viernes, 3 de enero de 2020

A ambos lados del abismo. Isidore Ducasse y Conde de Lautréamont.



Isidore Ducasse (no el Conde de Lautréamont; Isidore Ducasse), tal como lo hallamos en la edición (obtenida en pdf) de Los cantos de Maldoror y otros textos, editado por Barral Editores S.A. (Barcelona, 1970), traducción al español de Aldo Pellegrini, en su obra titulada Poesías dice, en la página 254 (cuenta en formato pdf; 265 como libro en papel): «No me retractaré de lo que afirmo. Quiero que mi poesía pueda ser leída por una niña de catorce años», y más adelante, página 256 (267) fustiga: «La descripción del dolor es un contrasentido. Hay que hacer ver todo por el lado bello. Si esta historia [refiriéndose a Pablo y Virginia] estuviese relatada en una simple biografía, no la atacaría. Cambia inmediatamente de carácter. El infortunio se vuelve augusto por la voluntad impenetrable de Dios que lo creó. Pero el hombre no debe crear el infortunio en sus libros. Es querer considerar a toda costa solamente un lado de las cosas. ¡Qué chillones maniáticos que sois!
No reneguéis de la inmortalidad del alma, de la sabiduría de Dios, de la grandeza de la vida, del orden que se manifiesta en el universo, de la belleza corporal, del amor a la familia, del matrimonio, de las instituciones sociales. Dejad a un lado los escritorzuelos funestos: Sand, Balzac, Alejandro Dumas, Musset, Du Terrail, Féval, Flaubert, Baudelaire, Leconte y la “Huelga de los herreros”»

Es por estas razones que enfatizo, Poesías fue escrito por Isidore Ducasse, no por el Conde de Lautréamont. Difícil creer que la misma pluma que escribió Los cantos de Maldoror sea la misma que escribió Poesías.  ¿De verdad, Poesías lo escribió el mismo que escribió esa crueldad literaria que golpea cualquier esperanza de una consolación divina que es Los cantos de Maldoror, cuyo personaje malévolo es tan capaz de poner a dudar a un arcángel ―al cual ridículamente Lautréamont lo pone en escena en forma de cangrejo paguro, éste comisionado por el dios bíblico para salvar a un joven de la perversidad de Maldoror―, de la omnipotencia de ese dios cuando expresa: «¿y cómo tener éxito […] en un caso en que mi señor ha visto fracasar más de una vez su fuerza y su valor? Yo soy solamente una sustancia limitada, mientras que el otro nadie sabe de dónde viene ni cuál es su objetivo final. Al oír su nombre, los ejércitos celestiales tiemblan, y más de uno refiere, en las regiones que he dejado, que ni el mismo Satán, Satán la encarnación del mal, es tan temible»? Y restriega Lautréamont contra la omnipotencia de ese dios la violenta suficiencia de Maldoror cuando monologa: «Sin duda llega de lo alto [el cangrejo paguro], enviado por Aquel que teme tanto acudir personalmente». Una curiosidad: quisiera saber si el Conde de Lautréamont puso siempre o no mayúscula inicial cuando usó nombres comunes, pronombres, adjetivos u otra forma para referirse al dios bíblico, porque el cangrejo paguro dice “mi señor” y está así, todo en minúscula, mientras que cuando Maldoror dice “Aquel”, tiene la mayúscula inicial. Podría tratarse de problemas de edición.

Entre las páginas 256 y 257 (267 y 268), el joven Isidore sentencia: « Las verdades inmutables y necesarias, que dan gloria a las naciones y que la duda se esfuerza en vano por conmover, comenzaron con el mundo. Son cosas que no habría que tocar. Los que quieren introducir la anarquía en la literatura, con el pretexto de la novedad, caen en un contrasentido. Como no se atreven a atacar a Dios, atacan la inmortalidad del alma. Pero también la inmortalidad del alma es tan antigua como los estratos del mundo. ¿Qué otra creencia la reemplazará, si debe ser reemplazada? No siempre ha de ser una negación.
Si recordamos la verdad de donde provienen todas las otras, la bondad absoluta de Dios y su ignorancia del mal, los sofismas se desplomarán solos. Se desplomará al mismo tiempo la literatura poética que estuvo apoyada en ellos.»

