuvo que acoger por la muerte de aquella prima y a quien mandó a estudiar a Estados Unidos. La juventud y la vejez de un hombre cuyo poder se insinúa inmenso en un pueblo aún sin nombre, un Comala de vivos muertos tal vez.

Sabido que Héctor además de escritor fue pintor, mas no necesariamente por saberlo, el libro ofrece la sensación de estar en una galería: su estructura, la división en saltos espacio-temporales, pone al lector ante una sucesión de cuadros dedicados a un ambiente específico: un pueblo. Podemos ver desde perspectivas distintas, por ejemplo, la iglesia y algunas casas, la plaza del pueblo. El desfile de personajes bien retratados en cada cuadro, cada cuadro enfatizando detalles de la fisonomía, del temperamento de estos personajes. Como serie que es, todos los cuadros tienen en común la asfixiante dureza del aire, un color áspero en cada paisaje, cosa, persona.

Recorriendo la galería se llega hasta un cuadro en el que Héctor Rojas Herazo llega al incendio literario; su pluma pinta con pasión estética, con frenética belleza, lo que para mí es un suceso horrible: nos muestra una pelea de gallos en ese despeñadero humanista que es la gallera. Tanto lo hace bien el escritor que se reafirma que el arte no tiene por qué caminar siempre cogido de la mano con el lado rosa de los maniqueísmos morales, lo en boga políticamente correcto.

A propósito de lo políticamente correcto y otras alimañas conceptuales de moda en este inicio de nuevo milenio como las ilusas y miopes con actitud positiva todo se logra y con voluntad (o con fe) nada es imposible, la beata vida sana y demás sandeces que bien parecen un pésimo reemplazo o apoyo de los fanatismos religiosos y políticos que tanto daño han hecho y hacen a la humanidad, encuentro un mal ejemplo en el libro digno de destacar, porque hace recordar aquel humeante cuento de Julio Ramón Ribeyro: ‘Sólo para fumadores’. Es el diálogo entre un médico y un anciano. Transcribo:

“—Deje el tabaco, don Arsenio. Le afecta lo mismo el pecho que el estómago.

El anciano incorporó el torso flojamente. Parecía un mendigo con sus ojos llorosos, sin esperanza, sobre las grises barbas sucias de nicotina. Dijo, mostrando con ahínco el trocito de tabaco apagado.
—¿Y qué hago sin él?
—No es necesario —recomendó el otro, readquiriendo gradualmente su verdadera identidad entre la brisa.
—Ah, ¿no es necesario? ¿Y qué hago aquí por las tardes, sólo, cuando me siento en el mecedor? —y, aumentando la orfandad de su gesto con la sombra de un temido, de un siempre esperado suplicio: —y por las noches, dígame, ¿qué haría por las noches cuando no puedo dormir?
[…]
—Sí, es cierto —aceptó el médico— en estos casos la cura puede ser peor que la enfermedad.
—Y la enfermedad, con remedio o sin él, termina siempre venciendo”.

¡Loados sean el vicio y el pesimismo de don Arsenio! El primero le permite sobrellevar la vida y el segundo le facilita aceptar sin remordimientos su vicio y el mal de la vida con estoica dignidad. No obstante, adelantándome a los censores, tengo claro que el viejo Arsenio es un personaje odioso, un malparido, aunque más adelante, en la página 159, una voz anónima en la turba diga que es un santo.

Etelvina, mujer que parió una manada de varones, ¡con qué cariño, amor, acoge a Rosa Angélica, hija extramatrimonial de su marido! Años después ¡con qué cariño, amor, recibe a Rosa Angélica, su hija de crianza! Es la misma mujer, Etelvina, que dos días tuvo sobre su regazo el cuerpo de su hijo muerto, el suicida.

Ahora voy a exponer una curiosidad gramatical: palabras y construcciones en nuestro idioma que pueden desconcertar a cualquier activista y anfibio sexual: “alma”, en la página 132, es utilizada precedida de artículos que le caen como agua caliente y fría a Ranma (del manga y anime ‘Ranma ½’). Dice: “Porque un alma, una sola alma […]” El escritor toludeño en una sola línea, frase, con maestría se vale de tal condición ambigua, andrógina de la palabra alma. Géneros masculino y femenino, sin sexo o provocadoramente sexual, la palabra alma muy cerca de la palabra amor, utilizada por un sacerdote católico con crisis de fe, víctima de chismes que lo acusan de faltar al voto de castidad. El padre Escardó, apasionado y atribulado. Más que su asma, el mal que hace mella en él es el de hallarse en un pueblo con “alma” aviesa y displicente; el sentirse, tal vez, olvidado de ese dios del que pregunta “¿quién eres, qué eres? ¿habrá realmente alguna seriedad en todo esto?” Y así como la palabra alma entraña una anomalía de género, el padre Escardó, además de su complicada relación con ese ente cuyo género y sexo siempre se identifica masculino aunque debiera ser algo neutro de género y sexo (Señor, se le nombra), “también con las palabras tuvo su batalla. Se negaban a acompañarlo más allá de sus corrientes, equívocos y, al final, paupérrimos significados.” En esto se ve al escritor desdoblándose, fugazmente, en su personaje, mostrándonos su esfuerzo por revestir a las palabras de poesía, que es lenguaje sin grilletes.

Pónganse de pie y alaben, bajo la sombra de los nísperos, la alta literatura de Héctor Rojas Herazo, viendo pasar a don Eladio Tuñón con su bacinilla color de espliego. ¡Es que hasta dan ganas de echarse una cagada cargada de tanta satisfacción como la que se ha echado don Eladio! De verdad, ¡qué buena cagada! ¡Qué cagada, Rojas Herazo!

Cuando el niño Severino, haciéndose la paja (una paja colectiva, iniciática, en la que en compañía de sus amiguitos también se comenta sobre la paja en las que no tienen pinga sino crica), dentro de sí, para sí, dice: “Me moriré un día de octubre, me moriré en un momento como éste, en que haya una ventanita roja alumbrada por la luz de la tarde, y estaré muy triste en el cajón porque mi mamá y mi hermanita se han quedado llorando”, clava en el lector un extraño sentimiento de compasión tiznado de aprensión: que al hacerse la paja piense en la muerte no es del todo raro, pero sí lo es que al hacerse la paja lo coja la tristeza porque al instante piensa en el dolor que su muerte causará en su hermana y su madre. En esa paja pueril parece sugerirse, muy levemente, que hay algo más pecaminoso que la reprochable conducta onanista.

“En el lomo, en la parte que debía entrar en contacto con la angarilla, una pústula de bordes callosos, atestiguaba la persistencia en una labor grosera, dura, sin amistad y sin descanso” Rojas Herazo nos muestra en esta ficción ciertas verdades como esta del trato que nuestros nobles campesinos, arrieros y carretilleros, por lo general, tienen para con la innoble bestia. No obstante el estrecho vínculo que pueda haber entre el cuadrúpedo y el bípedo, está claro que falta empatía, al menos más compasión por parte del segundo. La naturaleza de esta relación la resume Mauri cuando, refiriéndose a Canuto (y a su burro), dice: “¡Cuánta estupidez y cuánto sufrimiento!” Me aventuro a decir que la misma frase es aplicable a relaciones como las de Leocadio y Etelvina y Senio y Nife.

Sopa de candias. Comer. Si es tan buueno el mote de queso hay que probar la sopa de candias.

Encoñamiento: subyugación del cuerpo y el espíritu al placer sexual que provoca una persona (¿también animal?) específica, en la que prima lo que se es capaz de hacer con los genitales. Viene de coño, el órgano sexual femenino, y si no estoy mal el concepto surge debido a que ha habido mujeres desde la antigüedad con la cualidad altamente estimable de usar en el acto sexual los músculos de la vagina.

“¡La gente del pueblo!”, toda anomalías, opresores y oprimidos, sádicos y masoquistas, mansos y fieros, atormentados y atolondrados en el lodo, el polvo y el calor de un villorrio carcomido por el desprecio de sí mismo. Rojas Herazo ofrece algo semejante a una pintura de Adán y Eva en un erial maldito ubicado en el centro del Paraíso, lleno el suelo de restos podridos, a medio comer, de las frutas del árbol prohibido, con la serpiente presta siempre a morder sus calcañares. Gente adversa que de tanto ser todo el pueblo logran esa normalidad aviesa que los entreteje en la contienda de la ley del más fuerte, del más apto para sobrevivir en la ignominia. La ternura, el amor, apenas aparecen como signos de debilidad que pronto mutan a pulsión autodestructiva o justificación del odio y la revancha. La anomalía de la anomalía es el amor, la ternura, abrasadas por su propia llama.

