“En síntesis, a excepción de lo normal,
todo ha marchado correctamente.” La frase es de Luis Vidales. Está registrada
en la página 247 de la quinta edición de Suenan
timbres[1], y es muestra de su humor irónico, que
es no un tropo literario sinó un talante de individuo, expresión de su
carácter, sensibilidad e inteligencia.
Aldo Pellegrini habla sobre el humor en la
Poesía como manifestación subversiva de la misma cuando pululan los poetas del
aplauso y la dádiva ―es decir, la poesía desposeída de Poesía―, y éstos operan
como instrumento de adormilamiento a favor de los dueños del mundo. Cuando tales
poetas ahítos de tropos y de lontananzas vacuas se imponen y llenan salones
sociales, el desagravio a la Poesía surge de nuevos poetas, inconformes que
reciben de manos de las musas la posta que dejaron anteriores poetas que
hicieron la renovación en su momento. Porque la Poesía nunca consentirá la
artritis en sus articulaciones ni arrugas en su rostro.
Y en los años 20 del siglo 20, cambalache problemático
y febril, cuando en Colombia urgía sacar de un patadón la solemnidad y remilgos
anquilosados de los poetas de salón que cómodamente instalados hacían las
delicias de nuestros conservadores patricios, irrumpe como milagrosamente
conectado ―milagrosamente, porque el país literario cachaco andaba tan atrasado
mirándose el ombligo en el espejo de la producción literaria de siglos pasados,
y sin saberlo, pues cómo carajos iba a saber en esa Bogotá provinciana y
recoleta, que su corazón de poeta estaba bombeando la misma savia que corría
también por entonces por las venas y arterias de Breton, Kandinski, Tzara,
Huidobro, Vallejo, Picasso y otros tantos― con la Vanguardia que sacudía el
mundo de las artes, Luis Vidales.
Con sus poemas, que en su momento fueron
considerados una desfachatez, Vidales le tuerce el pescuezo a aquella
envejecida y aguada forma de poetizar cimentada en Colombia. Precisamente,
junto a Vidales aparecen nuevos valores que recibieron más por confluencia
generacional que por integrar un ismo artístico diferenciado, definido, el
nombre de “Los Nuevos”. Entre éstos se destacó Luis Vidales por el uso del
humor, la ironía jocosa, que no era simple chiste simplón como los del “Sábados
Felices” de ahora, sinó ataque rudo y medido contra todo lo que de este mundo
es impostura y formalidad vanilocuente, a juicio del poeta, que cuando poeta
real, es el juicio justo, aunque no case con el juicio del común sentido
imperante.
Consideró Vidales que él, como hombre
antena que era, captó las señales del cambio de paradigmas estéticos, el “zeitgeist”
de un siglo 20 que marchaba a toda prisa con sus avances tecnológicos y las
revoluciones que agitaban el cotarro del mundo. Atribuía, entre otros, a las
influencias de sin duda poetas revolucionarios como el conde de Lautreamont con Los cantos de Maldoror, a Arthur
Rimbaud, a François Villon su talante de poeta. Y éstos fueron anteriores a
esas vanguardias posteriores que surgieron pasada la Gran Guerra europea.
Luis Tejada, periodista y revolucionario
de la vida capitalina de entonces, fue en cierto modo el dr. Frankenstein que
le dio vida al monstruo poético que fue Luis Vidales, pues impulsó y dotó con
piezas de su propio carácter y pensamiento el talento ya demostrado del joven
calarqueño. Es por ello que a Vidales no le cayó bien que en una crítica ―página
105 de la segunda edición de Suenan
timbres―, aunque a manera de elogio, se le calificara de “buen poeta”, ya
que los “buenos poetas” son los poetas domesticados de que hablara el
mencionado Aldo Pellegrini en su texto La
acción subversiva de la Poesía, y esos eran justamente el tipo de poetas a
los que les debía caer el meteorito aniquilador, según Tejada, y contra quienes
tuvo que combatir Vidales desde antes
de la aparición de Suenan timbres, al
ir publicando desgranadamente poemas en medios como los suplementos literarios
de los diarios El Espectador y El Tiempo.
