domingo, 15 de diciembre de 2019

Cazando un corazón solitario



Carson McCullers vivió una vida atravesada. Una vida atravesada por ideas y pasiones en constante tensión. Como sus personajes Benedict Mady Copeland y Jake Blount, de la novela ‘El corazón es un cazador solitario’, Carson se debatió entre el amor y el odio a un mismo receptor, ya sea a Reeves McCullers como a ese sur de los Estados Unidos, protagonista de sus obras.

‘El corazón es un cazador solitario’, nos muestra un pueblo del sur de los Estados Unidos en años previos al estallido de la Segunda Guerra Mundial. Un mundo provinciano en el que la fuerza de las costumbres mantiene a raya cualquier esperanza de una vida mejor. A los oprimidos apenas los mantiene una fe lejana y una embrutecida apatía. La inconformidad que generan los tratos y condiciones de vida indignas entre los oprimidos y pauperizados, blancos y negros, tan sólo es, cuando no reprimida, canalizada en contra de otros oprimidos y pauperizados, figurándose la falta de conciencia de clase frente a los opresores, los explotadores. Tal fue el estallido de violencia en “Sunny Dixie”, miserables obreros blancos contra desdeñados negros, todos víctimas del abuso de las minorías poderosas.

En este contexto interactúan los personajes que son el eje de la referida novela: Biff Brannon, Jake Blount, Benedict Mady Copeland, John Singer y Mick Kelly.

Brannon es blanco, propietario de un restaurante, hombre sensible y amable, aunque se considera a sí mismo “conservador”. Siempre está tratando de comprender a los demás y sus circunstancias, como también a sí mismo y a los hechos de que es testigo y actor.

Jake Blount, blanco (quizás mestizo), obrero autodidacta que va de una ciudad a otra queriendo hacer que los demás, las víctimas del sistema capitalista, “sepan”. En constante amargura porque los demás no quieren o son incapaces de acceder a ese “saber”, el corpus teórico de Karl Marx. Su físico y su carácter huraño y paranoico (siempre está creyendo que se burlan de él) no le ayudan a transmitir el mensaje.

Benedict Mady Copeland, negro, médico. A diferencia de Blount sí es hombre de academia y su conocimiento de la obra de Karl Marx es enriquecido con interpretaciones de las obras de otros autores, como Spinoza, por ejemplo. Al igual que Blount, el dr. Copeland tiene un ideario que desea transmitir, el cual aboga por el fin de la segregación social, económica y cultural de que son objeto los negros, esto como un propósito que tiene que partir de los mismos negros, no esperar a que sean los blancos quienes les reconozcan su igualdad ante la ley y, en especial, como seres humanos. Trabaja mucho atendiendo enfermos, sólo negros, de la ciudad. También, como Blount, vive exasperado al comprobar que los negros no se atreven a actuar a fin de acabar con el problema de la segregación racial que los subyuga, que el mensaje es desatendido.

En estos dos personajes, Blount y Copeland, McCullers nos entrega un vistazo de las interminables e irreconciliables divisiones de la “izquierda”, en una noche en que debaten, más bien delirantes, cómo lograr que la gente, obreros y negros, reciban el mensaje, por fin comprendan las razones profundas de su condición de oprimidos y arrojen lejos de sí el yugo.

John Singer, blanco, mudo, empleado en una joyería. Excepto Brannon, quien intenta comprender el efecto que John Singer produce sin proponérselo en los otros, es de alguna manera idealizado por los demás personajes principales, convirtiéndolo en una especie de comodín que se adecúa a sus ideales y anhelos. Sin embargo, Singer es sólo un hombre muy bien educado que siempre se comporta de manera formal y atenta con los demás. Un hombre cuyo temor a la soledad y su necesidad de hallar alguien con quien comunicarse a plenitud, es decir, que entienda el lenguaje de señas, le lleva a idealizar (gran ironía) a Spiros Antonapoulos, otro mudo, blanco, amigo suyo, con quien compartió durante muchos años habitación y rutinas de vida diaria y quien es retrasado mental (¿o será mejor decir diversamente hábil, ya que Antonapoulos trabajaba y hasta cierto punto funcionaba en sociedad?).

Mick Kelly, quien puede verse como el más definido alter ego de Carson McCullers, es una chica inteligente y sensible, con talento para el arte, en plena ebullición en el tránsito de niña a mujer (espíritu de Julio Iglesias, te reprendo en la sangre de Cristo). Vive en la confusión de su edad y la estrechez que para sí representa la ciudad en donde vive.

En todos estos personajes y en el ambiente en que se desarrollan los acontecimientos que los relacionan, se verifica el absurdo, o dicho de otro modo, la inextricable maraña de las contingencias humanas, en que las vidas se desgastan sin sentido condenadas a la frustración. Toda la novela es concluyente en el fracaso, al que sólo puede atenuarlo la esperanza.

Domingo José Bolívar Peralta
15 de diciembre de 2.019

lunes, 3 de junio de 2019

Monte de Cristo



Después de leer El conde de Montecristo concluyo que
                                                                   La venganza nunca es buena:
                                                                   mata el alma y la envenena.
No, me equivoco, eso es después de ver un capítulo de El Chavo del ocho. En realidad, Dantés sí que recogió una buena cosecha: quienes lo perdieron, perdieron. Y partió en su yate, con su “esclava”, purificada el alma, rumbo a una vida dichosa.

