jueves, 13 de abril de 2017

Tras los rastros de un sueño que continúa

Lo que va de H. P. Lovecraft a J. L. Borges

Cuando Howard Phillips escribió en su cuento Los sueños en la casa de la bruja: “El cálculo no euclidiano y la física cuántica bastan para violentar cualquier cerebro, y cuando se los mezcla con tradiciones folklóricas y se intenta rastrear un extraño fondo de realidad multidimensional detrás de las sugerencias espantosamente crueles de las leyendas góticas y de los fantásticos susurros junto a una esquina de la chimenea, apenas puede esperar encontrarse completamente libre de una cierta tensión mental”, nos revelaba sus intereses y a qué acudía para crear sus relatos –además de lo que le demandaba mentalmente el ejercicio de escribir sus espeluznantes visiones–. Declarándose ateo, materialista mecanicista, sus conocimientos de los avances y teorías de la ciencia de su tiempo –en especial la física, la química, la astronomía y cosmología– los combina con los conocimientos de las leyendas y tradiciones de su región en lo concerniente a las historias de hechicería, y asimismo de ciertos conocimientos en materia de grimorios, sociedades ocultistas, sectas extrañas, y todo ello rebullendo en la olla brujeril de su cerebro da como resultado esa sórdida pócima que es su literatura.
Lovecraft aprovecha admirablemente las ancestrales historias de espantos de su natal Nueva Inglaterra, en especial la tradición de brujería y satanismo que sobre Salem se cuenta, y empalma aquello con sus dioses y criaturas particulares, habilidad que ha dado pie a la leyenda que sobre él mismo se ha tejido como especie de médium o persona especialmente receptiva a eventos paranormales y conocedor de secretos terribles.
Al darnos una información bibliográfica de “el pavoroso Necronomicón, del enloquecido árabe Abdul Alhazred, en versión latina de Olaus Wormius, impreso en España en el siglo XVII”, guardado en la Universidad de Miskatonic, como sucede en El horror de Dunwich, Lovecraft logra generar en el lector una especie de credulidad en lo que cuenta, aunque tengamos por descontado que se trata de una obra de ficción. Es cuando quien se entrega a la lectura de sus horrores se pregunta qué, de entre todo lo que es aquí mera ficción, puede ser una posibilidad de que sea cierto, real, que no conozco, que no he experimentado y Lovecraft sí. Digo, es aquí donde surge la leyenda de Lovecraft entre los más dados a creer que estamos rodeados de una realidad que no llegamos a captar con nuestros limitados sentidos en estado de vigilia, y que es probable que de algún modo nos penetra mientras estamos dormidos o de manera subconsciente influye en nuestras vidas. Leemos, en El ser en el umbral: “Edward Derby continuó manifestándose con el mismo brillo de sus primeros tiempos y apenas cumplidos los dieciocho años, una recopilación de sus oníricos poemas, titulada Azathoth and Others Horrors, provocó una encrespada reacción entre la crítica. Por entonces mantenía una estrecha correspondencia con el famoso poeta baudelairiano Justin Geoffrey. el autor de The People of the Monolith, el mismo que murió en medio de alaridos en 1926 en un manicomio, tras visitar un ominoso poblado de Hungría cuya memoria es mejor no conservar.” Esto es lo que hacía Lovecraft y manejaba con maestría, recurso literario que encontramos también en otro escritor –más ‘serio’–, quien leyó las noticias y confesiones sobre las cósmicas y antiquísimas deidades monstruosas y razas no humanas que nos acechan: Jorge Luis Borges. El argentino, quizá aprendiéndolo de Howard Phillips o reforzándolo con la lectura de los Mitos de Cthulu, fue asimismo experto en la invención de autores, obras y demás relacionado, como si hubiese sido cierto, porque le da a la ficción un asidero a la realidad; en este caso del fragmento de El ser en el umbral, por ejemplo, se menciona a Baudelaire como influencia del supuesto famoso poeta Geoffrey, quien muere en 1.926 luego de haber hecho un viaje a Hungría, escritor de un libro llamado The people of the monolith. Es la misma clase de información que logra hacernos teclear en la barra del navegador con el fin de hallar en la internet su veracidad –aún sabiendo que la internet nos puede llevar a recoger más supuestos que certezas– llevados por esa curiosidad casi tan demencial como la de muchos de los personajes inventados por el escritor de Providence.
Cuando el protagonista de La ciudad sin nombre se interna por estrechos túneles hacia el profundo mundo subterráneo bajo las arenas del desierto arábigo, nos revela la historia de una civilización asombrosamente antigua, contada a lo Miguelángel en el techo de la Capilla Sixtina; es decir, pintada en murales. Nos la sintetiza de este modo: “pude descifrar someramente una épica asombrosa de la ciudad sin nombre: la crónica de una poderosa metrópoli costera que gobernó el mundo antes de que África surgiera de las olas, y de sus luchas cuando el mar se retiró y el desierto invadió el fértil valle que la mantenía. Vi sus guerras y sus triunfos, sus tribulaciones y derrotas, y después, su terrible lucha contra el desierto, cuando miles de sus habitantes –representados aquí alegóricamente como grotescos reptiles– se vieron empujados a abrirse camino hacia abajo, excavando la roca de alguna forma prodigiosa, en busca del mundo del que les habían hablado sus profetas. Todo era misteriosamente vívido y realista; y su conexión con el impresionante descenso que yo había efectuado era inequívoco. Incluso reconocía los pasadizos.” Esta forma de resumir un mundo, una cultura, se halla también en la literatura de Jorge Luis Borges, quien en cuentos suyos es capaz de adaptarla a su estilo y propósitos. Borges, como Lovecraft, hace esta misma clase de resúmenes para hablarnos de obras literarias, hechos, gentes y lugares que sólo son reales en sus cuentos, aunque luego algunos hayan tomado estas ‘revelaciones’ como misterios guardados celosamente por iniciados. Hay que decir que esta ‘persuasión’ que lograron Borges y Lovecraft de insertar en la realidad sus ficciones, es porque en sus ficciones insertaban hábilmente trozos de realidad, como son obras literarias, sucesos, personajes, lugares, que entrelazaran lo real con lo imaginado. Intención más claramente expuesta por Borges en su Tlön, Uqbar, Orbis Tertius: que la ficción fuese capaz de permear la realidad, dando como resultado esto una ‘crisis de la realidad’: todo lo imaginado o soñado es real, y puede hacerse tangible, materializarse, cuando la mente ya no lo separa de lo real sino que lo asume como tal. Puede decirse que Howard Phillips Lovecraft y Jorge Luis Borges –y con más énfasis en el último– pretendieron ‘falsificar la realidad’ o demostrar que sus cimientos no son muy firmes.