Y me es grato coincidir con Juan Manuel
Roca, quien escribió el prólogo a la quinta edición de Suenan timbres, al leer en la página 23 de ésta:
“Parece que a este nuestro pueblo, al igual
que al personaje de Poe, le ha invadido la irremediable cobardía de no abrir
los ojos, no tanto por esquivar la visión de horribles cosas como por el
fundado temor de no ver nada”.
Estas palabras de Jorge Eliécer Gaitán,
asesinado en 1.948, daban cuenta de la tétrica tradición de inmovilidad o del
espantoso bucle del espíritu y acontecer nacional que sigue vigente, tal como
Luis Vidales en su campo de poeta también se percataba en los 20 del 20 y hoy
yo recojo en el “20 20”.
En el mismo prólogo, página 24, otra grata
coincidencia con Roca. Hay algo sobre el humor, la risa, que me lleva a
desacuerdo con Isaías Peña, quien también escribiera sobre Suenan timbres y su autor en un texto publicado primero en su
tercera y vuelto a aparecer en esta quinta edición. Roca, sobre el humor de Suenan timbres, de Vidales, comenta:
“Si Bertolt Brecht dice que “el que ríe no
ha recibido la terrible noticia”, jugando a los contrarios se podría decir que
lo liberador es reír después de recibirla. Imaginar la primera risa de Adán
tras su expulsión, cuando aún merodeaba en los suburbios del paraíso, es creer
que el reír no nace sólo de la alegría sino, también, del dolor que exorciza.
Así cree entenderlo Vidales”.
Y seguimos coincidiendo. Esta vez nos
conjuga, en la página 26, la mención e ideas de Aldo Pellegrini cuando escribe:
“hay un signo inmediato que revela a la verdadera poesía: provoca la irritación
y el encono de los mediocres”. Y añade Roca: “es su visión del humor que
subyace en la tragedia lo que lo hace subversivo”. El humorismo de Vidales en Suenan timbres es, por supuesto, de tipo
subversivo. No olvidemos que Luis Vidales era doblemente subversivo: como
hombre político por su militancia comunista y como poeta por esa rebeldía
retórica y sustancial que buscaba nuevas formas y nuevos fondos.
Así, me queda muy difícil coincidir con
Isaías Peña, quien dejó sentado en su texto, el que tengo entre las páginas 275
y 280 de la quinta edición de Suenan
timbres, en la página 276, lo que sigue:
“Llegó a Bogotá y la descubrió en el
estupor y la mágica alegría de quien va por primera vez al circo. Nada de
atardeceres y arreboles; nada de cuitas trasnochadas; nada de jardines
versallescos; nada de tristezas y lamentos. Sin afiliarse a ningún ismo, sin lanzar ningún manifiesto, creó
su propia escuela para dar cuenta de su alegría”.
Como si la poesía de Luis Vidales fuese un
canto ingenuo y unívoco al progreso científico, al avance tecnológico, al
crecimiento de las ciudades..., a las transformaciones vertiginosas de inicios
del siglo 20. Y no. En la poética de Vidales están los arreboles, el campo, las
mujeres, la muerte, las angustias, los temores, los dolores... Todo lo que en
poesía es y será siempre; con la diferencia en el tratamiento, en el despojarse
de la solemnidad y el oropel retórico de los caducos, destacándose el sentido
del humor que, como dije líneas arriba, no es chiste simplón de los actuales
“Sábados Felices” sinó carajadas de domingos plácidos y desventurados. Toda
esta hipótesis creo yo la corrobora Vidales con su “cuentoema” Los antípodas, donde nos invita a echar
cuerda sobre “las situaciones de humorismo que nos arrancan leves sonrisas
capaces de hacer amables las existencias, aun aquellas atenazadas por una
desgracia”.
Ese humor de Vidales se amanceba con Los cantos de Maldoror, reconocida por
Lucho la influencia de Isidore Ducasse en su temperamento poético, más
notoriamente en ese otro “cuentoema”, El
antipático, en el que lo macabro se combina con lo jocoso sin que lo uno le
menoscabe a lo otro su propio espacio.