¡El dinero, el dinero! Se puede vivir cautivo del dinero y ser feliz, como Danglar hasta antes de la venganza de Dantés, y se puede vivir como amo del dinero y aún así no ser feliz, como Dantés hasta antes de consumar su venganza. Lo cierto es que cuanto más dinero se tenga, más cosas son posibles de lograr, en especial si se sabe muy bien para qué sirve el dinero: para comprar todo aquello que es susceptible de ser vendido, por algún precio, sea poco o sea mucho. Tenga poco o tenga mucho, deberá usted ceñirse a comprar sólo lo que su dinero alcance a comprar, y si quiere comprar más, debe procurarse los medios para conseguir más dinero. El dinero es también muy útil para llevar a cabo un plan de venganza, o dicho de manera menos antipática, para hacer justicia.

Alexandre Dumas (el padre de Alexandre Dumas) y Auguste Maquet el último, según se cuenta, coautor de la obra, como buenos franceses del Siglo XIX, criados bajo los preceptos de la moral cristiana y el honor masculino, y bajo la influencia del Romanticismo, supieron justificar las acciones de Montecristo, lo que me queda claro después de aquella conversación con Mercedes en que Dantés le dice, refiriéndose a Fernando Mondego o conde de Morcef: “los franceses no se han vengado de un traidor, los españoles no han fusilado a un traidor, y el turco, metido en su tumba, ha dejado sin castigo al traidor. Pero yo, traicionado, asesinado, arrojado también a una tumba, he salido de esa tumba gracias a Dios, y a Dios debo mi venganza. ¡Él me envía para eso, y aquí estoy!” Dantés representa la verdadera e incorruptible justicia: la divina, de infinita superioridad a la defectuosa justicia humana, estatal, que representa de Villefort, la cual no es raro que se halle sometida a las presiones y conveniencias mundanas y particulares. Sin embargo para que no se equivoquen, no soy un devoto cristiano de ninguna clase, y menos cristiánico, no confundamos, ociosos lectores, justicia divina con justicia eclesiástica ni pretendamos a la justicia eclesiástica como muy virtuosa en comparación con la que llamé justicia estatal: los tribunales del “Santo Oficio”, otrora, y los actuales tribunales religiosos han sido y son tan mundanos y corruptos como la justicia militar y la justicia civil. ¿Será necesario hacer un pequeño inventario de injusticias de las justicias civil, militar y religiosa?

La terrible venganza divina de Dantés cobrará víctimas “inocentes”, personas que son arrastradas por el torbellino de los acontecimientos. El plan milimétrico de Montecristo muerde como “bajas colaterales” a Benedetto, capturado por la justicia civil por sus crímenes, ninguno de los cuales tuviera que ver con el martirio de Dantés en la Isla de If, y, peor aún, porque éste sí personaje del todo inocente, el niño Eduard muere asesinado por su madre Eloise. Las acciones del conde de Montecristo rebasan lo planeado, supongo; no creo que Edmond Dantés haya querido perjudicar a Benedetto, un joven nacido con mala estrella y que con la ayuda de Dios y de la inmensa fortuna (me refiero al dinero, por supuesto) de Montecristo, quizás podría recomponer su destino, y menos aún causar, ni de manera indirecta, la muerte de Eduard, quien apenas contaba con 8 años de edad.

Edmond Dantés es un Jonás en las entrañas de esa ballena que es la prisión de If; un Job  que encontró en Faria, en los calabozos de If, un faro de sapiencia y fe en ese dios semita. La esperanza está en la fe en que ese dios compensará todos los males sufridos y de la mano de ese dios se hará justicia.

Montecristo, esa palabra, Monte de Cristo. El Monte de Cristo, aquel donde el Jesús de los evangelistas Marcos, Mateo, Lucas y Juan sufrió el suplicio de la crucifixión y lavó nuestros pecados con su sangre derramada y su de mentiritas muerte humana. Claro, estamos perdonados, peros sólo si aceptamos a Jesús como nuestro salvador (lo cual quiere decir que en lo que a mí toca, como no soy creyente, todo el drama de Jesús ha sido en vano: dios, ofreciéndose a sí mismo como chivo expiatorio para redimirnos, deberá conformarse con sus millones de fieles, pero esos millones de fieles no serán bálsamo suficiente para aliviar la piquiña que le causa que algunos como yo no creamos que tales relatos no sean otra cosa que literatura, como lo es El conde de Montecristo, aunque tengan un contexto histórico real y se entretejan en la trama personajes y hechos históricos ciertos) ese dios Padre-Hijo-Espíritu Santo sadomasoquista se hizo hombre en su componente Hijo para ser torturado y de esta manera demostrarnos su gran amor a la errada humanidad por él creada. Edmond Dantés, ultrajado, torturado y muerto, halla en Montecristo el personaje que lo devolverá al mundo, resucita, pero no para perdonar sino para castigar. No es el Jesús del Nuevo Testamento, es Jehová de los Ejércitos dispuesto a descargar su furia sobre los descaminados.

Pero qué le vamos a hacer, «los designios de Dios son inescrutables», «Dios obra de maneras misteriosas». Este perfecto dios es tan misericordioso como implacablemente macabro (y defectuoso).