No sigo más; esto se ha alargado como el miembro de Fabricio Lúa.

Para resaltar, citas textuales:

““Es la llaga de Dios”, pensó con esplendor, descubriendo, en lo más secreto del patio, unas cuerdas de música por las que subían ángeles con cabezas de hormigas.”

“Se le veía el sexo, pequeño y arrugado como el de un niño, temblándole, al respirar anhelosamente, en la penumbra de la bragueta.”

“tres sortijas, en una de las cuales seguía el proceso de coagulación de un rubí”

“los insultaba suavemente, casi tierno, con palabras que parecía escoger con lúcida ignominia”

“En el pueblo, en este preciso instante, todo es tiempo espeso, espeso existir”.

“el retintín de un artefacto y el odio y el olor vegetal, agudo, fétido y exultador a un mismo tiempo, de lo que se pudre para alimentar a lo que estalla, sumado a la evaporación fecal, entre el calor”.

““Te meto un tiro si me robas”, había dicho sin palabras el rostro del comprador. El otro sabía que era cierto.”

“la resignación y el sufrimiento eran su verdadera naturaleza y cualquier periodo de tranquilidad, por breve que fuese, terminaba por asustarla”.

“La vieja, removiéndose bajo los trapos, aflojó una ventosidad larga y aguda, como si dos hombres, cogiéndolo por las puntas, hubiesen rasgado el lienzo de su propia cama”.

“El fastidio, como otro de los vapores del día, ascendió con olor de ropa quemada por una plancha hasta convertirse en un pensamiento: “odio este pueblo” Y después, con entera lucidez: “si viviera en otro pueblo, también lo odiaría”. Se cansó de sí misma.”

“Es mercurio de plomo”.

“—Pero duró poco tiempo aquí ¿no es cierto?
—El suficiente para no dejar un buen recuerdo”.

“Uno no cuenta, ¿sabe?, son los demás, los otros; cuando es necesario los hombres responden. Cualquiera, cualquier hombre responde.”
“En alguna forma, cualquier cosa que le suceda a un hombre nos sucede a todos”.

“Ya tengo el golero en el hombro”, pensó y se acarició el hombro dulcemente como si acariciara su propia muerte”.

“en el gesto más simple está implícita toda nuestra historia de héroes”.

“el inacabable suplicio, la isocronía y la matemática derrota del mundo”.

“un pueblo polvoriento, olvidado, en el cual todas las calles, incluso todos los deseos, parecían conducir al cementerio”.

“miró circularmente (con cierta pesarosa satisfacción, como un general contando sus cadáveres después de una victoria)”.

viernes, 14 de septiembre de 2018

¡Cómo te atreves! ¡Es Kawabata!


'Lo bello y lo triste', sí

·        Japón occidentalizado pero con tradiciones de su antiguo pasado. Celebran el año nuevo del calendario occidental con el tañido de las campanas de sus venerables templos. Me gustó mucho leer: “el sonido que sólo puede producir una magnífica campana antigua, un sonido que parece atronar los aires con toda la fuerza latente de un mundo lejano.” Ese mundo lejano es el Japón antiguo, muy distinto del Japón de la época en que se desarrollan los hechos referentes a la vida de Oki, Ueno y Keiko.

·        Así como a Oki el sonido de las campanas lo lleva al Japón de épocas anteriores, Ueno tiende su atención al pasado desde la ribera del río Kamo. En ambos personajes contemplamos el efecto a la vez bello y triste del tiempo en el espíritu. Lo bello: lo que fue. Lo triste: no volverá a ser. Esta misma dualidad, belleza y tristeza –dos conceptos distintos, un solo sentimiento verdadero–, es la que mantiene vivo, veinte años después, a pesar de todo, el amor de Ueno hacia Oki. No es la misma clase de amor que hubo antes; es un amor idealizado. Lo que fue ya no será, la carne está separada del recuerdo, un recuerdo “santificado”, piensa Ueno en un examen de sí misma. Así lo vemos en pasajes como este, en donde apreciamos en Ueno la terrible tendencia a dudar sobre la legitimidad de los propios sentimientos y actos como resultado de un reprochable narcisismo: “¿No querría ella, Otoko, crear una imagen pura y adorable de sí misma? Al parecer, la chica de dieciséis que amaba a Oki siempre existiría dentro de ella y nunca envejecería.” Reaparece Oki  y se activa ese inquietante ojo, el mismo que mira en ‘El libro negro’, de Orham Pamuk, ojo con el que desde adentro, pero como si miráramos desde afuera, nos vemos para criticarnos; ojo que no es fiablemente objetivo.

Oki, por su parte, veinte años después desea reencontrar aquello que dejó ir; lo suyo no es como el amor santificado de Ueno. En este aspecto, Ueno, de naturaleza melancólica, ha logrado conciliar lo bello y lo triste de su pasado, mientras que en Oki lo bello y lo triste sigue en disputa: quiere recuperar lo perdido: lo bello: a Ueno. Lo triste es que como antes, tampoco ahora parece dispuesto a dejar su hogar con Fumiko.

·        Ciertamente, la culpa que siente Oki Toshio, que cree haberle arruinado la vida a Ueno Otoko, le causa malestar. La decisión de Oki de ir a Kioto y buscar a Ueno, con un pretexto poco convincente, ha vuelto a hacerla sufrir. Ya no es la melancolía dulce que mantenía en Ueno el amor platónico que, después del distanciamiento y pasados veinte años, sentía por Oki; es dolor intenso de nuevo. La alegre relación entre Ueno y Keiko se agrieta cuando Oki vuelve. Ueno pierde otra vez en el juego del amor. Keiko se encargará de que Oki también pierda mucho más de lo que perdió la anterior vez. Quizás, para Keiko, Oki perdió una amante, la mejor, pero ganó una novela que lo lanzó al estrellato como escritor, la que le hizo además ganar mucho dinero, y conservó su hogar. Keiko seduce a Oki porque quiere saber si hay en él algo de lealtad al amor que le tenía a Ueno, y comprueba que no. Eso la enoja más, porque aparte de saber que Ueno sigue enamorada de Oki y saber que Oki aún quiere a Ueno, sabe también que es un hombre sin la capacidad de sacrificarse por ella, de dejarlo todo, como sí la ha tenido Ueno por él, como la ha tenido Keiko por Ueno: Oki no merece a Ueno, concluye, ni merece ser feliz si Ueno sufre. Debe pagar por el sufrimiento actual que le ha provocado a Ueno y por el anterior sufrimiento, cuando no fue capaz de dejar su hogar y casarse con ella.

·        “[—] La gente dice que el tiempo lo resuelve todo, pero yo tengo mis dudas acerca de eso también. ¿Qué opina usted, señorita Sakami? ¿Cree usted que la muerte es el final de todo?

—No soy tan pesimista.”

Kawabata sabe lo que escribió, y él es un gran autor, sin embargo me atrevo a preferir algunas veces no lo que él escribió sinó lo que yo hubiera escrito; en este caso, la respuesta de Keiko ha debido ser no soy tan optimista, y, por supuesto, el diálogo, en lo posterior, variará, ligeramente o del todo, en función a esta respuesta, lo cual subiría la tensión del mismo; claro, sin variar la posición de Oki respecto a la perdurabilidad del mundo ni a su deseo de absoluta desaparición de toda su obra, que es algo interesante, puesto que por lo general los artistas lo que desean es que sus obras perduren muchísimo tiempo y que su nombre ocupe un lugar destacado en la Historia.

Respecto a esto del tiempo, hay una reflexión muy interesante, tanto por las consideraciones filosóficas como por lo metafórico del lenguaje. Dice: “el tiempo se divide en muchas corrientes. Como en un río, hay una corriente central rápida en algunos sectores y lenta, hasta inmóvil, en otros. El tiempo cósmico es igual para todos, pero el tiempo humano difiere con cada persona. El tiempo corre de la misma manera para todos los seres humanos; pero todo ser humano flota de distinta manera en el tiempo.” No sólo se refiere a la subjetividad u objetividad con que consideramos el paso del tiempo; también a las marcas, visibles y ocultas, que vamos acumulando con el transcurrir del tiempo, es decir, a lo largo de nuestras vidas. Porque no sólo es el cuerpo el que muestra los signos del paso del tiempo: también la mente. El tiempo cósmico, impasible, eterno. El tiempo humano, existencia limitada espoleada por las corrientes de lo contingente; el interior, activo precisamente por reactivo.