Si Vidales ve en Bogotá y la descubre “en
el estupor y la mágica alegría de quien va por primera vez al circo”, dicho
circo pronto le revelaría cierta hostilidad al poeta. Nos cuenta Vidales que se
armó de una apariencia en la que el vestir, los ademanes y la actitud eran un
conjunto dispuesto para enfrentar a la capital de Colombia. En el mismo sentido
afirmó (páginas 197 y 198, segunda edición): “Mi poesía se hizo en pugilato con
el público, en el sentido de que en ella debía resonar más el escándalo y el
sensacionalismo a medida que éste se airaba más contra mí”.
Así, la primera edición de Suenan timbres fue un éxito de ventas,
pero sólo por la curiosidad y el morbo de los compradores que querían ver,
ahora sí como si fuesen a un circo, pero no más a ver una presentación de
“fenómenos”, qué tan malo era ese libro tan mal referenciado por críticos y
poetas de la anacrónica y sosa poesía “centenarista”. De Suenan timbres, de la poesía de Luis Vidales se decía que era “una
poesía que no es poesía, que no es gramática, que no es prosa, que no es
literatura en ningún sentido, que no es nada sino germanía” (página 201,
segunda edición). Todo esto Vidales lo enfrentó con la dignidad de un sentido
del humor que daba la vuelta a la arepa de sus detractores y a la vez hacía sus
búsquedas en el envés del mundo.
Concluyo esta tesis doctoral en timbres
con mi afirmación de que la poesía de este libro es tetradimensional. Sus tres
dimensiones lógicas son: espacio, tiempo y movimiento. La cuarta dimensión, la
ilógica, es la imaginación (“la loca de la casa”). En esta cuarta dimensión, la
de la imaginación, residen el misterio, el humor y la irracionalidad de
imágenes y eventos presentados en Suenan
timbres. Es en esta dimensión donde se configuran el absurdo chocarrero y
la chanza macabra, está también todo lo irónico que hace burla y escruta lo
dado por sentado de las tres dimensiones lógicas.
Sí, Suenan
timbres es un libro chistoso, y a la vez de pensamientos profundos, como lo
son todos los grandes humoristas.
[1] Entrevistado por María Mercedes Carranza, este texto tuvo su
primera aparición en la revista Nueva
Frontera, No. 118, Bogotá, febrero de 1.977, págs. 24, 25 y 32.
“En síntesis, a excepción de lo normal,
todo ha marchado correctamente.” La frase es de Luis Vidales. Está registrada
en la página 247 de la quinta edición de Suenan
timbres[1], y es muestra de su humor irónico, que
es no un tropo literario sinó un talante de individuo, expresión de su
carácter, sensibilidad e inteligencia.
Aldo Pellegrini habla sobre el humor en la
Poesía como manifestación subversiva de la misma cuando pululan los poetas del
aplauso y la dádiva ―es decir, la poesía desposeída de Poesía―, y éstos operan
como instrumento de adormilamiento a favor de los dueños del mundo. Cuando tales
poetas ahítos de tropos y de lontananzas vacuas se imponen y llenan salones
sociales, el desagravio a la Poesía surge de nuevos poetas, inconformes que
reciben de manos de las musas la posta que dejaron anteriores poetas que
hicieron la renovación en su momento. Porque la Poesía nunca consentirá la
artritis en sus articulaciones ni arrugas en su rostro.
Y en los años 20 del siglo 20, cambalache problemático
y febril, cuando en Colombia urgía sacar de un patadón la solemnidad y remilgos
anquilosados de los poetas de salón que cómodamente instalados hacían las
delicias de nuestros conservadores patricios, irrumpe como milagrosamente
conectado ―milagrosamente, porque el país literario cachaco andaba tan atrasado
mirándose el ombligo en el espejo de la producción literaria de siglos pasados,
y sin saberlo, pues cómo carajos iba a saber en esa Bogotá provinciana y
recoleta, que su corazón de poeta estaba bombeando la misma savia que corría
también por entonces por las venas y arterias de Breton, Kandinski, Tzara,
Huidobro, Vallejo, Picasso y otros tantos― con la Vanguardia que sacudía el
mundo de las artes, Luis Vidales.
