Isidore Ducasse (no el Conde de Lautréamont; Isidore
Ducasse), tal como lo hallamos en la edición (obtenida en pdf) de Los cantos de Maldoror y otros textos,
editado por Barral Editores S.A. (Barcelona, 1970), traducción al español de
Aldo Pellegrini, en su obra titulada Poesías
dice, en la página 254 (cuenta en formato pdf; 265 como libro en papel): «No me retractaré de lo que
afirmo. Quiero que mi poesía pueda ser leída por una niña de catorce años», y
más adelante, página 256 (267) fustiga: «La descripción del dolor es un
contrasentido. Hay que hacer ver todo por el lado bello. Si esta historia
[refiriéndose a Pablo y Virginia]
estuviese relatada en una simple biografía, no la atacaría. Cambia
inmediatamente de carácter. El infortunio se vuelve augusto por la voluntad
impenetrable de Dios que lo creó. Pero el hombre no debe crear el infortunio en
sus libros. Es querer considerar a toda costa solamente un lado de las cosas.
¡Qué chillones maniáticos que sois!
No reneguéis de la inmortalidad del alma, de la sabiduría de
Dios, de la grandeza de la vida, del orden que se manifiesta en el universo, de
la belleza corporal, del amor a la familia, del matrimonio, de las
instituciones sociales. Dejad a un lado los escritorzuelos funestos: Sand,
Balzac, Alejandro Dumas, Musset, Du Terrail, Féval, Flaubert, Baudelaire,
Leconte y la “Huelga de los herreros”»
Es por
estas razones que enfatizo, Poesías fue
escrito por Isidore Ducasse, no por el Conde de Lautréamont. Difícil creer que la misma
pluma que escribió Los cantos de Maldoror
sea la misma que escribió Poesías. ¿De verdad, Poesías lo escribió el mismo que escribió esa crueldad literaria
que golpea cualquier esperanza de una consolación divina que es Los cantos de Maldoror, cuyo personaje
malévolo es tan capaz de poner a dudar a un arcángel ―al cual ridículamente Lautréamont lo pone en escena en forma de
cangrejo paguro, éste comisionado por el dios bíblico para salvar a un joven de
la perversidad de Maldoror―, de la omnipotencia de ese dios cuando expresa: «¿y
cómo tener éxito […] en un caso en que mi señor ha visto fracasar más de una
vez su fuerza y su valor? Yo soy solamente una sustancia limitada, mientras que
el otro nadie sabe de dónde viene ni cuál es su objetivo final. Al oír su
nombre, los ejércitos celestiales tiemblan, y más de uno refiere, en las
regiones que he dejado, que ni el mismo Satán, Satán la encarnación del mal, es
tan temible»? Y restriega Lautréamont contra la omnipotencia de ese dios la violenta suficiencia
de Maldoror cuando monologa: «Sin duda llega de lo alto [el cangrejo paguro],
enviado por Aquel que teme tanto acudir personalmente». Una curiosidad:
quisiera saber si el Conde de Lautréamont puso siempre o no mayúscula inicial cuando usó nombres
comunes, pronombres, adjetivos u otra forma para referirse al dios bíblico,
porque el cangrejo paguro dice “mi señor” y está así, todo en minúscula,
mientras que cuando Maldoror dice “Aquel”, tiene la mayúscula inicial. Podría
tratarse de problemas de edición.
Entre las páginas 256 y 257 (267 y 268), el joven Isidore
sentencia: «
Las verdades
inmutables y necesarias, que dan gloria a las naciones y que la duda se
esfuerza en vano por conmover, comenzaron con el mundo. Son cosas que no habría
que tocar. Los que quieren introducir la anarquía en la literatura, con el
pretexto de la novedad, caen en un contrasentido. Como no se atreven a atacar a
Dios, atacan la inmortalidad del alma. Pero también la inmortalidad del alma es
tan antigua como los estratos del mundo. ¿Qué otra creencia la reemplazará, si
debe ser reemplazada? No siempre ha de ser una negación.
Si recordamos la verdad de donde provienen todas las otras,
la bondad absoluta de Dios y su ignorancia del mal, los sofismas se desplomarán
solos. Se desplomará al mismo tiempo la literatura poética que estuvo apoyada
en ellos.»
Increíble.
