No
me gustaría morir en Comala. Uno se aguanta esta vida, haciendo todo lo que
tiene que hacer con tal de dejar lo que quiere dejar, aferrado a la esperanza
de que luego podrá sempiternamente descansar en paz; pero en Comala ni después
de muerto se tiene sosiego; tantas voces, tanta conciencia fastidiando…
Muertos, y sin esperanza de ser
redimidos, penando hasta en el fondo oscuro de los sepulcros, rebotando como
ecos en la desolación de un pueblo en ruinas. Abandonados.
Si “la alegría cansa”, esta muerte
de Comala ha de ser la más patética forma de existencia, puesto que ya nada se
espera en este incesante repetir de lo que se fue. Alguien pide que recen por
su alma, pero es sabido que “Ninguno de los que todavía vivimos está en gracia
de Dios. Nadie podrá alzar sus ojos al cielo sin sentirlos sucios de vergüenza.
Y la vergüenza no cura.” El hecho es que ninguno de ellos vive, y es como si a
veces lo olvidaran, y como si al recordarlo y deshacerse, murieran nuevamente,
nunca del todo.
Cuando Juan Preciado muere,
dice: “Como si hubiera retrocedido el tiempo.” Es así. Comala está atrapada en
Comala. No hay avance. La Santa Muerte se ha dado el gusto de crear este
ámbito, un reino de ultratumba que está por fuera de los descritos por Dante, amarrado
al cadáver de un remoto pueblecito mexicano. Las ánimas de Comala no son capaces
de abandonar este reino porque todas, como Eurídice y la mujer de Lot, siempre
vuelven la mirada, hacia el pasado, a Pedro Páramo.
¿Y Pedro Páramo, también pena,
como los demás? Nunca Juan Preciado, vivo o fantasma, llegó a toparse, hasta
donde nos llevó el relato, con Pedro Páramo, ni tampoco éste aparece sino como
el recuerdo…, un recuerdo que recuerda a su Susana San Juan. En este punto, me
asalta la duda: ¿aquel narrador, el más extraño de todos, que no es Juan
Preciado ni son las ánimas del pueblo, quién es? Una y otra vez me lo planteo y
pienso que puede ser Pedro Páramo, si no es el artificio literario del narrador
tras el cual se oculta el escritor. Las dudas también entran por el lado de los
vivos que quedaban en Comala o al menos hacían tránsito por ella: Dorotea,
quien dice de sí misma que vivió más de lo debido —“cuando el cuerpo se me
había achaparrado, cuando el espinazo se me saltó por encima de la cabeza,
cuando ya no podía caminar”— por la ilusión —“Eso cuesta caro”—, la de un hijo,
es, según el orden de la lectura, el primer personaje que claramente reconoce haber
muerto, y en la sepulcral conversación con Juan Preciado, manifiesta: “Me senté
a esperar la muerte. Después que te encontramos a ti, se resolvieron mis huesos
a quedarse quietos. […] Me enterraron en tu misma sepultura y cupe muy bien en
el hueco de tus brazos.” Puede creer uno que Juan Preciado no fue la última
persona viva en dejar su huella sobre el suelo polvoriento de Comala; pero… recordemos
la conversación en el camino, con Abundio: “Aquí no vive nadie”, “tal vez
encuentre algún vecino viviente”; tal como se presentan las cosas —como eso de
que Donis ayudó a Dorotea a enterrar a Juan Preciado—… quizá, de alguna manera
aquí se aplique al pie de la letra aquello que dicen que dijo Jesús, el hijo de
José el carpintero: “Deja que los muertos entierren a sus muertos.”
Dorotea es, a mi parecer, el
personaje que más nos revela el estado de los difuntos de Comala. Cuando ella
le dice a Juan Preciado, en su conversación de difuntos, “que el padre Rentería
me aseguró que jamás conocería la gloria.
Que ni siquiera de lejos la vería... Fue cosa de mis pecados; pero él no
debía habérmelo dicho. Ya de por sí la vida se lleva con trabajos. Lo único que
la hace a una mover los pies es la esperanza de que al morir la lleven a una de
un lugar a otro; pero cuando a una le cierran una puerta y la que queda abierta
es nomás la del infierno, más vale no haber nacido… El cielo para mí, Juan
Preciado, está aquí donde estoy ahora.” Esta sentencia del tempestuoso padre
Rentería, que luego se iría al monte a guerrillear en las revueltas mexicanas —acosado
por su conciencia—, se extiende a todos los habitantes de Comala, porque para
él todos han sido corrompidos por Pedro Páramo de una u otra forma; aunque el
mismo sacerdote muy bien sabía que contrariar al terrateniente (o a ese estirón
de los brazos de su maldad que fue su único hijo acogido y consentido, Miguel)
significaba morir, ya sea ahorcado, de un tiro o de hambre —“ellos me dan mi
mantenimiento. De los pobres no consigo nada.”—. Sumémosle aquel obispo que se
fue de Comala sin dar la bendición. No obstante, se cuenta una que otra
aparición de difuntos anteriores al imperio de Pedro Páramo, a la condenación
del padre Rentería y la del obispo aquel, cosa normal en un pueblo; lo
abrumador es que toda la población del pueblo sea eso: difuntos que penan. Juan
Preciado murió, precisamente, porque no pudo más sostener su vida entre el
difunterío de un pueblo abandonado.
Interesante, referente también
a Dorotea, en la misma conversación con Juan Preciado, que ella, un fantasma, un
remanente psíquico, un ánima o como quieran llamarle, diga que su alma “Debe
andar vagando por la tierra como tantas otras; buscando vivos que recen por
ella. Tal vez me odie por el mal trato que le di”. Dorotea es, para mí, un
personaje al que se le debe prestar mucha atención si queremos descifrar los
enigmas de esta obra, que en esta tercera lectura, sigue siendo todo un reto;
un reto fascinante.
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