miércoles, 23 de marzo de 2016

Consuelo/Aura: el amor órfico

Al traspasar el umbral de la puerta de la casa marcada con el número 815 de la calle Donceles, se ingresa a un ámbito ambiguo, mágico. Entramos con Felipe Montero, pero es otro personaje el que nos conduce hasta ahí, alguien que siempre le habla al opaco historiador de manera coloquial, con desparpajo familiar; no le dice usted, o vuestra merced, ni nada parecido, sólo le habla de “tú”.

Como una proyección de esa magia, quizás, este personaje misterioso sale de la casa; sale a capturar a Felipe Montero y se le presenta bajo la forma de oferta de empleo en un periódico cualquiera, y le habla, le persuade de que es a él, sólo a él, a quien va dirigido el anuncio. Desde ese momento, el tiempo deja de ser ese momento; ya no estaremos en el ahora, ni en el después con que la voz va desnudando el destino o devenir; la escuchamos en tiempo pretérito, legendario. Esta historia ha empezado mucho antes, y ese antes ha disuelto los límites, se ha fundido con el ahora y el después.

Entramos y nos encontramos con unas memorias inconclusas, las del general Llorente, que deben ser completadas por una mano, la de Felipe Montero, que tiene el mismo pulso de la mano que las había escrito. Esas manos, las de Felipe Montero, son las manos que Aura sentirá en su piel, las caricias del general Llorente en las capas de cebolla de Consuelo.

Estamos allí, en la casa donde los espejos son innecesarios porque para verse están las viejas fotos. La casa donde uno es el otro y ésa es aquélla. En esta casa la juventud se cansa y desaparece, pero a los tres días vuelve. En esta casa el amor persevera y, pecaminosamente, desciende como Orfeo, al exterior, y trae de vuelta, con éxito, a la persona amada en carne nueva, rescatándolo de la mediocre “realidad”. En esta casa el avatar es carne nueva, bella, parida por el deseo, reverdecida por la savia de plantas que crecen en la oscuridad y por ritos proscritos.


La casa número 815, antes 69, de la calle Donceles, se sostiene como forastera en el mundo de los aparatos eléctricos, iluminada apenas por velas y esa fantasmagórica luz que procede de su propia oscuridad. Está sitiada. Es una indeseable anacronía, no encaja con la positivista modernidad; pero la magia que habita la casa es capaz de romper el cerco. El sortilegio reaparece cuando lees ese anuncio… Estás embrujado.

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