Al traspasar el umbral de la puerta de la casa marcada con
el número 815 de la calle Donceles, se ingresa a un ámbito ambiguo, mágico.
Entramos con Felipe Montero, pero es otro personaje el que nos conduce hasta
ahí, alguien que siempre le habla al opaco historiador de manera coloquial, con
desparpajo familiar; no le dice usted, o vuestra merced, ni nada parecido, sólo
le habla de “tú”.
Como una proyección de esa magia, quizás, este personaje misterioso
sale de la casa; sale a capturar a Felipe Montero y se le presenta bajo la
forma de oferta de empleo en un periódico cualquiera, y le habla, le persuade
de que es a él, sólo a él, a quien va dirigido el anuncio. Desde ese momento,
el tiempo deja de ser ese momento; ya no estaremos en el ahora, ni en el
después con que la voz va desnudando el destino o devenir; la escuchamos en
tiempo pretérito, legendario. Esta historia ha empezado mucho antes, y ese
antes ha disuelto los límites, se ha fundido con el ahora y el después.
Entramos y nos encontramos con unas memorias inconclusas,
las del general Llorente, que deben ser completadas por una mano, la de Felipe
Montero, que tiene el mismo pulso de la mano que las había escrito. Esas manos,
las de Felipe Montero, son las manos que Aura sentirá en su piel, las caricias
del general Llorente en las capas de cebolla de Consuelo.
Estamos allí, en la casa donde los espejos son innecesarios
porque para verse están las viejas fotos. La casa donde uno es el otro y ésa es
aquélla. En esta casa la juventud se cansa y desaparece, pero a los tres días
vuelve. En esta casa el amor persevera y, pecaminosamente, desciende como
Orfeo, al exterior, y trae de vuelta, con éxito, a la persona amada en carne
nueva, rescatándolo de la mediocre “realidad”. En esta casa el avatar es carne nueva,
bella, parida por el deseo, reverdecida por la savia de plantas que crecen en
la oscuridad y por ritos proscritos.
La casa número 815, antes 69, de la calle Donceles, se
sostiene como forastera en el mundo de los aparatos eléctricos, iluminada
apenas por velas y esa fantasmagórica luz que procede de su propia oscuridad. Está
sitiada. Es una indeseable anacronía, no encaja con la positivista modernidad;
pero la magia que habita la casa es capaz de romper el cerco. El sortilegio reaparece
cuando lees ese anuncio… Estás embrujado.