Sobre esto de la ‘falsificación de la realidad’ o socavar sus cimientos, y de lo que va de Lovecraft a Borges, circula cierta anécdota –que vaya a saber Azathoth cuánto hay de cierto en ella– la cual asegura que el escritor argentino en su calidad de director de la Biblioteca Nacional en Buenos Aires, hizo correr el rumor de que, en efecto, allí se encontraba una copia antigua del funesto Necronomicón redactado por el árabe loco Abdul Alhazred. Investigadores de temas esotéricos y ocultistas –es curiosamente contradictorio lo exhibicionistas que son muchos de estos personajes misteriosos– de todas partes llegaban a la gran ciudad austral para estudiar el gran grimorio. Se dice que incluso se encontró la ficha bibliográfica, pero el libro jamás apareció. No me extraña que dicha anécdota fuese cierta, considerando que el mismo Howard Phillips Lovecraft había ubicado en sus relatos uno de los antiguos manuscritos del libro maldito en dicha biblioteca, y que el argentino, cuyo sentido del humor sardónico le pudo haber inspirado dicha broma al terminar de leer El horror de Dunwich, haya elaborado la ficha. De todos modos, el asalto a la realidad está hecho y seguramente los dos autores se están riendo, departiendo con Italo Calvino, Kublai Khan, Marco Polo y Samuel Taylor Coleridge, en aquella ciudad de los sueños… ¿R’lyeh? Entonces aquel inmortal o longevo que especulara Borges, el cual “trabaja con almas de hombres que duermen y abarca continentes y siglos”… ¡es Cthulu! ¡Arrg, qué terrible verdad se me ha revelado y cómo es que aún sigo escribiendo sin enloquecer, justo antes de echarme a dormir, a las 2:41 de la madrugada!

sábado, 8 de abril de 2017

¡Qué largo me lo fiáis!


De los personajes más odiosos
que la literatura estima
éste de Tirso de Molina,
el Burlador de Sevilla,
el tunante don Juan Tenorio.

Mas peor este blandengue
que no aprueba y reprende,
pero la fechoría comete;
a la osadía, el sainete,
Catalinón, servil, se somete.

¡A mi palabra quien crea!
De amores no, sí de perjurios
es arquetipo el Tenorio;
sólo por amor quiso de novio
a él la enamorada Tisbea.

Aminta por interesada
las piernas abrió en el lecho
y también es un hecho
que Isabela fue engañada
y Ana tampoco lo amaba.

