La
“fuerza psicolúbrica del cielo”. Esta palabra -psicolúbrica-
para indicar esa parte de la psique que responde en un nivel muy
básico, sensual. La fórmula da el real punto de partida al tono del
poema. Indica una, sino novedosa, sí atrevida y poco usual hipótesis
escatológica: el poder divino o superior ejerce sobre los seres
vivos, en especial los humanos, su influencia y mando con mayor
intensidad desde lo sensual.
Lo
sensual tiene su expresión máxima en el sexo: los órganos sexuales
y el coito. El sexo, la cópula, es la fuerza que crea; bestial,
básica, engendra bien y mal. Es una fuerza loca, disparatada:
pasional.
La
religión, esa locura negada, es la de “los decentes”.
Contradictoria en su esencia, pretende ser la explicación de lo que
no entiende, luchando por contener aquella fuerza que siempre la
desborda: la fuerza psicolúbrica.
La
poesía, como manifestación humana que pretende trascender lo
aparente y efímero, interpreta y recrea lo que los sentidos y el
intelecto absorben: crea. Lo que la poesía crea no es disparatado,
no es un producto exclusivo de aquella psicolúbrica; hay en ella un
orden riguroso que se ha manifestado en principio en la métrica y la
ilación de ideas en el marco de un ritmo definido. Esta contención
es del mismo tipo de la que produjo la religión. No se extrañe que
el primer sacerdote haya sido el primer poeta. Pero cuando Dios se
puso por sobre el poeta, la invención devino en poder aparte del
poema; la fuerza psicolúbrica se disfrazó de orden divino. La fe es
un eufemismo para pasión.
El
poeta, Artaud, reclama el sacerdocio del poeta, reclama que la
religión vuelva al seno de la poesía, y que no deje de ser sino
intento de entender y creación sujeta al entendimiento. Que el coito
entre lo sensual y lo intelectual sea fecundación poética. La
fuerza psicolúbrica dominada, es la intención de fondo.
Cierto
es que el desfile de imágenes, las jitanjáforas y hasta el modo
cortado e inconexo de los discursos, en redondo, nos lleva a gritar,
asentados en seco en el poema, «¡qué carajos!, ¿¡en verdad qué
es lo que quiere decir el poeta!? ¡Toda mi argumentación anterior
no es más que mi subjetividad irrumpiendo como la jijuepuerca fuerza
psicolúbrica!»
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O --
“De
una anticipación de no-ser,
de
una asesina incitación del quizá
brotó
la realidad,
como
de la contingencia que la fornicaba.”
El
remoto y esquivamente cognoscible origen. Dios es el poeta que crea
la obra; la obra es su literatura, y, luego, la literatura, por obra
de esa fuerza psicolúbrica, pasa a ser escatología: es llamada
teología. Jorge Luis Borges, con su humor cínico, dirá que toda
teología es otra forma de la literatura.
La
enfermedad mental inicia en nuestra incapacidad de penetrar ese punto
muerto que denominamos “más allá”. Del más allá viene el
poema, del más allá la vida, más allá está cualquier dios y más
allá nosotros mismos en lo que constituye nuestra esencia. Más allá
del “Big bang” quedamos nulos, y si nos aventuramos a él, hay un
antes del antes de, inalcanzable: el más allá. Al más allá vamos
después de vivir, y si el fin de esta vida no es la muerte, habrá
aún más apartada de esta vida un final que será el verdadero más
allá. Y el fin total del poeta es el ser borrado totalmente, cuando
no haya rastros de su vida ni de su obra; cuando nadie recuerde que
existió un poeta que escribió e hizo tales cosas. Los
príncipes del Antiguo Egipto —por apenas citar una de tantas
culturas donde se hacía y hace lo mismo— temían tanto ese “nunca
haber existido” que hacían grabar su nombre en roca y homenajearse
con grandes y muy sólidas construcciones que garantizaran
perpetuidad. De
aquel más allá surge el primer llanto al nacer.
El
espanto y la locura de Artaud también surgen de ese más allá al
que se quiso asomar. Todo poeta que lo sea en forma incondicional,
conscientemente brutal, que es la única verdadera manera de merecer
tal distinción, escudriña ese más allá, intenta profundizar en
las hondonadas de su encéfalo en pos de la primera chispa eléctrica,
quiere romper los velos de la mente que nos impiden ver a cabalidad,
nítida, aquella primigenia manifestación de lo que es. Tan solo un
poquito de imaginación y lo que nos sale de la nada es pavoroso. He
ahí la lúcida locura del artista. Claro, de esta locura también
toman parte los filósofos y los científicos que tratan de ir a esos
límites. El religioso, por lo general ya no hace tal ejercicio; lo
dejó de hacer desde que dejó de ser poeta para ser sacerdote.
Ocurre que el poeta debilucho no avanza en la tarea, que demanda
tanto de las neuronas y lo que va “más allá” de las neuronas;
se conforma con una solución: la divinidad, el sistema religioso, y
ahí se queda. Lo que tenía de poeta ese individuo, pasó al más
allá adonde nunca se asomará el sacerdote remolón.
«...tuve
que tratar de pensar lo que esta experiencia de «no tener nada qué
decir» antes de escribir tenía de esencial para toda escritura. En
cierta forma, la responsabilidad de la escritura, de lo que llamamos
creación en general, se vive como algo hueco, proveniente de un
vacío... de tal forma que, en el fondo, lo que habría que decir no
existiría antes del acto de decir; porque si el contenido de
lo que estuviera por decirse fuera previo, no habría, por un lado,
responsabilidad qué asumir, no habría riesgo...»
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O --
Los
muslos de Momo son de melocotón.
Domingo
José Bolívar Peralta.
8
de junio de 2.017