Lo
que va de H. P. Lovecraft a J. L. Borges
Cuando
Howard Phillips escribió en su cuento Los sueños en la casa de
la bruja: “El
cálculo no euclidiano y la física cuántica bastan para violentar
cualquier cerebro, y cuando se los mezcla con tradiciones folklóricas
y se intenta rastrear un extraño fondo de realidad multidimensional
detrás de las sugerencias espantosamente crueles de las leyendas
góticas y de los fantásticos susurros junto a una esquina de la
chimenea, apenas puede esperar encontrarse completamente libre de una
cierta tensión mental”, nos revelaba sus intereses y a qué acudía
para crear sus relatos –además de
lo que le demandaba mentalmente el ejercicio de escribir sus
espeluznantes visiones–. Declarándose ateo, materialista
mecanicista, sus conocimientos de los avances y teorías de la
ciencia de su tiempo –en especial la física, la química, la
astronomía y cosmología– los combina con los conocimientos de las
leyendas y tradiciones de su región en lo concerniente a las
historias de hechicería, y asimismo de ciertos conocimientos en
materia de grimorios, sociedades ocultistas, sectas extrañas, y todo
ello rebullendo en la olla brujeril de su cerebro da como resultado
esa sórdida pócima que es su literatura.
Lovecraft aprovecha admirablemente las ancestrales historias de
espantos de su natal Nueva Inglaterra, en especial la tradición de
brujería y satanismo que sobre Salem se cuenta, y empalma aquello
con sus dioses y criaturas particulares, habilidad que ha dado pie a
la leyenda que sobre él mismo se ha tejido como especie de médium o
persona especialmente receptiva a eventos paranormales y conocedor de
secretos terribles.
Al darnos una información bibliográfica de “el pavoroso
Necronomicón, del enloquecido árabe Abdul Alhazred, en versión
latina de Olaus Wormius, impreso en España en el siglo XVII”,
guardado en la Universidad de Miskatonic, como sucede en El horror
de Dunwich, Lovecraft logra
generar en el lector una especie
de credulidad en lo que
cuenta, aunque tengamos por descontado que se trata de una obra de
ficción. Es cuando quien se entrega a la lectura de sus horrores se
pregunta qué, de entre todo lo que es aquí mera ficción, puede ser
una posibilidad de que sea cierto, real, que no conozco, que no he
experimentado y Lovecraft sí. Digo, es aquí donde surge la leyenda
de Lovecraft entre los más dados a creer que estamos rodeados de una
realidad que no llegamos a captar con nuestros limitados sentidos en
estado de vigilia, y que es probable que de algún modo nos penetra
mientras estamos dormidos o de manera subconsciente influye en
nuestras vidas. Leemos, en El ser en el umbral:
“Edward Derby continuó
manifestándose con el mismo brillo de sus primeros tiempos y apenas
cumplidos los dieciocho años, una recopilación de sus oníricos
poemas, titulada Azathoth and Others Horrors, provocó una encrespada
reacción entre la crítica. Por entonces mantenía una estrecha
correspondencia con el famoso poeta baudelairiano Justin Geoffrey. el
autor de The People of the Monolith, el mismo que murió en medio de
alaridos en 1926 en un manicomio, tras visitar un ominoso poblado de
Hungría cuya memoria es mejor no conservar.” Esto es lo que hacía
Lovecraft y manejaba con maestría, recurso literario que encontramos
también en otro escritor –más ‘serio’–, quien leyó las
noticias y confesiones sobre las cósmicas y antiquísimas deidades
monstruosas y razas no humanas que nos acechan: Jorge Luis Borges. El
argentino, quizá aprendiéndolo de Howard Phillips o reforzándolo
con la lectura de los Mitos de Cthulu,
fue asimismo experto en la invención de autores, obras y demás
relacionado, como si hubiese sido cierto, porque le da a la ficción
un asidero a la realidad; en este caso del fragmento de El
ser en el umbral, por ejemplo,
se menciona a Baudelaire como influencia del supuesto famoso poeta
Geoffrey, quien muere en 1.926 luego de haber hecho un viaje a
Hungría, escritor de un libro llamado The people of the
monolith. Es la misma clase de
información que logra hacernos teclear en la barra del navegador con
el fin de hallar en la internet su veracidad –aún sabiendo que la
internet nos puede llevar a recoger más supuestos que certezas–
llevados por esa curiosidad casi tan demencial como la de muchos de
los personajes inventados por el escritor de Providence.
