No
pocas veces
ni
tampoco muchas,
saco
del bolsillo mi navaja
y
sonrío en la penumbra.
—Casandra,
no me dejas ver la tele.
A
la calle. Hay otros ojos.
Duelen
menos porque saben que no existes
y
no lo disimulan.
Saco
de nuevo mi navaja
ante
un montón de sonrisas fluorescentes
y
con ella hago un dibujo.
Es
un Pollock de tiempos fantaseados
en
los que éramos felices.
—Quizás
tú si lo fuiste.
Chorrea
sobre las relucientes baldosas.
Me
doy cuenta que las baldosas son un espejo
para
mirarle el culo a las que vienen con minifalda.
—¡Cuenta
más, Criswell, cuenta!
Recuesto
mi cabeza en la mórbida penumbra.
Alguien
dice que vio las señales
en
las piedras pintadas del patio.
—Miente.
Miente,
pero le creen del mismo modo
en
que creemos en los dioses
o
en los presentadores de las noticias de la tele.
—Tu
dibujo está dibujando en el piso un feo charco.
Los
que no me veían no quieren verme
ni
saber nada de tu dibujo.
De
nuevo a la calle.
Se
encuentra con su doppelgänger en la esquina.
Te
das un beso y sonríes.
Otra
vez la navaja.
—Ahora
sabes que soy invidente.
—Ahora
sé que no soy un vidente.
No hay comentarios:
Publicar un comentario