·        Hay cierta identidad entre la relación de Ueno y Keiko y la relación de Oki y Ueno. Por eso hay actos semejantes. Es como si Ueno tomando el papel de Oki y Keiko el de Ueno, repitieran aquel amor. Los remordimientos de Ueno es porque se ve haciendo a Keiko el daño que hizo Oki en ella. Pero la intensidad con que aman estas mujeres es poderosa, así que Ueno, como nunca dejó de amar a Oki, tampoco puede desprenderse de Keiko. La diferencia, grande, entre estas dos relaciones es que Keiko no es como fue la púber Ueno de Oki; en Keiko hay una despierta malicia en la cual consta su capacidad de manipular y controlar que no tuvo Ueno.

·        ¿Esta es la nueva novela de Oki Toshio sobre el reencuentro con Ueno Otoko, novela en la que Keiko Sakami sirve de modelo pero no es el personaje principal porque su protagonismo no está por encima del de Ueno y el mismo Oki, la continuación de Una muchacha de dieciséis, veinte años después? Pero hay algo que puede descartar esta hipótesis: es fácil creer que si ésta fuese la novela de Oki se atrevería más en la descripción de las cópulas que, como lo es, la novela de Kawabata. Lo deduzco de, por ejemplo, cuando se dice que Oki expuso en su novela cómo probó en el cuerpo de Ueno todas las refinaciones sexuales que quiso y Ueno siempre se mostró dispuesta, complaciente y ardorosa.

Si ésta fuese la novela de Oki sobre Ueno y él, 20 años después, teniendo un tercer protagonista que es Keiko, joven y aterradoramente hermosa, apasionada y tentadora, a la vez que peligrosa, diría uno que esta novela también debería ser más explícita (ojo, explícita mas no vulgar) en lo concerniente al coito.

Apoya también la idea de que Oki, como novelista, es más atrevido que Kawabata, la siguiente muestra: “Oki se había ubicado en un sillón y había sentado a Otoko sobre sus rodillas mientras mantenía la barbilla en alto para facilitarle la tarea. Ella se inclinó ligeramente sobre él mientras hizo y deshizo el nudo varias veces.” “«Deja… Yo te haré el nudo…». En ese entonces ella tenía quince años y aquéllas habían sido sus primeras palabras después de haber perdido la virginidad en sus brazos.” “Su voz tenía una dulce nota infantil cuando le pidió que la dejara anudarle la corbata.” “El padre había muerto cuando Otoko tenía once años.” La primera parte entrecomillada en el texto va varias líneas después de la segunda, tercera y cuarta, y las últimas tres sí van en el original sucedidas una de la otra, separadas por líneas de texto en medio. Lo pongo así porque es una escena, y considero que es, aún ahora, motivo de polémica por su trasfondo: un hombre de 30 años que sienta en sus piernas a una quinceañera después de haberla desvirgado, la voz infantil de ella, huérfana de padre. Aparte de ésta, Kawabata se contiene demasiado en el resto de escenas con contenido erótico. Supongo que en la novela de Oki la escena es aún más escandalosa. No podemos argüir que por ser japonés Kawabata no va más lejos en los pasajes eróticos, porque de sobra se sabe que el arte japonés, desde épocas remotas, está lleno de motivos eróticos muy explícitos, y si por mi parte se pide más atrevimiento en esta obra a Kawabata es porque la misma da para más. Keiko y Ueno son mujeres muy pasionales, sexualmente desinhibidas (incluso la abstinencia sexual de Ueno hasta que aparece Keiko en su vida, responde a una sexualidad libre: decidida a conservar su cuerpo con las huellas del único amor, rompe su ayuno con este otro amor, distinto al anterior). Oki es un sátiro. Taichiro un inexperto bajo el poder de seducción de Keiko. Hay para calentar las entrepiernas un poco más. Y se puede hacer sin perder delicadeza. De acuerdo, el cine es distinto a la literatura, mas ambos son arte cuando alcanzan cierta altura estética. Nagisa Oshima con su ‘Imperio de los sentidos’, muy japonés, nos mostró cómo ser explícitos sexualmente sin ser vulgares. No dudo que Kawabata pudo haber logrado algo semejante.

·        Si hubiese sido más intenso en lo sexual, habría Kawabata potenciado en esta novela otro de los clásicos dúos de la literatura: sexo y muerte.

·        La muerte está muy presente. Amenaza y hecho cumplido. Hay dos abortos, el de Ueno y el de Fumiko. El intento de suicidio de Ueno. La probable muerte violenta de Taichiro, posiblemente asesinado por Keiko. La madre de Ueno muere dentro de lo normal que es morir por el desgaste del cuerpo en la ancianidad.

ü La muerte “prematura”: los bebés.
ü La muerte “aplazada”: Ueno, Oki, Fumiko e incluso Keiko.
ü La muerte “en su momento”: la madre de Ueno.
ü La muerte “inesperada”: Taichiro.

Suicidio. Kawabata se suicidó, y se suicidó su pupilo Yukio Mishima. Keiko Sakami dijo: “No temo al suicidio. Lo peor que puede ocurrir es que uno se harte de la vida.”

·        Siguiendo la estela de la muerte, pero tocando otro punto, “La madre de Otoko había muerto de cáncer pulmonar, sin revelarle que su marido había tenido una hija con otra mujer y que, por lo tanto, Otoko tenía una media hermana menor que ella. Otoko siempre lo había ignorado.”

Esta parte de la novela pudo tratarse como otro capítulo. Aparte de eso, esta es una de las veredas que aparecen en la novela que no llevan a ninguna parte. A Taichiro, me parece, faltó caracterizarlo más. Es un personaje al que le falta vida, y para colmo parece que muere pronto. Por demás, poco sabemos de la hermana de Taichiro que incluso ahora, que redacto esta joda, no recuerdo su nombre ni me parece necesario ir a buscarlo en el libro. Esa mujercita ni siquiera hace una llamada para chismosear con su madre ni para enterarse sobre el asunto de Keiko y Taichiro. Dostoievski no se hubiera permitido tales omisiones.

·        El relato, cuando estamos con Ueno y Keiko, pintoras, acorde a ellas, está colmado de contemplaciones y efectos sensoriales visuales así como de digresiones sobre el arte pictórico. Cuando estamos con Oki, acorde a él, un novelista, el relato se puebla de consideraciones sobre el arte literario, el lenguaje, técnicas de escritura y de edición.

·        La sutileza de Kawabata se ve reflejada con fidelidad en el pasaje en que Fumiko está en la cocina y Oki en el comedor, iniciando el capítulo ‘Mechones de pelo negro’. Bonita escena doméstica, por lo graciosa que se presenta, aunque detrás —detrás de su afable apariencia— haya una tensa, enojosa disputa que aún no estalla.

·        ¿Coincidencia o destino? Lo siniestro rondando las lecturas del Clan, buscando una grieta en la realidad para irrumpir en las sesiones como ficción tangible, concreta como las obras de las administraciones distritales de nuestra florentina renacentista flamante familia gobernante. Hallamos en ‘Lo bello y lo feo’, justo después de haber leído ‘El hombre duplicado’, lo que sigue, y no deja de ponerme la piel de gallina leerlo: “Quería transmitir la inquietante sensación de que aquella muchacha era dos a la vez, que las dos eran una que, o quizá, no eran ni una ni dos.” Espeluznante. Y todavía no llegamos al mes de octubre, cuando los portales se abren.

sábado, 8 de septiembre de 2018

Sin más dobleces



(Nota del autor: Si a usted no le gusta que le cuenten la película antes de verla, le sugiero que vaya al cine antes de encontrarse con el amigo que le gusta contarlas o evite encontrarse con él como le sea posible. Del mismo modo, si no quiere que le arruine su futura o aún inconclusa lectura de ‘El hombre duplicado’, no siga leyendo este opúsculo.)


El caos es un orden por descifrar
LIBRO DE LOS CONTRARIOS

Quiero volver, sin demorarme mucho en ello, a una idea tratada anteriormente en otros textos publicados en mi blog[1], invocada por el segundo epígrafe de la obra objeto de este inconcienzudo estudio, que dice:

Creo sinceramente haber interceptado muchos pensamientos que los cielos destinaban a otro hombre.
Laurence Sterne.

