sábado, 16 de abril de 2016

Una rosa es una rosa es una rosa...

"Matadlos a todos, Dios reconocerá a los suyos."

"Quería que el lector se divirtiese. Al menos tanto como me estaba divirtiendo yo. Esta es una cuestión muy importante, que parece incompatible con las ideas más profundas que creemos tener sobre la novela." Cito al mismo Umberto Eco, quien a la manera de Edgar Allan Poe, escribió un texto que da cuenta de cómo y por qué escribió El nombre de la rosa, titulado Apostillas a El nombre de la rosa. La razón de esta cita se debe a que en la novela se debate con mucho ahínco y erudición sobre la risa. Jorge sostiene que Jesús jamás rió y que la risa es señal de banalidad, estulticia; necedad por la cual se resta importancia a lo que es importante. Hubo, donde trabajo, una reacción de uno de esos dignísimos abogados que, por castigo divino será, nos toca atender, cuando en chanza, por algo que me había dicho una compañera, yo le contesté "el man está vivo" (ya deben suponer qué clase de conversación tenía con esa compañera). El abogado intervino, sin haber captado el sentido de nuestra conversación, diciendo "¡Ah, sí, como dice el cura bandido ese de Santa Marta, que hasta pinta a Jesús riendo!". Aunque ese mismo día estaba transitando por los pasajes en los que se discutía sobre lo beneficiosa o perjudicial que es la risa, y había oído (más que leído, oído, con esa voz imponente suya) a Jorge de Burgos decir que Jesús jamás rió y escuchar sus argumentos en contra de la risa, y los argumentos de Guillermo de Baskerville defendiendo la risa y dando a entender que por su naturaleza humana Jesús bien pudo haber reído, y las intervenciones de los otros monjes envueltos en el debate (y las misteriosas muertes y actividades non sanctas al interior de la abadía), aun así, no quise, no tuve ganas de iniciar un debate con el indignado abogado. Me habría servido mucho lo que dice Eco: "Divertir no significa di-vertir, desviar los problemas", si la conversación, con astucia, yo la hubiera encaminado hasta este punto, algo no difícil de lograr frente a esta clase de profesionales del derecho. Sin duda, ese litigio lo ganaba yo; bastaba con mencionar personajes como Jaime Garzón para evidenciar lo serio que puede ser la risa, que hacer reír no necesariamente significa desviar los problemas o signo de estulticia, como dice Jorge. Claro, ese abogado no es Jorge de Burgos. Lectores míos, ¿no creen ustedes que Jorge de Burgos, recién recuperada la vista por el favor de Dios, se desbarataría los ojos como hizo Edipo si llegara a ver una de las camisetas de "el man está vivo"?, Ya lo veo, untando la Biblia del buen samario con aquella pócima secreta, para que el alma de ese hereje, blasfemo sacerdote coleto arda eternamente en el fuego eterno, soportando los peores suplicios jamás imaginados.

Finalmente, Eco logra vencer a Jorge de Burgos. ¡Que se vaya con su Aristóteles al Infierno el viejo loco! ¿Cómo es eso? No sé ustedes, pero yo, hermanos amadísimos, reí por montones leyendo esta obra, me divertí, porque en medio de los crímenes, el suspenso, las intrigas y la constante amenaza de la condenación eterna, e incluso de los sublimes arrebatos amorosos de Adso y las descripciones preciosas del paisaje circundante y la abadía, la obra está salpicada, en especial en momentos de alta tensión, de palabras, dichas o pensadas por los protagonistas, y situaciones cómicas. ¿Cómo no reírse cuando Ubertino intimida a Adso con sus apretones y miradas? ¡Adso, por Dios, Ubertino es un santo, no es Berengario! Aunque debo admitir que hay un personaje que me inquieta mucho y que, aun cuando me hizo reír también, me produjo mucha tristeza, por su vida tan llena de dificultades, por ser tenido como un monstruo. Me parece que a este personaje Rosseau lo podría presentar como ejemplo vivo de su célebre frase “el hombre nace sano, la sociedad lo corrompe”; porque si Salvatore es un monstruo, es porque en su periplo vital todos aquellos con quienes se tropezó contribuyeron a deformar su figura y su espíritu.

Cambiando de tema, sí, hermanos míos, eso hago para ganarme el pan (y apenas obtengo para medio pan), ejerzo un oficio muy antiguo: el de escribano, escribiente, transcriptor o, como se usa más en estos días, digitador. Claro, oficio que se hace ya no con pluma, tintero y papel sino con teclado, pantalla, impresora y ésta última si lleva la tinta y el papel. Así que, de alguna manera, estoy emparentado en materia de trabajo con los monjes del scriptorium. La diferencia mayor es que ellos, los monjes medievales que describe Adso, adoran su trabajo, sienten que hacen una labor muy importante (casi nada, conservar el legado de grandes filósofos, teólogos, poetas, alquimistas…) mientras que yo, a diario me enfrento con memoriales mal redactados, he imagino que Temis tiene los ojos vendados no por imparcial sino porque no quiere leer esos escritos, y de ahí el llamado “represamiento de la justicia”. Y hasta bastante falta les hace a mis clientes, los simples y los abogados (los simples con título), que Guillermo de Baskerville les dé unas clases de lógica, porque salen con unas marañas que ni ellos mismos se entienden.


¡Ah, hermanos míos, cómo me gustaría estar encorvado, en mi mesa, con la pluma en la mano, copiando un libro exquisito en un pergamino virgen, escuchar, por sortilegio de los signos gráficos, la voz de algún sabio! ¡Eso en vez de esta atroz realidad, estar encorvado, en mi mesa, con los dedos en el teclado, haciendo aparecer en la pantalla del computador, en letras, las palabras que me dice un mediocre, un simple!

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