¡Qué candidez de jovencito! ¡Qué muchachito tan crispado! Quizás un pulso
interno, el deseo de ser bueno luchando contra pasiones reprochables a los ojos
de la doctrina cristiana, movió a Ducasse a escribir todo esto hallado en Poesías. Pero, ¡mi niño!, la doctrina
cristiana es tan hipócrita y su moral tan doble que no por ellas debieras
sentir esa tirantez mental que te agobia. ¡Es la sola condición humana, nuestra
humana y animalesca dualidad entre racional e irracional, lo que merece tus
indagaciones profundas al interior de ti mismo! ¿Eres tú, Isidore Ducasse, el
mismo Conde de Lautréamont,
quien con su Maldoror sí se atrevió a atacar al problemático dios de los judíos
y de los cristianos y de los islámicos? ¿Qué le pasó al jovencito que
escribiera (página 111 [119], en la traducción de Los cantos de Maldoror de este libro) «Recibí la vida como una herida, y he prohibido al suicidio
que haga desaparecer la cicatriz. Quiero que el Creador contemple hora tras
hora, durante su eternidad, ese tajo abierto. Es el castigo que le inflijo.»?
Tu muerte, Isidore, aún es tan misteriosa y fantaseada como la del mismo Edgar
Poe.
Es que la misma vida de Isidore Ducasse es nebulosa. En las
páginas 4 a 7 (7, 8, 9, 11) de este libro que agradezco, hay una «Nota del editor» y una «Advertencia sobre la presente
traducción de Los cantos de Maldoror», que sirven de aperitivo para
indagar sobre aquel que firmara como Conde de Lautréamont la, en todos los
sentidos tortuosa, obra Los cantos de
Maldoror. En la «Nota
del editor» se encuentra
un atisbo biográfico de Ducasse. En la página 5 (8) se roza el «testimonio de
un condiscípulo de Pau, Paul Lespés, que ya octogenario, en 1927, contó a un
biógrafo de Lautréamont,
lo que recordaba, sobre todo de las tribulaciones del poeta adolescente en las
clases de retórica. Según Lespes Ducasse odiaba la composición latina, era entusiasta
de Sófocles, de Corneille y de Racine y admiraba a Poe y a Gautier». Extraña
esta aseveración si tomamos en cuenta que al leer Poesías, hallamos
toda una disertación de Ducasse contra, entre muchos otros, Poe y Baudelaire
(quien dedica sus flores del mal a ―supongo― este mismo Gautier aquí mencionado)
y, en general, contra toda la literatura que explora los rincones oscuros del
alma humana, alma por la que tan cristianamente aboga Ducasse en contra de los “sofismas” de esa literatura que
desprecia, al sermonear (páginas 254 y 255 [265 y 266]): «¡No hagáis como esos
exploradores sin pudor, espléndidos para sí mismos, de melancolía, que
encuentran cosas desconocidas en sus espíritus y en sus cuerpos!
La melancolía y la tristeza constituyen ya el comienzo de la
duda; la duda es el comienzo de la desesperación; la desesperación es el
comienzo cruel de los diferentes grados de maldad.» Porque la melancolía, la
tristeza, la duda y la desesperación incitan a cuestionar la incuestionable fe
cristiana y su estructura de valores que Isidorito pretende salvaguardar, me
parece, más para sí mismo, en una crisis personal de fe tanto religiosa como
literaria. Por eso, más osado (o quizás la palabra sea turbado) que el mismo
Maldoror, se atreve a dejar escrita en sus Poesías
(página 257 [268]) esta lapidaria (sin duda, lapidaria) frase: «No tenemos
derecho a interrogar al Creador sobre nada».
A pesar de que con Poesías
Isidore Ducasse hace un esfuerzo por demoler toda la literatura que a su
juicio, según esta obra, es indigna, no es por Poesías que Isidore Ducasse sigue vigente como luz viva de estrella
muerta; es por esa otra obra, la impía, la de literatura indigna del Isidore
Ducasse de Poesías; es por Los cantos de Maldoror, la de su alter
ego Conde de Lautréamont, que Isidore Ducasse aún brilla en ese nocturno cielo
que es la literatura.
Para los escritores el Infierno, en vida y ya muertos, es
nunca brillar en ese Cielo.
Nota final: No he leído aún la totalidad de Poesías; tal vez me lleve, llegado al final de esta obra, una sorpresa que me obligue a tragarme estas letras.
Domingo José Bolívar Peralta
28 de diciembre de 2.019
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