Jorge Luis Borges hablaba (me cito citándolo a un café) “de un inmortal o longevo que “trabaja con almas de hombres que duermen y abarca continentes y siglos”, y agrega: “la serie de sueños y de trabajos no ha tocado a su fin.”” (¡A la verga las normas APA!, grita el capitán pirata.)

Encuentro, epigrafiado por Saramago, a este Laurence Sterne, quien parece dar a entender que tiene o sospecha tener esa percepción extraordinaria, la cual no se produce de manera onírica sinó más bien que se da en estado de vigilia. O puede interpretarse que aquellos pensamientos que los cielos destinaban a otro hombre, Sterne los captura, intencionadamente o no, en sueños, que bien podrían ser sueños lúcidos, o en un estado de éxtasis, quizás en lo fisiológico semejante al sueño.

No deja de llamar la atención que los artistas especulen o aseveren sobre el origen de la sustancia que nutre sus obras, atribuyéndolo a entidades etéreas capaces de penetrar o susceptibles de ser captadas por las mentes humanas.

Pero esto es, tal vez, desviarnos de la intención de Saramago, porque el epígrafe lo que nos quiere dar a entender es que esos pensamientos interceptados por Laurence Sterne, los cielos los destinaban a otro hombre determinado: su doble.


Unicidad y dualidad
Haz y envés

Apenas iniciando la novela ya hallamos el primer indicio de problema de identidad que desarrollará: “tiene en su documento de identidad un nombre nada corriente, de cierto sabor clásico que el tiempo ha transformado en vetusto, nada menos que Tertuliano Máximo Afonso.”

¿Qué puede decir el documento de identidad sobre nuestra identidad? Estado civil, fecha de nacimiento y edad, lugar de nacimiento, sexo o género, tipo de sangre, nombres y apellidos… ¿Estos datos revelan algo de nuestra identidad profunda? Nombres y apellidos; ¿acaso si cambiamos de nombres y apellidos cambiamos de veras nuestra identidad? A Tertuliano le desagrada llamarse Tertuliano. Bueno, digo yo, peor es que se llame Yubisnais Máximo Afonso o, ¡eche!, que se llame Naik Prins (por Nike Prince) Máximo Afonso, cole. De hecho, Domingo José quizás fue un nombre de moda en el siglo 19 o desde antes. Me basta con saber, y viene a cuento porque estamos tratando el tema del doble, que Rubén Darío le dedicó a un Domingo Bolívar un poema que bien me queda: ‘Melancolía’. Pero el nombre no hace la identidad, porque en mi propio caso, en la actualidad hay más de dos Domingo José Bolívar en mi familia, y no hay riesgos de que me vea repetido en ellos.

¿Qué carajos es, en últimas, la identidad; los datos que sobre nosotros se registran, cosa más bien superficial, o algo trascendental que quizás ni siquiera tenga que ver con estos datos?

Buscando en la identidad, la personalidad, el yo, el ser interior o como quieran, que las palabras también tienen su cuento aquí, de Tertuliano Máximo Afonso, al hombre le sucede lo que nos sucede a todos: se desdobla. Una parte de la psiquis de Tertuliano Máximo Afonso es la que se identifica como “sentido común”, y con ésta el yo Tertuliano Máximo Afonso sostiene conversaciones, las más discusiones. Divididos estamos entre lo que hacemos y lo que queremos hacer, lo que elegimos y lo que creemos debimos elegir. Las disyuntivas en la vida nos dividen en nuestro interior. Pero no sólo en dos, como vemos que a Tertuliano Máximo Afonso lo asaltan otras voces interiores, al menos una, aparte de aquella que se hace llamar “sentido común”.

Agravante de la cuestión de la identidad de Tertuliano Máximo Afonso es que aparece un doble suyo, alguien que en su aspecto físico es absolutamente igual a él, y es un actor, un hombre que debe dejar su identidad a un lado cuando se mete en los zapatos de los personajes que interpreta en el cine, y casos hemos visto de actores que han sido absorbidos por personajes interpretados por ellos, como el de aquel que décadas atrás hizo de Simón Bolívar en una teleserie colombiana y su caso fue versionado en el cine con la película ‘Bolívar soy yo’. Este mismo actor doble de Tertuliano Máximo Afonso, cuyo nombre real (¡ja!) es Antonio Claro, usa el pseudónimo o nombre artístico (no heterónimo, en todo caso, señala con sarcasmo Tertuliano Máximo Afonso) de Daniel Santa-Clara. ¿El nombre, que no hace la identidad, la puede desmentir?

El fenómeno de la pérdida de identidad no es individual. Cito: “todo me cansa y aburre, esta maldita rutina, esta repetición, esta uniformidad”. Los días que se parecen unos a otros, producto de la homogeneización, y hasta pasteurización, de la masa bajo la dictadura de las industrias culturales, ahora dizque economía naranja (recordando de pronto el químico utilizado por el ejército gringo para bombardear Vietnam, ése que provocó que una niña desnuda apareciera en las primeras planas y portadas de diarios y revistas) de la sociedad de consumo y las obligaciones diarias que nos impone la feroz economía capitalista neoliberal, las cuales ordenan los usos y costumbres y estrechan nuestro margen de acción, nuestra espontaneidad (véase la vieja película ‘Tiempos modernos’, de Charles Chaplin), producen efecto idéntico en el colectivo humano: pérdida de la identidad tanto en individuos como en naciones en beneficio de la maquinaria económica. Una canción de la banda alemana Rammsteim, titulada ‘America’: el vocalista reconoce que no canta en su lengua materna; lo hace en inglés, y así, toda la letra de la canción nos habla de esta homogeneización de la cultura: “todos somos América”, es decir todos hemos sido aculturizados por los Estados Unidos de América; pero la cultura estadounidense es, acaso, el doppelgänger de la cultura europea. Poniendo el espejo en la Historia, finalmente, amigos de Rammsteim, todos somos Europa. ¿No es así, Tertuliano Máximo Afonso? Pero si ponemos este espejo más atrás, en la Prehistoria (asómbrense, supremacistas arios), todos somos África, que es la cuna de la especie (según los paleoantropólogos) y por tanto donde se configuraron las primeras manifestaciones culturales humanas. Acabo de seguir el método de estudio de la Historia predicado por Tertuliano Máximo Afonso: partir del presente e ir en descenso hasta la bruma de los tiempos.

El mismo narrador, personaje de la novela, es José Saramago, el autor de la novela, desdoblado. La ficción infiltrando la realidad y la realidad incluida en la ficción. Los sueños también son dos caras del mismo mundo humano; en la novela los casos en que los sueños intervienen en los estados de ánimo de los personajes y al revés, los estados de ánimo que influyen en los sueños, dan cuenta de que las fronteras entre lo real, lo imaginario y lo onírico no están tan indiscutiblemente demarcadas como lo están los muros levantados por los israelíes en la de un dios maldita Tierra Santa o el aún inmaterial muro de Donald Trump, que no obstante, existe.

Siendo José Saramago portugués y abordando en esta novela el tema del sosia para tratar de la identidad, no podíamos obviar a un paisano suyo. Creo verlo insinuado (e hice la insinuación a ello unos párrafos atrás) en este fragmento de un diálogo que Tertuliano Máximo Afonso sostiene con la señora Carolina Afonso, la madre de él: “del apellido Claro se sacó el seudónimo Santa-Clara, No es un seudónimo, es un nombre artístico, Ya, el otro tampoco quiso la vulgaridad plebeya del seudónimo, le puso heterónimo”. En Fernando Pessoa la personalidad del poeta se desdobla en varias y cada personaje es distinto a los demás en su forma de pensar y sentir, plasmada en los versos que les correspondan. La malicia con que Tertuliano Máximo Afonso se refiere a ese otro, Pessoa supongo, no viene al caso examinarla aquí.