Con sus poemas, que en su momento fueron
considerados una desfachatez, Vidales le tuerce el pescuezo a aquella
envejecida y aguada forma de poetizar cimentada en Colombia. Precisamente,
junto a Vidales aparecen nuevos valores que recibieron más por confluencia
generacional que por integrar un ismo artístico diferenciado, definido, el
nombre de “Los Nuevos”. Entre éstos se destacó Luis Vidales por el uso del
humor, la ironía jocosa, que no era simple chiste simplón como los del “Sábados
Felices” de ahora, sinó ataque rudo y medido contra todo lo que de este mundo
es impostura y formalidad vanilocuente, a juicio del poeta, que cuando poeta
real, es el juicio justo, aunque no case con el juicio del común sentido
imperante.
Consideró Vidales que él, como hombre
antena que era, captó las señales del cambio de paradigmas estéticos, el “zeitgeist”
de un siglo 20 que marchaba a toda prisa con sus avances tecnológicos y las
revoluciones que agitaban el cotarro del mundo. Atribuía, entre otros, a las
influencias de sin duda poetas revolucionarios como el conde de Lautreamont con Los cantos de Maldoror, a Arthur
Rimbaud, a François Villon su talante de poeta. Y éstos fueron anteriores a
esas vanguardias posteriores que surgieron pasada la Gran Guerra europea.
Luis Tejada, periodista y revolucionario
de la vida capitalina de entonces, fue en cierto modo el dr. Frankenstein que
le dio vida al monstruo poético que fue Luis Vidales, pues impulsó y dotó con
piezas de su propio carácter y pensamiento el talento ya demostrado del joven
calarqueño. Es por ello que a Vidales no le cayó bien que en una crítica ―página
105 de la segunda edición de Suenan
timbres―, aunque a manera de elogio, se le calificara de “buen poeta”, ya
que los “buenos poetas” son los poetas domesticados de que hablara el
mencionado Aldo Pellegrini en su texto La
acción subversiva de la Poesía, y esos eran justamente el tipo de poetas a
los que les debía caer el meteorito aniquilador, según Tejada, y contra quienes
tuvo que combatir Vidales desde antes
de la aparición de Suenan timbres, al
ir publicando desgranadamente poemas en medios como los suplementos literarios
de los diarios El Espectador y El Tiempo.
Y me es grato coincidir con Juan Manuel
Roca, quien escribió el prólogo a la quinta edición de Suenan timbres, al leer en la página 23 de ésta:
“Parece que a este nuestro pueblo, al igual
que al personaje de Poe, le ha invadido la irremediable cobardía de no abrir
los ojos, no tanto por esquivar la visión de horribles cosas como por el
fundado temor de no ver nada”.
Estas palabras de Jorge Eliécer Gaitán,
asesinado en 1.948, daban cuenta de la tétrica tradición de inmovilidad o del
espantoso bucle del espíritu y acontecer nacional que sigue vigente, tal como
Luis Vidales en su campo de poeta también se percataba en los 20 del 20 y hoy
yo recojo en el “20 20”.
En el mismo prólogo, página 24, otra grata
coincidencia con Roca. Hay algo sobre el humor, la risa, que me lleva a
desacuerdo con Isaías Peña, quien también escribiera sobre Suenan timbres y su autor en un texto publicado primero en su
tercera y vuelto a aparecer en esta quinta edición. Roca, sobre el humor de Suenan timbres, de Vidales, comenta:
“Si Bertolt Brecht dice que “el que ríe no
ha recibido la terrible noticia”, jugando a los contrarios se podría decir que
lo liberador es reír después de recibirla. Imaginar la primera risa de Adán
tras su expulsión, cuando aún merodeaba en los suburbios del paraíso, es creer
que el reír no nace sólo de la alegría sino, también, del dolor que exorciza.
Así cree entenderlo Vidales”.
Y seguimos coincidiendo. Esta vez nos
conjuga, en la página 26, la mención e ideas de Aldo Pellegrini cuando escribe:
“hay un signo inmediato que revela a la verdadera poesía: provoca la irritación
y el encono de los mediocres”. Y añade Roca: “es su visión del humor que
subyace en la tragedia lo que lo hace subversivo”. El humorismo de Vidales en Suenan timbres es, por supuesto, de tipo
subversivo. No olvidemos que Luis Vidales era doblemente subversivo: como
hombre político por su militancia comunista y como poeta por esa rebeldía
retórica y sustancial que buscaba nuevas formas y nuevos fondos.
