Después de leer El
conde de Montecristo concluyo que
La venganza
nunca es buena:
mata el alma
y la envenena.
No, me equivoco, eso es después de ver un capítulo de El Chavo del ocho. En realidad, Dantés
sí que recogió una buena cosecha: quienes lo perdieron, perdieron. Y partió en
su yate, con su “esclava”, purificada el alma, rumbo a una vida dichosa.
¡El dinero, el dinero! Se puede vivir cautivo del dinero y
ser feliz, como Danglar hasta antes de la venganza de Dantés, y se puede vivir como
amo del dinero y aún así no ser feliz, como Dantés hasta antes de consumar su
venganza. Lo cierto es que cuanto más dinero se tenga, más cosas son posibles
de lograr, en especial si se sabe muy bien para qué sirve el dinero: para
comprar todo aquello que es susceptible de ser vendido, por algún precio, sea
poco o sea mucho. Tenga poco o tenga mucho, deberá usted ceñirse a comprar sólo
lo que su dinero alcance a comprar, y si quiere comprar más, debe procurarse
los medios para conseguir más dinero. El dinero es también muy útil para llevar
a cabo un plan de venganza, o dicho de manera menos antipática, para hacer
justicia.
Alexandre Dumas (el padre de Alexandre Dumas) y Auguste
Maquet ―el último, según
se cuenta, coautor de la obra―,
como buenos franceses del Siglo XIX, criados bajo los preceptos de la moral
cristiana y el honor masculino, y bajo la influencia del Romanticismo, supieron
justificar las acciones de Montecristo, lo que me queda claro después de aquella
conversación con Mercedes en que Dantés le dice, refiriéndose a Fernando
Mondego o conde de Morcef: “los franceses no se han vengado de un traidor, los
españoles no han fusilado a un traidor, y el turco, metido en su tumba, ha
dejado sin castigo al traidor. Pero yo, traicionado, asesinado, arrojado
también a una tumba, he salido de esa tumba gracias a Dios, y a Dios debo mi
venganza. ¡Él me envía para eso, y aquí estoy!” Dantés representa la verdadera
e incorruptible justicia: la divina, de infinita superioridad a la defectuosa justicia
humana, estatal, que representa de Villefort, la cual no es raro que se halle
sometida a las presiones y conveniencias mundanas y particulares. Sin embargo ―para que no se equivoquen,
no soy un devoto cristiano de ninguna clase, y menos cristiánico―, no confundamos, ociosos
lectores, justicia divina con justicia eclesiástica ni pretendamos a la
justicia eclesiástica como muy virtuosa en comparación con la que llamé
justicia estatal: los tribunales del “Santo Oficio”, otrora, y los actuales tribunales
religiosos han sido y son tan mundanos y corruptos como la justicia militar y
la justicia civil. ¿Será necesario hacer un pequeño inventario de injusticias
de las justicias civil, militar y religiosa?
La terrible venganza divina de Dantés cobrará víctimas
“inocentes”, personas que son arrastradas por el torbellino de los
acontecimientos. El plan milimétrico de Montecristo muerde como “bajas
colaterales” a Benedetto, capturado por la justicia civil por sus crímenes,
ninguno de los cuales tuviera que ver con el martirio de Dantés en la Isla de
If, y, peor aún, porque éste sí personaje del todo inocente, el niño Eduard
muere asesinado por su madre Eloise. Las acciones del conde de Montecristo
rebasan lo planeado, supongo; no creo que Edmond Dantés haya querido perjudicar
a Benedetto, un joven nacido con mala estrella y que con la ayuda de Dios y de
la inmensa fortuna (me refiero al dinero, por supuesto) de Montecristo, quizás
podría recomponer su destino, y menos aún causar, ni de manera indirecta, la
muerte de Eduard, quien apenas contaba con 8 años de edad.
Edmond Dantés es un Jonás en las entrañas de esa ballena
que es la prisión de If; un Job que
encontró en Faria, en los calabozos de If, un faro de sapiencia y fe en ese
dios semita. La esperanza está en la fe en que ese dios compensará todos los
males sufridos y de la mano de ese dios se hará justicia.
Montecristo, esa palabra, Monte de Cristo. El Monte de
Cristo, aquel donde el Jesús de los evangelistas Marcos, Mateo, Lucas y Juan
sufrió el suplicio de la crucifixión y lavó nuestros pecados con su sangre
derramada y su de mentiritas muerte humana. Claro, estamos perdonados, peros
sólo si aceptamos a Jesús como nuestro salvador (lo cual quiere decir que en lo
que a mí toca, como no soy creyente, todo el drama de Jesús ha sido en vano:
dios, ofreciéndose a sí mismo como chivo expiatorio para redimirnos, deberá
conformarse con sus millones de fieles, pero esos millones de fieles no serán
bálsamo suficiente para aliviar la piquiña que le causa que algunos como yo no
creamos que tales relatos no sean otra cosa que literatura, como lo es El conde de Montecristo, aunque tengan
un contexto histórico real y se entretejan en la trama personajes y hechos
históricos ciertos) ese dios Padre-Hijo-Espíritu Santo sadomasoquista se hizo
hombre en su componente Hijo para ser torturado y de esta manera demostrarnos
su gran amor a la errada humanidad por él creada. Edmond Dantés, ultrajado,
torturado y muerto, halla en Montecristo el personaje que lo devolverá al
mundo, resucita, pero no para perdonar sino para castigar. No es el Jesús del
Nuevo Testamento, es Jehová de los Ejércitos dispuesto a descargar su furia
sobre los descaminados.
Pero qué le vamos a hacer, «los designios de Dios son inescrutables», «Dios obra de maneras
misteriosas». Este perfecto
dios es tan misericordioso como implacablemente macabro (y defectuoso).
1 comentario:
☺♥
Publicar un comentario