Siendo el tema del doble, el sosia, el doppelgänger, el otro una tradición de muy vieja data, con abundantes formas de ser abordado y harto explorado en lo que se conoce como literatura gótica, no nos es difícil hallar referentes como ‘Frankenstein, o el moderno Prometeo’, de Mary Shelley; ‘El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde’, de Robert Louis Stevenson; ‘El hombre doble’, de Marcel Schwob… A continuación me atreveré a transcribir un párrafo tomado de un blog del que soy subscriptor, El espejo gótico, que expone con claridad la tesis del autor sobre lo que representa el tema del doble en la literatura: “El Doppelgänger o Doble destruye además la idea de unicidad del ser, de que somos uno e indivisibles. El Doble encarna la posibilidad de que el Yo no sea un elemento unificado, es decir, que hay otras regiones en nosotros mismos que no son "nosotros", y que en consecuencia nos enfrentan con la fragilidad del ser y la existencia. En otras palabras, que si el sujeto es apenas la superficie de un ser más grande y desconocido, un Yo repleto de regiones a las que no podemos acceder, entonces el Otro es quien existe y nosotros sólo somos para que el Otro exista.”[2] En efecto, en ‘El hombre duplicado hallamos a Tertuliano Máximo Afonso confrontado por esa parte de su ser que llama “sentido común” y con la presencia de al menos otra voz dentro de sí, aparte que su sosia Antonio Claro tiene una personalidad más bien ligera y sibarita, contraria a la suya.

Otro caso de dobles en la literatura, que también ha buscado dar otra perspectiva al asunto, como lo ha hecho Saramago con su novela, podría ser el de la noveleta de Carlos Fuentes, ‘Aura’. Montero vendría a ser el doble de un hombre fallecido hace mucho: el general Llorente; mientras que Aura, un personaje más bien fantasmal, es el doble de Consuelo. No los dobles idénticos o muy semejantes en el aspecto exterior (como no lo es el Sr. Hyde del Dr. Jekill, pero tampoco en el sentido de dobles antagónicos de estos dos personajes), sino dobles para completar aquello que hace falta, dobles al servicio de anhelos; dobles para que se produzca un encuentro y se desate una pasión sólo posible en el ámbito de lo mágico.

Hay otra clase de doble que causa zozobra y cuestionamientos éticos, doble que no sólo pertenece al mundo de la ficción sino que es más que una posibilidad una probabilidad en nuestra realidad actual y futura: el clon.


Desbaratando el carrito eléctrico

Nos interpela, a nosotros, los lectores, el narrador con frecuencia. Como si escapara del ámbito de la ficción para infiltrarse en nuestra realidad, o, al revés, nos apresara para introducirnos en su ficción. Nos empuja su presencia incorpórea cuando dice “la fecha en que estamos”, y de esta manera nos indica el tiempo en que se desarrolla la narración en ese momento, que es tiempo presente, o pasado reciente, que es el presente en su forma más volátil, es decir, sobre los hechos que acaban de suceder.

Relato en tercera persona; pero este “estamos”, primera persona, plural, tal vez venga a cuento para jugar con el asunto de la identidad y la duplicidad del título. O sólo nos indica que el narrador está inmerso también en la narración, hace parte de los hechos contados, un observador-actor. Uno de los apartes de la novela en donde se cruzan los niveles con los que el narrador trabaja y claramente vemos su intervención en el mundo de la ficción (el de Tertuliano Máximo Afonso) y nuestro mundo… real (el de los lectores) está en esta escena: “Fue precisamente lo que le sucedió a Tertuliano Máximo Afonso. Se miraba al espejo como quien se mira al espejo únicamente para evaluar los estragos de una noche mal dormida, en eso pensaba y nada más, cuando, de repente, la desafortunada reflexión del narrador sobre sus trazos físicos y la problemática eventualidad de que en un día futuro, auxiliados por la demostración de talento suficiente, pudieran llegar a ser puestos al servicio del arte teatral o del arte cinematográfico, desencadenó en él una reacción que no será exagerado clasificar como terrible. Si el tipo que hizo de recepcionista estuviese aquí, pensó dramáticamente, si estuviese aquí delante de este espejo, la cara que de sí mismo vería sería ésta.” La “desafortunada reflexión del narrador” penetra en el pensamiento de Tertuliano Máximo Afonso, y nos lo está contando, a nosotros, los lectores, el narrador como si nada, la cosa más natural que el narrador de una novela influya en los pensamientos y actos de un personaje de la novela, poniéndonos a la vez a nosotros, los lectores, a reflexionar sobre esa realidad que puede ser invadida por la ficción. Volvemos la vista a los señores Jorge Luis Borges, Howard Phillips Lovecraft y Roberto Arlt y los tres se encogen de hombros.

Metaliteratura, palabra técnica para referirnos a la literatura que se comenta a sí misma, o dicho de otra forma, que se mira ante el espejo, nos dice lo que ve y nos insinúa o manifiesta aquello en lo que deberíamos prestar atención. El narrador de esta novela es un total metaliterato, quien con desparpajo y descaro extiende sobre líneas su dedo índice para demostrarnos que «es mi relato». Hace digresiones y circunvoluciones que subvierten el orden de la narración, el cual, de todas maneras, en líneas generales, es lineal. No teme el narrador ser partícipe de la narración, sin ser un personaje dentro de los hechos que narra, como cuando cuenta:  “Ya en el autobús que lo dejará cerca del edificio donde vive hace media docena de años, o sea, desde que se divorció, Máximo Afonso, empleamos aquí la versión abreviada del nombre porque ante nuestros ojos lo autoriza aquel que es su único señor y dueño, pero sobre todo porque la palabra Tertuliano, estando tan próxima, apenas tres líneas atrás, acabaría perjudicando gravemente la fluidez de la narrativa, Máximo Afonso, decíamos […]” No obstante, habiendo llegado al punto final de la novela, la razón aquí expuesta respecto a no usar completo el Tertuliano Máximo Afonso es un chiste (aparte del hecho sucedido en la tienda de videos), porque el narrador casi siempre usará el nombre completo en toda la narración para referirse a este hombre, identificarlo, y asimismo usará completo el Daniel Santa-Clara y más propiamente el Antonio Claro para identificar al otro hombre duplicado, y la consideración sobre la fluidez de la narración queda sin piso. Es un narrador que juega con el lector y hasta lo reta. Asegura el narrador que Tertuliano Máximo Afonso “ante nuestros ojos lo autoriza” a usar sólo los apellidos, Máximo Afonso. Solemne mentira. Una de las tantas chanzas del narrador. Lo ocurrido en la tienda de videos no pasa de un simple desaguisado más en la vida de Tertuliano Máximo Afonso por cargar ese nombre anticuado, Tertuliano, y él no ha autorizado nada; es el narrador quien se autoriza, porque es el dueño del relato, el dios que sobrevuela ese mundo en el que se mueve Tertuliano Máximo Afonso.

“Nos faltó decir”. En efecto, el narrador oscila en su relato haciéndolo a la manera clásica: tercera persona, omnisciente; y la manera ésta en que osa hacer énfasis, para que no lo olvide el lector, de que él está relatando, y se autorreferencia en primera persona del plural. Otra muestra de las reafirmaciones metaliterarias del narrador es cuando leemos: “también esta información estaba faltando”. El narrador no se conforma con sólo contar la historia que nos quiere contar de Tertuliano; se dirige al lector, le habla a ese otro que es el receptor de su relato, llamándonos la atención sobre ciertos detalles, haciendo rodeos y elipsis para después retomar algún punto de la narración y enfatizar algo.

“El diálogo podría haber sucedido más o menos de esta manera si el filme mereciese los elogios, pero las cosas, en realidad, ocurrieron mucho menos ditirámbicamente”. El narrador llena espacios de la narración haciendo suposiciones o señalando derroteros distintos por donde pudo transcurrir la acción, y descartados éstos nos conduce por los hechos que él mismo dice son los que efectivamente sucedieron; el narrador ya sabe todo, de antemano, y si se pone a divagar, a esbozar diferentes caminos por los que ha podido seguir la narración, los personajes, el flujo de pensamiento, etcétera, es sólo para enfatizar las decisiones, las ideas, los caminos tomados. Una forma más de hacerse notar como el que lleva la batuta. Sin duda, este narrador omnisciente es el dios de su relato. Conocedor del pasado y el futuro, de las posibilidades y probabilidades dentro del mismo, irónico hasta la médula de su literaria existencia, salta hasta nosotros con la suficiencia de saberse amo absoluto del mundo que leemos, y también de presumirse amo de nuestra atención mientras leemos, o sea, extiende su poder fuera del mundo de la ficción. Sin embargo, esto que acabo de consignar no debe entenderse como que digo que el narrador es un personaje fastidioso, detestable y que en vez de favorecer perjudica a la novela por sus frondosas digresiones y exhortaciones; no, es más bien fascinante, un brujo dicharachero mas no banal, que enriquece el texto con apuntes que alimentan nuestro intelecto, nos pone a trabajar con la materia propia del relato y la que no pertenece al relato, o colateral a éste, que son sus digresiones y exhortaciones.