Así, me queda muy difícil coincidir con
Isaías Peña, quien dejó sentado en su texto, el que tengo entre las páginas 275
y 280 de la quinta edición de Suenan
timbres, en la página 276, lo que sigue:
“Llegó a Bogotá y la descubrió en el
estupor y la mágica alegría de quien va por primera vez al circo. Nada de
atardeceres y arreboles; nada de cuitas trasnochadas; nada de jardines
versallescos; nada de tristezas y lamentos. Sin afiliarse a ningún ismo, sin lanzar ningún manifiesto, creó
su propia escuela para dar cuenta de su alegría”.
Como si la poesía de Luis Vidales fuese un
canto ingenuo y unívoco al progreso científico, al avance tecnológico, al
crecimiento de las ciudades..., a las transformaciones vertiginosas de inicios
del siglo 20. Y no. En la poética de Vidales están los arreboles, el campo, las
mujeres, la muerte, las angustias, los temores, los dolores... Todo lo que en
poesía es y será siempre; con la diferencia en el tratamiento, en el despojarse
de la solemnidad y el oropel retórico de los caducos, destacándose el sentido
del humor que, como dije líneas arriba, no es chiste simplón de los actuales
“Sábados Felices” sinó carajadas de domingos plácidos y desventurados. Toda
esta hipótesis creo yo la corrobora Vidales con su “cuentoema” Los antípodas, donde nos invita a echar
cuerda sobre “las situaciones de humorismo que nos arrancan leves sonrisas
capaces de hacer amables las existencias, aun aquellas atenazadas por una
desgracia”.
Ese humor de Vidales se amanceba con Los cantos de Maldoror, reconocida por
Lucho la influencia de Isidore Ducasse en su temperamento poético, más
notoriamente en ese otro “cuentoema”, El
antipático, en el que lo macabro se combina con lo jocoso sin que lo uno le
menoscabe a lo otro su propio espacio.
Si Vidales ve en Bogotá y la descubre “en
el estupor y la mágica alegría de quien va por primera vez al circo”, dicho
circo pronto le revelaría cierta hostilidad al poeta. Nos cuenta Vidales que se
armó de una apariencia en la que el vestir, los ademanes y la actitud eran un
conjunto dispuesto para enfrentar a la capital de Colombia. En el mismo sentido
afirmó (páginas 197 y 198, segunda edición): “Mi poesía se hizo en pugilato con
el público, en el sentido de que en ella debía resonar más el escándalo y el
sensacionalismo a medida que éste se airaba más contra mí”.
Así, la primera edición de Suenan timbres fue un éxito de ventas,
pero sólo por la curiosidad y el morbo de los compradores que querían ver,
ahora sí como si fuesen a un circo, pero no más a ver una presentación de
“fenómenos”, qué tan malo era ese libro tan mal referenciado por críticos y
poetas de la anacrónica y sosa poesía “centenarista”. De Suenan timbres, de la poesía de Luis Vidales se decía que era “una
poesía que no es poesía, que no es gramática, que no es prosa, que no es
literatura en ningún sentido, que no es nada sino germanía” (página 201,
segunda edición). Todo esto Vidales lo enfrentó con la dignidad de un sentido
del humor que daba la vuelta a la arepa de sus detractores y a la vez hacía sus
búsquedas en el envés del mundo.
Concluyo esta tesis doctoral en timbres
con mi afirmación de que la poesía de este libro es tetradimensional. Sus tres
dimensiones lógicas son: espacio, tiempo y movimiento. La cuarta dimensión, la
ilógica, es la imaginación (“la loca de la casa”). En esta cuarta dimensión, la
de la imaginación, residen el misterio, el humor y la irracionalidad de
imágenes y eventos presentados en Suenan
timbres. Es en esta dimensión donde se configuran el absurdo chocarrero y
la chanza macabra, está también todo lo irónico que hace burla y escruta lo
dado por sentado de las tres dimensiones lógicas.
Sí, Suenan
timbres es un libro chistoso, y a la vez de pensamientos profundos, como lo
son todos los grandes humoristas.
[1] Entrevistado por María Mercedes Carranza, este texto tuvo su
primera aparición en la revista Nueva
Frontera, No. 118, Bogotá, febrero de 1.977, págs. 24, 25 y 32.