De amores éste no es héroe
sino traidor de amigos
y estafador de mujeres;
sin embargo, se impuso el mito:
gran seductor y amante. ¡Ahí tienes!

No hay plazo que no se cumpla
ni deuda que no se pague;
don Juan, tu fama injusta
tal vez algún día se acabe;
pero a Tirso: ¡Salve!

Domingo José Bolívar Peralta

¡Amira!


La anécdota es de Rosa P., una muy buena amiga de letras. Cuenta Rosa, testigo presencial de los hechos, y yo lo escribo sin la gracia de su narración y omitiendo algunos detalles, que en [esa cosa que en Charran-kill-a llaman] la Catedral se oficiaría la ceremonia o misa de cenizas de la poeta o poetisa (como prefieran) Meira Delmar, algunos días después de su fallecimiento acaecido el 18 de marzo de 2.009, a los 86 años de edad, y en el transcurso la ceremonia un hombre de aspecto humilde, a la sazón borracho, gritaba como plañidera “¡Amira! ¡Amira!” El hombre no cesaba de clamar. Decía: “¡Amira, se debió morir todo el mundo menos tú! ¡Tus poemas, Amira…!” Pedía que no guardaran el cofre con las cenizas en el columbario destinado para ello, sino que dejaran la urna funeraria expuesta a la vista de todos en alguna parte. El empleado de la Catedral encargado de guardar la urna en su nicho, ubicado en la capilla Virgen de los Remedios, sección 4, osario No. 2 (entrando a la capilla, a mano izquierda, en lo más alto), casi cae de la escalera cuando el inconsolable y confundido admirador se agarró de ella y la estremeció. Con vergüenza ajena y enojo, varios de los presentes, entre ellos sobrinos de la fallecida poeta o poetisa (como gusten), varias veces, con delicadeza, trataron de hacer callar al hombre y, ante todo, hacerle caer en cuenta de que se trataba de la misa de cenizas de Meira Delmar y no de Amira de la Rosa, también conspicua escritora del terruño. Al fin, la respuesta del diletante borrachín fue que “Meira o Amira, la misma vaina”.

Tal vez la confusión del adepto, se deba a la lectura –alicorada– de aquellos versos del poema que Meira titulara Romance de Amira de la Rosa:

La que te asiste el silencio
y el decir, y la sonrisa,
y va siguiendo tu paso,
y es ella siendo tú misma

Pero este escrito, por el contrario, quiere referirse a Amira, más que a Meira.

Amira de la Rosa, por si no lo saben, es la autora de aquel himno que, en esta ciudad “ceñida de agua y madurada al sol”, cuando el Junior juega un partido crucial, se canta con más fuerza en las gradas del estadio de fútbol Roberto Meléndez (el “Metropolitano”, como metropolitana es la Catedral María Reina –sin celsitud de tal en su arquitectura–, donde reposan las cenizas de Meira [y también los restos de Amira, en la capilla 2, sección C, osario 46; al entrar, la pared de enfrente, detrás de la estatua, a la altura del hombro], y metropolitano el aeropuerto Ernesto Cortizoss, y un etcétera de metropolitanerías que a veces figuro vivir en la misma ciudad de Superman; pero sin Superman).

Pero el legado de Amira de la Rosa es mayor, aunque en su propia ciudad pocos sepan de ella y sólo asocien el nombre con el teatro municipal. A propósito, creo conveniente que en el Teatro Amira de la Rosa, en estos momentos en remodelación, reconstrucción, reforzamiento de su estructura…, ¡qué sé yo!, se instale un monumento en su honor, el cual enseñe a los visitantes algo de su obra, como el que en Cartagena hay en memoria de Luis Carlos López con su poema A mi ciudad nativa, o en Usiacurí mantiene viva la llama de Julio Flórez con su poema Ego sum. ¡Pero que no vaya a ser el ya conocido himno a la ciudad!, ¡otra obra!, ¡algo que ella misma, si viviera, pudiera leer con orgullo! Debería tenerse también un catálogo de la obra de Amira en el teatro, exhibición de textos de su autoría y libros que sobre ella versen, retratos…, y que la gente pueda leer sus escritos. Ojalá no sea esta una causa perdida.

¿A qué viene todo esto? Sencillo: soy tan ignorante de la obra de Amira de la Rosa como la gran mayoría de sus coterráneos; bueno, no tanto, gracias a la poeta o poetisa (como quieran) Fadir Delgado Acosta, quien alguna vez hizo una disertación sobre ella en desarrollo de Poetas bajo palabra, precisamente en el Teatro Municipal Amira de la Rosa. Por esto y porque acabo de leer Marsolaire, nombre que se abrió ante mí como abanico en los estantes de la Biblioteca Piloto del Caribe.