Entre los recursos o trucos tenemos el de la duplicación en la narración, cuyo objetivo es tocar ideas recurrentes en las digresiones del narrador: los dúos de posibilidad - probabilidad y casualidad o azar - causalidad o destino. “No es ninguna obra maestra del cine [Quien no se amaña no se apaña], pero te entretendrá durante hora y media”. El narrador ya nos había contado sobre la aparición de esta película en la vida de Tertuliano Máximo Afonso, mostrándonos primero a nuestro unívoco protagonista yendo a una (obsoleta en nuestros días) tienda de videos para alquilarla, siguiéndole un posible diálogo que no sucedió entre nuestro profesor de Historia y el profesor de Matemáticas en el que éste último le recomendaría tal película, porque luego nos presenta un diálogo que sí sucedió en el que tenemos a Tertuliano Máximo Afonso y el matemático mentando la película funesta.

En lo que concierne al uso de los signos de puntuación, la marcación de diálogos y la manera de focalizar las voces de los personajes y la del narrador, Saramago es un escritor que crea su propia ortodoxia; es decir, la técnica que emplea es poco acorde con lo que se enseña en talleres de escritura y seguro no es un autor que recomienden a sus alumnos los profesores colegas de Tertuliano Máximo Afonso que enseñan literatura; a menos que quieran enseñar que en literatura las ortodoxias gramatical y estilística pueden ser un asunto de técnica particular. En esto es muy importante definir las voces, cómo se expresan los personajes (entre los cuales se cuenta el narrador); así podemos enterarnos de quién tiene la palabra en un momento dado. Por ejemplo, Tertuliano Máximo Afonso es un tipo cuya parla es bastante culta, acartonada, y por lo mismo los críticos (la ortodoxia) dirán que poco natural, por lo tanto no es verosímil. Sin embargo, dentro de este universo que es ‘El hombre duplicado’, la personalidad de Tertuliano Máximo Afonso ha sido construida para que se exprese como lo hace, y el narrador, muchas veces, anticipándose, encara a la crítica, trabajo también metaliterario, explicando o criticando la personalidad y actuaciones de éste y otros personajes.  También debe observarse, para saber cuándo acaban las palabras de uno y empiezan las de otro, en especial entre narrador y personajes, las formas en que aparecen conjugados los verbos, porque indican situaciones temporáneas distintas entre éstos.

He dicho que el narrador muchas veces explica o critica la personalidad y las actuaciones de Tertuliano Máximo Afonso. De él encontramos esta censura al profesor: “Como profesor, y de Historia para colmo, este Tertuliano Máximo Afonso, vista la escena que acabamos de presenciar en la cocina, que confía su futuro inmediato, y por ventura el que vendrá después, a tres migajas de pan y a un juego infantil y sin sentido, es un mal ejemplo para los adolescentes que el destino, el mismo u otro, pone en sus manos”. Ajá, uno de los dogmas enseñados en talleres literarios y por autoridades en la materia es que el narrador jamás debe juzgar a sus personajes, no interferir con sus juicios en la narración. El narrador debe ser imparcial y lo más objetivo posible, que sean los hechos y los personajes los que digan, y los lectores quienes juzguen. Saramago manda al carajo el dogma.

Sagaz, el narrador se anticipa a la crítica al razonar sobre las características y circunstancias de los personajes; mas también, y no raramente, aunque sí muy raro es, lo hace al razonar sobre sí mismo en lo concerniente a las vías elegidas para conducir su relato, y lo más audaz aún, se atreve a criticar entre líneas o explícito, siempre irónico, las razones que expondrían los críticos al censurar tal o cual cosa de la novela, en especial al narrador mismo.

Abónase a Saramago que nos ha sabido mantener a la expectativa. El esperado encuentro entre los dobles es aplazado por una buena cantidad de páginas y una vez efectuada la cita, la sucesión de eventos a partir de ahí van aumentando la zozobra por lo que va a ocurrir después, y luego… El final.

La novela, por el tema del doble, pasa a formar parte de una tradición literaria, como ya se ha consignado, muy antigua que ganó mucha notoriedad y estableció un tono macabro con la literatura gótica. En esta obra Saramago elude el tono siniestro, y para ello la ironía del narrador cumple tal objetivo, pero no lo abandona del todo; encontramos aparte de la inquietante idea del doble, sensaciones de dèja vu y de presencias, presentimientos o conocimientos subconscientes... Saramago saca un catálogo de “paranormalidades”, sin ser el relato abiertamente tenebroso sino más bien un caso de perturbación de la cotidianidad de un hombre, perturbación semejante a la que hallamos en la obra ‘La paloma’, del escritor francés Patrick Süskind. Pero nos reserva un golpe, contundente. De cualquier modo, es un relato que cumple con lo siguiente: “Tal como lo señala M.R. James, el objeto del relato de terror no es asustar, sino inquietar”[3].


Disquisiciones colaterales del narrador (autor) o del lector que sustancian la obra

Uno de los varios puntos sobre los que insiste el narrador es el del “caso improbable, aunque posible”. Diferencia entre lo probable y lo posible, que usualmente se tienen como sinónimos llanos. Es en el fondo, y así lo vemos en la novela con otros ejemplos propios del narrador y diálogos entre personajes, la crítica lingüística, las palabras que dejan de ser exactas, que no alcanzan para definir la realidad cambiante, que aún no se inventan para estados de la realidad que se señalan con palabras que pertenecen a otros estados de la realidad, y llevan a confusión, a malentendidos (preocupación que hallamos en otros autores, como Paul Auster: el paraguas roto, que ya no es paraguas porque no protege de la lluvia, pero se sigue llamando paraguas). Esta imperfección en el lenguaje es a la vez lo que posibilita la literatura como arte porque la literatura, entre otras cosas, se dedica a hallar esas grietas en las palabras y las explota, paradójicamente, para enriquecer la comunicación. El narrador de la novela (Saramago, por demás) expone y argumenta una hipótesis que denomina de los “subtonos”, porque las mismas palabras significan una u otra cosa según la entonación y el contexto de las mismas en la expresión verbal y escrita. Por eso hablamos de leer entre líneas, de los significados dobles (razón por la que se trata este asunto), de las metáforas, alegorías, sinestesias… La maravillosa ambigüedad de que hace gala el arte de la literatura.

Otro punto. Vemos a Tertuliano Máximo Afonso “salir a cenar a un restaurante cercano, donde ya es conocido por la poca consideración que demuestra por la carta, no por actitudes soberbias de cliente insatisfecho, sino por indiferencia, abstracción, por pereza de tener que escoger un plato entre los que le proponen en la corta lista de sobra conocida”. Este Tertuliano Máximo Afonso que demuestra en su actitud cierto grado de vacío existencial por la conciencia de la nada aniquiladora, no llega aún hasta el punto de la nada tiene importancia que enmarca el desinterés y el dejarse llevar por la corriente de Mersault y menos a los excesos violentos y dramáticos de Calígula (personajes de Albert Camus). No obstante, hallar un “duplicado” pone en marcha dentro de sí un mecanismo instintivo o, si lo prefieren, subconsciente que lo asusta, porque se trata de la defensa de lo único que es él en su efímero existir antes de caer en la nada que lo aniquilará por completo: su identidad, cualquiera que esta sea.

Actitud del profesor Tertuliano Máximo Afonso que recuerda a Mersault, y levanta en el relator el ánimo de exponer ideas que podemos asociar con el existencialismo, así que no es peregrina la memoria del protagonista de ‘El extranjero’ o ‘El extraño’, como sea su traducción más certera (duplicidad hasta en la traducción acabo de hallar). Saramago es un escritor de raigambre existencial; sus libros tratan de la posición ética y moral del hombre respecto a su identidad y su discurrir como ser vivo con conciencia de sí mismo y de su entorno, de lo que ha sido, es y será o podría ser, las relaciones no sólo con los de su misma especie sino con el universo que habita, y su noción de deber, es decir, su responsabilidad en todo cuanto haga o deje de hacer.

