"Matadlos a
todos, Dios reconocerá a los suyos."
"Quería que el lector se
divirtiese. Al menos tanto como me estaba divirtiendo yo. Esta es una cuestión
muy importante, que parece incompatible con las ideas más profundas que creemos
tener sobre la novela." Cito al mismo Umberto Eco, quien a la manera de
Edgar Allan Poe, escribió un texto que da cuenta de cómo y por qué escribió El
nombre de la rosa, titulado Apostillas a El nombre de la rosa. La razón de esta
cita se debe a que en la novela se debate con mucho ahínco y erudición sobre la
risa. Jorge sostiene que Jesús jamás rió y que la risa es señal de banalidad,
estulticia; necedad por la cual se resta importancia a lo que es importante.
Hubo, donde trabajo, una reacción de uno de esos dignísimos abogados que, por
castigo divino será, nos toca atender, cuando en chanza, por algo que me había
dicho una compañera, yo le contesté "el man está vivo" (ya deben
suponer qué clase de conversación tenía con esa compañera). El abogado
intervino, sin haber captado el sentido de nuestra conversación, diciendo
"¡Ah, sí, como dice el cura bandido ese de Santa Marta, que hasta pinta a
Jesús riendo!". Aunque ese mismo día estaba transitando por los pasajes en
los que se discutía sobre lo beneficiosa o perjudicial que es la risa, y había
oído (más que leído, oído, con esa voz imponente suya) a Jorge de Burgos decir
que Jesús jamás rió y escuchar sus argumentos en contra de la risa, y los argumentos
de Guillermo de Baskerville defendiendo la risa y dando a entender que por su
naturaleza humana Jesús bien pudo haber reído, y las intervenciones de los
otros monjes envueltos en el debate (y las misteriosas muertes y actividades
non sanctas al interior de la abadía), aun así, no quise, no tuve ganas de
iniciar un debate con el indignado abogado. Me habría servido mucho lo que dice
Eco: "Divertir no significa di-vertir, desviar los problemas", si la
conversación, con astucia, yo la hubiera encaminado hasta este punto, algo no
difícil de lograr frente a esta clase de profesionales del derecho. Sin duda,
ese litigio lo ganaba yo; bastaba con mencionar personajes como Jaime Garzón
para evidenciar lo serio que puede ser la risa, que hacer reír no necesariamente
significa desviar los problemas o signo de estulticia, como dice Jorge. Claro,
ese abogado no es Jorge de Burgos. Lectores míos, ¿no creen ustedes que Jorge
de Burgos, recién recuperada la vista por el favor de Dios, se desbarataría los
ojos como hizo Edipo si llegara a ver una de las camisetas de "el man está
vivo"?, Ya lo veo, untando la Biblia del buen samario con aquella pócima
secreta, para que el alma de ese hereje, blasfemo sacerdote coleto arda
eternamente en el fuego eterno, soportando los peores suplicios jamás
imaginados.
Finalmente, Eco logra vencer a
Jorge de Burgos. ¡Que se vaya con su Aristóteles al Infierno el viejo loco!
¿Cómo es eso? No sé ustedes, pero yo, hermanos amadísimos, reí por montones
leyendo esta obra, me divertí, porque en medio de los crímenes, el suspenso,
las intrigas y la constante amenaza de la condenación eterna, e incluso de los
sublimes arrebatos amorosos de Adso y las descripciones preciosas del paisaje
circundante y la abadía, la obra está salpicada, en especial en momentos de
alta tensión, de palabras, dichas o pensadas por los protagonistas, y
situaciones cómicas. ¿Cómo no reírse cuando Ubertino intimida a Adso con sus
apretones y miradas? ¡Adso, por Dios, Ubertino es un santo, no es Berengario!
Aunque debo admitir que hay un personaje que me inquieta mucho y que, aun
cuando me hizo reír también, me produjo mucha tristeza, por su vida tan llena
de dificultades, por ser tenido como un monstruo. Me parece que a este
personaje Rosseau lo podría presentar como ejemplo vivo de su célebre frase “el
hombre nace sano, la sociedad lo corrompe”; porque si Salvatore es un monstruo,
es porque en su periplo vital todos aquellos con quienes se tropezó
contribuyeron a deformar su figura y su espíritu.
Cambiando de tema, sí, hermanos
míos, eso hago para ganarme el pan (y apenas obtengo para medio pan), ejerzo un
oficio muy antiguo: el de escribano, escribiente, transcriptor o, como se usa
más en estos días, digitador. Claro, oficio que se hace ya no con pluma, tintero
y papel sino con teclado, pantalla, impresora y ésta última si lleva la tinta y
el papel. Así que, de alguna manera, estoy emparentado en materia de trabajo
con los monjes del scriptorium. La diferencia mayor es que ellos, los monjes
medievales que describe Adso, adoran su trabajo, sienten que hacen una labor
muy importante (casi nada, conservar el legado de grandes filósofos, teólogos,
poetas, alquimistas…) mientras que yo, a diario me enfrento con memoriales mal
redactados, he imagino que Temis tiene los ojos vendados no por imparcial sino
porque no quiere leer esos escritos, y de ahí el llamado “represamiento de la
justicia”. Y hasta bastante falta les hace a mis clientes, los simples y los
abogados (los simples con título), que Guillermo de Baskerville les dé unas
clases de lógica, porque salen con unas marañas que ni ellos mismos se
entienden.
¡Ah, hermanos míos, cómo me
gustaría estar encorvado, en mi mesa, con la pluma en la mano, copiando un
libro exquisito en un pergamino virgen, escuchar, por sortilegio de los signos
gráficos, la voz de algún sabio! ¡Eso en vez de esta atroz realidad, estar
encorvado, en mi mesa, con los dedos en el teclado, haciendo aparecer en la
pantalla del computador, en letras, las palabras que me dice un mediocre, un
simple!
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