Cuando el protagonista de La ciudad sin nombre se
interna por estrechos túneles hacia el profundo mundo subterráneo
bajo las arenas del desierto arábigo, nos revela la historia de una
civilización asombrosamente antigua, contada a lo Miguelángel
en el techo de la Capilla Sixtina; es decir, pintada en murales. Nos
la sintetiza de este modo: “pude descifrar someramente una épica
asombrosa de la ciudad sin nombre: la crónica de una poderosa
metrópoli costera que gobernó el mundo antes de que África
surgiera de las olas, y de sus luchas cuando el mar se retiró y el
desierto invadió el fértil valle que la mantenía. Vi sus guerras y
sus triunfos, sus tribulaciones y derrotas, y después, su terrible
lucha contra el desierto, cuando miles de sus habitantes
–representados aquí alegóricamente como grotescos reptiles– se
vieron empujados a abrirse camino hacia abajo, excavando la roca de
alguna forma prodigiosa, en busca del mundo del que les habían
hablado sus profetas. Todo era misteriosamente vívido y realista; y
su conexión con el impresionante descenso que yo había efectuado
era inequívoco. Incluso reconocía los pasadizos.” Esta
forma de resumir un mundo, una cultura, se halla también en la
literatura de Jorge Luis Borges, quien en cuentos suyos es capaz de
adaptarla a su estilo y propósitos. Borges, como Lovecraft, hace
esta misma clase de resúmenes para hablarnos de obras literarias,
hechos, gentes y lugares que sólo son reales en sus cuentos, aunque
luego algunos hayan tomado estas ‘revelaciones’ como misterios
guardados celosamente por iniciados. Hay que decir que esta
‘persuasión’ que lograron Borges y Lovecraft de insertar en la
realidad sus ficciones, es porque en sus ficciones insertaban
hábilmente trozos de realidad, como son obras literarias, sucesos,
personajes, lugares, que entrelazaran lo real con lo imaginado.
Intención más claramente expuesta por Borges en su Tlön, Uqbar,
Orbis Tertius: que la ficción fuese capaz de permear la realidad,
dando como resultado esto una ‘crisis de la realidad’: todo lo
imaginado o soñado es real, y puede hacerse tangible,
materializarse, cuando la mente ya no lo separa de lo real sino que
lo asume como tal. Puede decirse que Howard Phillips Lovecraft y
Jorge Luis Borges –y con más
énfasis en el último– pretendieron ‘falsificar la realidad’ o
demostrar que sus cimientos no son muy firmes.
Sobre esto de la ‘falsificación
de la realidad’ o socavar sus cimientos, y de lo que va de
Lovecraft a Borges, circula cierta anécdota –que vaya a saber
Azathoth cuánto hay de cierto en ella– la cual asegura que el
escritor argentino en su calidad de director de la Biblioteca
Nacional en Buenos Aires, hizo correr el rumor de que, en efecto,
allí se encontraba una copia antigua del funesto Necronomicón
redactado por el árabe loco Abdul Alhazred. Investigadores de temas
esotéricos y ocultistas –es curiosamente contradictorio lo
exhibicionistas que son muchos de estos personajes misteriosos– de
todas partes llegaban a la gran ciudad austral para estudiar el gran
grimorio. Se dice que incluso se encontró la ficha bibliográfica,
pero el libro jamás apareció. No me extraña que dicha anécdota
fuese cierta, considerando que el mismo Howard Phillips Lovecraft
había ubicado en sus relatos uno de los antiguos
manuscritos del libro maldito en dicha biblioteca, y que el
argentino, cuyo sentido del humor sardónico le pudo haber inspirado
dicha broma al terminar de leer El horror de Dunwich,
haya elaborado la ficha. De todos modos, el asalto a la realidad
está hecho y seguramente los dos autores se están riendo,
departiendo con Italo Calvino, Kublai Khan, Marco Polo y Samuel
Taylor Coleridge, en aquella ciudad de los sueños… ¿R’lyeh?
Entonces aquel inmortal o longevo que especulara Borges, el cual
“trabaja con almas de hombres que duermen y abarca continentes y
siglos”… ¡es Cthulu! ¡Arrg, qué terrible verdad se me ha
revelado y cómo es que aún sigo escribiendo sin enloquecer, justo
antes de echarme a dormir, a las 2:41 de la madrugada!