El no voluminoso volumen, ya amarillento y frágil, una sobria edición de 1.941 de la sección editorial de Talleres Gráficos Rasch, según testigos y estudiosos del aporte de Amira a la literatura, sólo tuvo un tiraje de 300 ejemplares, y fue el único libro que publicó en vida Amira. El resto de sus trabajos literarios se hallaban dispersos o inéditos. Este libro contiene una historia también muy sencilla, pero contada con una agudeza singular, en donde convergen la pulcritud lingüística de la voz narradora y uno de los personajes (Gabriel Méndez Olaya, más conocido como “don Grabié”) con el habla coloquial de las gentes humildes [voces que coinciden con mi idea de que los del Caribe hablamos como hablamos por herencia de los andaluces, y Amira, quien residió en España, en otros textos que leí luego, me persuade más de ello]. Marsolaire es presentada por los editores de esta primera aparición en libro como “novela corta”; sin embargo, hallo en ella, en especial por su inicio y la técnica para sus diálogos, a la dramaturga que también fue Amira de la Rosa. Pero la poeta… La poeta es la presencia más fuerte. Las descripciones de Amira son primorosas. Dije que el inicio nos muestra a la dramaturga, y es cierto, como tan cierto que allí la poeta hace gala de su sensibilidad, mostrándonos una casa hecha con palabras, un mosaico arreglado con tanta habilidad y delicadeza como si cada palabra fuese una piedra preciosa que por color y forma encaja a la perfección. De igual manera procede cuando nos describe el trupillo, dándole un realce, una bizarría, que dan ganas de sembrar uno en el patio y otro en el frente de la casa.

Destacan los editores de esta obra su valor histórico como vistazo a la situación de Puerto Colombia, la decadencia que sobrevino luego de que los insaciables y torpes vecinos de la gran ciudad y los... [¿esclarecidos? No, más bien] deslucidos estadistas desde la andina capital, abandonaran la infraestructura de Puerto Colombia y llevaran toda la actividad portuaria a las riberas del Magdalena. Error que aún se está pagando caro, Navelena, y el muelle se sigue cayendo, a la vista de todos, pudiendo ser aprovechado como muelle turístico, para embarcaciones de recreo…

Ajá, aunque el pueblo sea bueno, parafraseando a Simón Bolívar Palacios, si es ignorante hace de instrumento ciego de su propia destrucción. Amira nos ofrece, aparte de aquella mirada de reojo a lo que le sucedió a Puerto Colombia cuando se dejó inutilizada su función portuaria (y no pierdo de vista que esta es una obra de ficción) como a pinceladas, el espíritu de los porteños de la época, sus hombres y mujeres pobres, ingenuos y supersticiosos, trabajadores y amables.  Según Germán Vargas, quien la cita en el libro Amira de la Rosa. Prosa. Colección literaria. Volumen 27, de la Fundación Simón y Lola Guberek, primera edición, mayo de 1.988, decía Amira de Marsolaire: “Es una vivencia. Un homenaje lírico al terruño. Un cuento de amor y calor entrañables. Algo así como una acuarela de mi costa encendida.” Cada cual puede decir cuánto conserva y cuánto ha cambiado Puerto Colombia desde entonces.

Novela corta, según los responsables de la primera edición; mas Ramón Vinyes (según aparece en el libro Amira de la Rosa. Obra reunida. Volumen II. Editorial Maremágnum, 2.006. Compilación e introducción de Enrique Dávila Martínez)  refiriéndose a Marsolaire dijo de ésta que era un “esbozo de novela”, reclamando que “no debió ser el esbozo de una novela; debió ser una novela, y bien larga.” Estoy de acuerdo; el relato debió, por sus posibilidades, su potencial, penetrar aún más en los personajes y lugar en que transcurren los hechos, llenar todos los espacios a fin de enriquecer aún más la obra. Tanto como “bien larga” no, pero sí un poco más gorda. En todo caso, me acojo también a lo que dijo el “Sabio Catalán” en el mismo artículo: “Sé que es mala posición de un crítico que juzgue una obra por lo que él quiere que hubiera sido y no por lo que la obra es”; haciendo la salvedad de que no soy, en toda regla, un crítico; más bien un curioso, y quizás un fastidioso borrachín.

Marsolaire… Marsolaire, la sin padrino, es la esperanza. Y bueno, hay que decirlo, los padrinos comen y se van; mejor que Marsolaire no tenga padrino.

Domingo José Bolívar Peralta



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