Increíble. ¡Qué candidez de jovencito! ¡Qué muchachito tan crispado! Quizás un pulso interno, el deseo de ser bueno luchando contra pasiones reprochables a los ojos de la doctrina cristiana, movió a Ducasse a escribir todo esto hallado en Poesías. Pero, ¡mi niño!, la doctrina cristiana es tan hipócrita y su moral tan doble que no por ellas debieras sentir esa tirantez mental que te agobia. ¡Es la sola condición humana, nuestra humana y animalesca dualidad entre racional e irracional, lo que merece tus indagaciones profundas al interior de ti mismo! ¿Eres tú, Isidore Ducasse, el mismo Conde de Lautréamont, quien con su Maldoror sí se atrevió a atacar al problemático dios de los judíos y de los cristianos y de los islámicos? ¿Qué le pasó al jovencito que escribiera (página 111 [119], en la traducción de Los cantos de Maldoror de este libro) «Recibí la vida como una herida, y he prohibido al suicidio que haga desaparecer la cicatriz. Quiero que el Creador contemple hora tras hora, durante su eternidad, ese tajo abierto. Es el castigo que le inflijo.»? Tu muerte, Isidore, aún es tan misteriosa y fantaseada como la del mismo Edgar Poe.

Es que la misma vida de Isidore Ducasse es nebulosa. En las páginas 4 a 7 (7, 8, 9, 11) de este libro que agradezco, hay una «Nota del editor» y una «Advertencia sobre la presente traducción de Los cantos de Maldoror», que sirven de aperitivo para indagar sobre aquel que firmara como Conde de Lautréamont la, en todos los sentidos tortuosa, obra Los cantos de Maldoror. En la «Nota del editor» se encuentra un atisbo biográfico de Ducasse. En la página 5 (8) se roza el «testimonio de un condiscípulo de Pau, Paul Lespés, que ya octogenario, en 1927, contó a un biógrafo de Lautréamont, lo que recordaba, sobre todo de las tribulaciones del poeta adolescente en las clases de retórica. Según Lespes Ducasse odiaba la composición latina, era entusiasta de Sófocles, de Corneille y de Racine y admiraba a Poe y a Gautier». Extraña esta aseveración si tomamos en cuenta que al leer Poesías, hallamos toda una disertación de Ducasse contra, entre muchos otros, Poe y Baudelaire (quien dedica sus flores del mal a ―supongo― este mismo Gautier aquí mencionado) y, en general, contra toda la literatura que explora los rincones oscuros del alma humana, alma por la que tan cristianamente aboga Ducasse en contra de los sofismas de esa literatura que desprecia, al sermonear (páginas 254 y 255 [265 y 266]): «¡No hagáis como esos exploradores sin pudor, espléndidos para sí mismos, de melancolía, que encuentran cosas desconocidas en sus espíritus y en sus cuerpos!
La melancolía y la tristeza constituyen ya el comienzo de la duda; la duda es el comienzo de la desesperación; la desesperación es el comienzo cruel de los diferentes grados de maldad.» Porque la melancolía, la tristeza, la duda y la desesperación incitan a cuestionar la incuestionable fe cristiana y su estructura de valores que Isidorito pretende salvaguardar, me parece, más para sí mismo, en una crisis personal de fe tanto religiosa como literaria. Por eso, más osado (o quizás la palabra sea turbado) que el mismo Maldoror, se atreve a dejar escrita en sus Poesías (página 257 [268]) esta lapidaria (sin duda, lapidaria) frase: «No tenemos derecho a interrogar al Creador sobre nada».

A pesar de que con Poesías Isidore Ducasse hace un esfuerzo por demoler toda la literatura que a su juicio, según esta obra, es indigna, no es por Poesías que Isidore Ducasse sigue vigente como luz viva de estrella muerta; es por esa otra obra, la impía, la de literatura indigna del Isidore Ducasse de Poesías; es por Los cantos de Maldoror, la de su alter ego Conde de Lautréamont, que Isidore Ducasse aún brilla en ese nocturno cielo que es la literatura.

Para los escritores el Infierno, en vida y ya muertos, es nunca brillar en ese Cielo.

Nota final: No he leído aún la totalidad de Poesías; tal vez me lleve, llegado al final de esta obra, una sorpresa que me obligue a tragarme estas letras.

Domingo José Bolívar Peralta
28 de diciembre de 2.019