Otro punto. En este discurrir humano, ser efímero, como todo, aunque no lo sabemos con certeza, ensarta la Historia, cúmulo de datos que no son capaces de reconstruir en su totalidad el devenir de nuestra especie. Peor aún, la Historia no pasa de ser la versión de los historiadores. Se repite en una y otra voz que “quien no conoce la Historia está condenado a repetirla”. Se repite la frase porque nos repetimos como loros lo que no sabemos (y Sócrates desde la nada nos grita: «¡Ni ustedes, gente del siglo 21, saben nada!»). La Historia no la sabemos completa, por eso hay novela histórica e historia novelada, para rellenar con supuestos algunos huecos. Somos la Historia de atrás para adelante; pero adelante, ¿qué hay adelante? Quizás una historia condenada a repetirse, el horror del eterno retorno, el martillo de Nietzsche, si así seguimos. La propuesta de Tertuliano Máximo Afonso de enseñar la Historia de ahora hacia atrás no es insensata, si se examina bien. Las razones con las que el personaje convence al director del colegio son suficientes para hacernos tomar en serio dicha idea, o la Historia nos seguirá sonriendo con sorna como hacían los colegas de Tertuliano Máximo Afonso cada vez que expresaba la idea, sin explicarla, en reunión de profesores. En esta historia particular, Tertuliano Máximo Afonso partió del presente hacia el pasado para constatar la identidad de un hombre: su doble: Daniel Santa-Clara, más al fondo, Antonio Claro. Para verificar la exacta duplicidad del rostro suyo en el actor de cine, buscó una fotografía suya de hace cinco años. El narrador por su parte reprochó que Tertuliano Máximo Afonso no viera las películas en que probablemente apareciera Daniel Santa-Clara (Antonio Claro) de la más reciente a la más antigua.

Aparece otro punto: la fuerza de la costumbre. A punta de repeticiones, nuestras y heredadas, se pierde la razón de los actos, el yo da paso a un autómata que no somos, una máquina biológica que no reflexiona sobre sus propias acciones. Y por costumbre hacemos cosas que ya no debiéramos hacer, mantenemos tradiciones que no se deben mantener, reiteramos errores sin darnos cuenta. También, por costumbre nos repetimos a nosotros mismos. Las rutinas, de las que se quejaba Tertuliano Máximo Afonso, tienen que ver mucho con uno mismo. La vida de Tertuliano Máximo Afonso es, como la escritura completa de su nombre y apellidos, la repetición de la repetidera. ¡Claro que ha de estar deprimido, fatigado de hastío! ¡Está harto de sí mismo, de repetirse tanto!

Otro punto. Esta sea tal vez una idea o una conclusión propia de Saramago fuera del contexto de la novela, al analizar el contenido ideológico, propagandístico de muchas películas, especialmente gringas como ‘Día de la independencia’, ‘Hombres de negro’, ‘La caída del halcón negro’, ‘Rescatando al soldado el Brayan’...: “así como la Historia que escribimos, estudiamos o enseñamos va haciendo penetrar en cada línea, en cada palabra y hasta en cada fecha lo que he llamado señales ideológicas, inherentes no sólo a la interpretación de los hechos sino también al lenguaje con que los expresamos, sin olvidar los diversos tipos y grados de intencionalidad en el uso que del mismo lenguaje hacemos, así también el cine, modo de contar historias que, por obra de su particular eficacia, actúa sobre los propios contenidos de la Historia, contaminándolos y deformándolos de alguna manera, así también el cine, insisto, participa, con mucha mayor rapidez y no menor intencionalidad, en la propagación generalizada de toda una red de esas señales ideológicas, por lo general orientadas interesadamente”. No hay mucho qué aclarar, y si el texto entrecomillado les ha parecido recargado, el mismo Tertuliano Máximo Afonso se disculpa; ya se dijo que su forma de hablar es acartonada.

Otro punto. Extraigo de la novela estas pocas líneas para tratar brevemente otro asunto: “Quiere esto decir que Daniel Santa-Clara quizá pudiera llegar a ser un gran artista si lo eligiera la fortuna para ser mirado con ojos de ver y un productor sagaz y amante de riesgos, de esos que si, a veces, les da por deshacer estrellas de primera grandeza, también a veces, magníficamente, les da por sacarles brillo.” Había dicho que entre los conceptos que con reiteración el narrador ausculta valiéndose de los hechos que relata y de las personalidades de los personajes que trata, están “los dúos de posibilidad - probabilidad y casualidad o azar - causalidad o destino”. Los había mencionado como parte de los trucos del narrador aplicados a su técnica narrativa, pues les sirven de motivo para ir y volver en el relato. Mas son una preocupación en sí mismos, y concatenados a las especulaciones sobre la Historia y el desarrollo de la identidad, la personalidad, nos ponemos frente a una ecuación con dos incógnitas, o peor aún, ante ‘El sendero de caminos que se bifurcan’, apelando a la lúcida visión de Borges. Nuestro ser, identidad, yo, expuesto siempre a los designios de una fuerza externa, superior. Se dice que la personalidad se construye en los primeros años de vida, creo que de los 3 a los 6 años ya se define gran parte de nuestro temperamento (no tengo ahora mismo libros, periódicos, revistas ni internet para hacer las respectivas consultas, me perdonan). Es decir, nuestro yo se delinea en sus perfiles más rotundos en una edad en la que somos todavía incapaces de sostenernos en la vida por cuenta propia, cuando dependemos muchísimo de otros. En esos años que no gobernamos prácticamente nada, serán las personas y los acontecimientos a nuestro alrededor los que moldeen nuestra personalidad: estamos expuestos a la posibilidad - probabilidad, casualidad o azar - causalidad o destino desde antes de nacer, y nacidos, nuestro ser sigue braceando en las ondulaciones de estas aguas indómitas. Quiero decir, ni siquiera esto que llamamos yo es algo que se construye a partir de uno mismo. ¡Horrible! ¿No es entonces ‘El hombre duplicado’ una novela de terror u horror si nos inspira estas meditaciones?


El terror

Me perdonarán o no, me importa poco. Creo que cuando enfilé mi discurso contra “Los días que se parecen unos a otros, producto de la homogeneización, y hasta pasteurización, de la masa bajo la dictadura de las industrias culturales, ahora dizque economía naranja […] de la sociedad de consumo y las obligaciones diarias que nos impone la feroz economía capitalista neoliberal, las cuales ordenan los usos y costumbres y estrechan nuestro margen de acción” y saqué a relucir la aculturización por parte de los gringos, más de uno lanzó sobre el texto un escupitajo y maldijo al castrochavista que escribió esto. Estamos en tiempos en los que es interiormente reparador (e inútil en todo lo demás) sacarse esta espina: “Daniel Santa-Clara, en rigor no existe, es una sombra, un títere, un bulto variable que se agita y habla dentro de una cinta de vídeo y que regresa al silencio y a la inmovilidad cuando se acaba el papel que le enseñaron”; es decir, Daniel Santa-Clara es Iván Duque, el actual presidente de Colombia. De veras que ‘El hombre duplicado’ es una novela de terror.

