martes, 6 de septiembre de 2016

Morir en Comala


No me gustaría morir en Comala. Uno se aguanta esta vida, haciendo todo lo que tiene que hacer con tal de dejar lo que quiere dejar, aferrado a la esperanza de que luego podrá sempiternamente descansar en paz; pero en Comala ni después de muerto se tiene sosiego; tantas voces, tanta conciencia fastidiando…
Muertos, y sin esperanza de ser redimidos, penando hasta en el fondo oscuro de los sepulcros, rebotando como ecos en la desolación de un pueblo en ruinas. Abandonados.
Si “la alegría cansa”, esta muerte de Comala ha de ser la más patética forma de existencia, puesto que ya nada se espera en este incesante repetir de lo que se fue. Alguien pide que recen por su alma, pero es sabido que “Ninguno de los que todavía vivimos está en gracia de Dios. Nadie podrá alzar sus ojos al cielo sin sentirlos sucios de vergüenza. Y la vergüenza no cura.” El hecho es que ninguno de ellos vive, y es como si a veces lo olvidaran, y como si al recordarlo y deshacerse, murieran nuevamente, nunca del todo.
Cuando Juan Preciado muere, dice: “Como si hubiera retrocedido el tiempo.” Es así. Comala está atrapada en Comala. No hay avance. La Santa Muerte se ha dado el gusto de crear este ámbito, un reino de ultratumba que está por fuera de los descritos por Dante, amarrado al cadáver de un remoto pueblecito mexicano. Las ánimas de Comala no son capaces de abandonar este reino porque todas, como Eurídice y la mujer de Lot, siempre vuelven la mirada, hacia el pasado, a Pedro Páramo.
¿Y Pedro Páramo, también pena, como los demás? Nunca Juan Preciado, vivo o fantasma, llegó a toparse, hasta donde nos llevó el relato, con Pedro Páramo, ni tampoco éste aparece sino como el recuerdo…, un recuerdo que recuerda a su Susana San Juan. En este punto, me asalta la duda: ¿aquel narrador, el más extraño de todos, que no es Juan Preciado ni son las ánimas del pueblo, quién es? Una y otra vez me lo planteo y pienso que puede ser Pedro Páramo, si no es el artificio literario del narrador tras el cual se oculta el escritor. Las dudas también entran por el lado de los vivos que quedaban en Comala o al menos hacían tránsito por ella: Dorotea, quien dice de sí misma que vivió más de lo debido —“cuando el cuerpo se me había achaparrado, cuando el espinazo se me saltó por encima de la cabeza, cuando ya no podía caminar”— por la ilusión —“Eso cuesta caro”—, la de un hijo, es, según el orden de la lectura, el primer personaje que claramente reconoce haber muerto, y en la sepulcral conversación con Juan Preciado, manifiesta: “Me senté a esperar la muerte. Después que te encontramos a ti, se resolvieron mis huesos a quedarse quietos. […] Me enterraron en tu misma sepultura y cupe muy bien en el hueco de tus brazos.” Puede creer uno que Juan Preciado no fue la última persona viva en dejar su huella sobre el suelo polvoriento de Comala; pero… recordemos la conversación en el camino, con Abundio: “Aquí no vive nadie”, “tal vez encuentre algún vecino viviente”­; tal como se presentan las cosas —como eso de que Donis ayudó a Dorotea a enterrar a Juan Preciado—… quizá, de alguna manera aquí se aplique al pie de la letra aquello que dicen que dijo Jesús, el hijo de José el carpintero: “Deja que los muertos entierren a sus muertos.”
Dorotea es, a mi parecer, el personaje que más nos revela el estado de los difuntos de Comala. Cuando ella le dice a Juan Preciado, en su conversación de difuntos, “que el padre Rentería me aseguró que jamás conocería la gloria.  Que ni siquiera de lejos la vería... Fue cosa de mis pecados; pero él no debía habérmelo dicho. Ya de por sí la vida se lleva con trabajos. Lo único que la hace a una mover los pies es la esperanza de que al morir la lleven a una de un lugar a otro; pero cuando a una le cierran una puerta y la que queda abierta es nomás la del infierno, más vale no haber nacido… El cielo para mí, Juan Preciado, está aquí donde estoy ahora.” Esta sentencia del tempestuoso padre Rentería, que luego se iría al monte a guerrillear en las revueltas mexicanas —acosado por su conciencia—, se extiende a todos los habitantes de Comala, porque para él todos han sido corrompidos por Pedro Páramo de una u otra forma; aunque el mismo sacerdote muy bien sabía que contrariar al terrateniente (o a ese estirón de los brazos de su maldad que fue su único hijo acogido y consentido, Miguel) significaba morir, ya sea ahorcado, de un tiro o de hambre ­—“ellos me dan mi mantenimiento. De los pobres no consigo nada.”—. Sumémosle aquel obispo que se fue de Comala sin dar la bendición. No obstante, se cuenta una que otra aparición de difuntos anteriores al imperio de Pedro Páramo, a la condenación del padre Rentería y la del obispo aquel, cosa normal en un pueblo; lo abrumador es que toda la población del pueblo sea eso: difuntos que penan. Juan Preciado murió, precisamente, porque no pudo más sostener su vida entre el difunterío de un pueblo abandonado.
Interesante, referente también a Dorotea, en la misma conversación con Juan Preciado, que ella, un fantasma, un remanente psíquico, un ánima o como quieran llamarle, diga que su alma “Debe andar vagando por la tierra como tantas otras; buscando vivos que recen por ella. Tal vez me odie por el mal trato que le di”. Dorotea es, para mí, un personaje al que se le debe prestar mucha atención si queremos descifrar los enigmas de esta obra, que en esta tercera lectura, sigue siendo todo un reto; un reto fascinante.




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