Domingo José Bolívar Peralta

miércoles, 28 de febrero de 2018

Fuera de La carretera




Leer La carretera, de Cormac McCarthy, en diciembre: el espíritu festivo, la esperanza de un porvenir maravilloso se cubren de cenizas. Pero al final…
El inicio de esta novela, al primer intento, no me atrajo. Presentado a manera de adivinanza, pedante: «Si tu coeficiente intelectual no es alto, no cogerás la pista». Toda la novela me incomodará por frases de esta índole: “Su mano subía y bajaba al compás de la preciada respiración”. También me fastidió mucho encontrar pasajes típicos de película taquillera gringa:
“Querías saber qué pinta tenían los malos. Pues ya lo sabes. Podría ocurrir otra vez. Mi deber es cuidar de ti. Dios me asignó esa tarea. Mataré a cualquiera que te ponga la mano encima. ¿Lo entiendes?”
Un poco más adelante, como para reblandecer al lector y más aún al espectador de la película que nadie me quita la idea de que este libro se hizo pensando en llevar la historia al cine sigue:
“¿Todavía somos los buenos?, dijo.
Sí. Todavía somos los buenos.
Y lo seremos siempre.
Sí. Siempre.
Vale.”
Escenas de este tipo son las que para mí, insisto, están hechas a la medida del gusto cinematográfico de los gringos, su cine más comercial, el de los “héroes” que representan la más idealizada imagen que ellos tienen de sí mismos: el bueno y bizarro estadounidense que es capaz de sobreponerse a todas las adversidades, encontrarle solución a todo. Escenas patéticas, con grandes dosis de ternura y esperanza, mas sin dejar de lado la practicidad, el positivismo que ha de estar bastante maltrecho dadas las circunstancias que es estereotipo de ese país.
Con esto los gringos todos somos América, dice Rammstein se sentirán muy satisfechos. Menos mal también encuentro para resarcirme lo siguiente:
“[¿…] si siempre estás alerta ¿quiere decir que todo el rato estás asustado?
Bueno. De entrada supongo que tienes que estar un poco asustado para que estés alerta. Ojo avizor. Vigilando siempre”.
Me da la oportunidad Cormac para tirarle duro a los gringos, ya que considero esto una pista de lo que ha llevado al Estados Unidos no sabemos si todo el mundo de La carretera a ser un gran país chamuscado. Me explico: esa política de seguridad internacional de los gringos en la que siempre están “ojo avizor” ante cualquier cosa que les parezca rara y amenazante, nos los muestra, bajo esta lógica, como si siempre estuvieran asustados del resto del mundo. Y, precisamente, asustada está la sociedad gringa por esa misma política internacional: el enemigo externo puede ser el vecino. Ese mismo miedo perenne los ha llevado a desconfiar, a temer de sí mismos: la paranoia, el ataque preventivo, las masacres estudiantiles, la locura, mata antes de que te maten. Asustados y armados, los gringos son muy peligrosos.
Además, me fastidió mucho las referencias comerciales: en esta obra el señor McCarthy parece tener fijo en mente la idea de su versión cinematográfica insisto y la expresión “la última Coca Cola en el desierto” está implícita varias veces, lo que por descontado aseguraría un gran inversor aquí entre nos, de buena fuente me he enterado de que sí hubo versión cinematográfica; Vigo Mortensen actuó en ella.
Otro escollo fue la técnica de los punto y seguido; no me convence. Siento frases cortadas de manera abrupta y seguidilla de frases, enunciados que pueden ir, en vez de separadas con punto, relacionados con coma, o punto y coma. Quizás al traductor en la versión que leí, Luis Murillo Fort, aunque me han dicho que no, que es cosa de Cormac se le pueda imputar el exagerar dicha técnica.
Con todo, llegué al final. Superando estos escollos, continúo en La carretera porque pongo mi interés en descubrir qué fue lo que llevó a los personajes al estado en que los encuentro, qué sucedió con el mundo. El ambiente en que se desarrolla el relato me parece lo mejor trabajado por el autor. Un mundo “cinéreo”, sobrecogedor, del cual se espera, quizás, el resurgir de la humanidad, renovada, mejor, como el Ave Fénix.
Los defectos son subsanados por las virtudes que hallo en el trayecto. Ya dejados muy atrás en el camino aquellos primeros párrafos casi tan áridos como el mundo que se transita, encuentro delicias verbales que sí insinúan cierta presencia de William Faulkner[1], reminiscencias a Luz de agosto, no obstante que Cormac McCarthy siga usando muchos punto y seguido; ya no es tan cortante, tan parco, tan seco. Incluso el uso de términos que lo obligan a uno a buscar en el diccionario lo ubican más cercano a Faulkner que a otro autor que me parece tiene cierta influencia en su escritura: Ernest Hemingway. Podría pensarse que McCarthy quiso encontrar un punto medio entre estos dos grandes autores; pero al final se ve que la balanza se inclina por fortuna un poco más hacia el del condado de Yognapatawpha. Me parece, no le va bien cuando se acerca más a Hemingway. Leamos esto, juzguen ustedes:
“Mucho tiempo atrás en algún lugar cerca de aquí había visto un halcón abatirse por la larga pared azul de la montaña y romper con la quilla de su esternón la grulla que iba en el centro exacto de un bando y llevársela al río toda hecha un guiñapo y arrastrando su plumaje suelto y descuidado por el quieto aire otoñal.”
Olvida los punto y seguido, incluso no hay comas; el efecto es magnífico.
Es difícil en ocasiones diferenciar al narrador, si es omnisciente o es “el hombre” quien está consignado la historia por escrito en alguna libreta o algo así esto es pura especulación mía‒ o simplemente está hablando para sí mismo, divagando. Uno de esos apartes en que el narrador se torna oscuro es cuando alguien dice: “No todas las palabras moribundas son verdad y esta bendición no es menos real porque la hayan despojado de su suelo”. La voz la tenía el narrador, pero parece que estas palabras las dijera “el hombre”. La novela nos presentará otros momentos similares. Ocurre que McCarthy, sin nada que lo indique, pasa de la voz del narrador a la voz de “el hombre”. Toca estar atentos para inferir, en estas transiciones, quien está hablando.
Eso que hace las veces de narrador omnisciente, al parecer evadía todo juicio de las personas y de las circunstancias. Cierto es que no son muchas las personas que aparecen en escena, quiero decir, en la narración objetiva del trasegar de los dos protagonistas en la realidad del mundo que nos relata, ni en las evocaciones de estos personajes, en especial “el hombre”. Cualquier concepto que el narrador haya emitido sobre las personas es velado, no directo; buenos o malos, estos juicios no son emitidos abiertamente como tal respecto a las personas, al mundo, a las cosas; sin embargo, en una escena en la que “el hombre” se enfrenta a otro sobreviviente, el narrador usa la palabra “forajido” para referirse a aquella persona extraña. Expresada por el narrador omnisciente,  la palabra “forajido” aparece de manera sorpresiva. Pocas veces más el narrador omnisciente dirá algo, aunque sea una sola palabra, como “forajido” que juzgue, califique o descalifique.
Las reflexiones van por cuenta de “el hombre”, por lo general; “el chico” es quien cuestiona, inquiere sobre lo que está sucediendo, sin dejar de sentir curiosidad por cómo era antes el mundo.
Respecto al futuro, sólo algo: llevar el fuego. Recordemos que Prometeo nos entregó el fuego a los humanos y por ello fue castigado. El mundo de La carretera está todo abrasado, pero es el fuego, para “el hombre”, la representación de la moral, la luz que preserva las más altas y nobles manifestaciones de la conciencia humana; “el chico” es el fuego. “El hombre” tiene la esperanza de que ese fuego no se apague, no sólo porque es su hijo, sino porque es lo que queda de bondad en el mundo: el resto de los sobrevivientes son, casi todos, la representación de la absoluta degradación de la humanidad, la representación de los peores instintos y comportamientos gobernando la conciencia, seres en cuyo interior ya no habita ningún principio ético, regidos por el afán de sobrevivir a toda costa cual alimaña humana cuya avaricia y adicción al poder nos está llevando a un mundo de pesadilla. Esta novela me ha recordado La peste, de Albert Camus. Pienso: Camus aboga por la ética: no hay Cielo ni Infierno, ni dioses ni demonios; estamos nosotros, los seres humanos. Yo tengo conciencia el médico del bien y del mal, no de manera metafísica sino práctica, yo quiero hacer el bien, voy a ayudar a los enfermos.  Y como el médico, muchos se ofrecen y trabajan como voluntarios para luchar contra la peste. Los hay unos pocos que en vez de ayudar lo que hacen es aprovecharse de la situación en pos de absurdos beneficios personales; éstos, en un proceso de degradación hasta la pérdida de todos los principios éticos, serían los mismos caníbales de La carretera. La novela de Camus tiene más fe en la humanidad que la novela de McCarthy.
En la página 204 de la versión en pdf que tengo “el hombre” le dice a “el chico”: «Tienes que llevar el fuego». Sin duda, el niño es para el padre, y para nosotros, los lectores, la última esperanza, la última representación de la parte puramente buena, noble de la humanidad. Pero el final de McCarthy me decepciona tanto como me decepciona el final de Los hermanos Karamazov. La esperanza de McCarthy nos devuelve a otra jugarreta de Yahvé: arrasar el mundo como lo hizo en el Diluvio Universal, con sus elegidos destinados a retomar el buen camino: salir de la sucia carretera en que se ha convertido la humanidad. ¿“El chico” será su nuevo profeta?

Domingo José Bolívar Peralta
25 de febrero de 2.018


[1] No es raro por parte de la crítica literaria que se mencione a Faulkner cuando se estudia la obra de McCarthy.