sábado, 10 de junio de 2017

Sobre Artaud y Momo: la "fuerza psicolúbrica"

La “fuerza psicolúbrica del cielo”. Esta palabra -psicolúbrica- para indicar esa parte de la psique que responde en un nivel muy básico, sensual. La fórmula da el real punto de partida al tono del poema. Indica una, sino novedosa, sí atrevida y poco usual hipótesis escatológica: el poder divino o superior ejerce sobre los seres vivos, en especial los humanos, su influencia y mando con mayor intensidad desde lo sensual.

Lo sensual tiene su expresión máxima en el sexo: los órganos sexuales y el coito. El sexo, la cópula, es la fuerza que crea; bestial, básica, engendra bien y mal. Es una fuerza loca, disparatada: pasional.

La religión, esa locura negada, es la de “los decentes”. Contradictoria en su esencia, pretende ser la explicación de lo que no entiende, luchando por contener aquella fuerza que siempre la desborda: la fuerza psicolúbrica.

La poesía, como manifestación humana que pretende trascender lo aparente y efímero, interpreta y recrea lo que los sentidos y el intelecto absorben: crea. Lo que la poesía crea no es disparatado, no es un producto exclusivo de aquella psicolúbrica; hay en ella un orden riguroso que se ha manifestado en principio en la métrica y la ilación de ideas en el marco de un ritmo definido. Esta contención es del mismo tipo de la que produjo la religión. No se extrañe que el primer sacerdote haya sido el primer poeta. Pero cuando Dios se puso por sobre el poeta, la invención devino en poder aparte del poema; la fuerza psicolúbrica se disfrazó de orden divino. La fe es un eufemismo para pasión.

El poeta, Artaud, reclama el sacerdocio del poeta, reclama que la religión vuelva al seno de la poesía, y que no deje de ser sino intento de entender y creación sujeta al entendimiento. Que el coito entre lo sensual y lo intelectual sea fecundación poética. La fuerza psicolúbrica dominada, es la intención de fondo.

Cierto es que el desfile de imágenes, las jitanjáforas y hasta el modo cortado e inconexo de los discursos, en redondo, nos lleva a gritar, asentados en seco en el poema, «¡qué carajos!, ¿¡en verdad qué es lo que quiere decir el poeta!? ¡Toda mi argumentación anterior no es más que mi subjetividad irrumpiendo como la jijuepuerca fuerza psicolúbrica!»

-- O --

De una anticipación de no-ser,
de una asesina incitación del quizá
brotó la realidad,
como de la contingencia que la fornicaba.”

El remoto y esquivamente cognoscible origen. Dios es el poeta que crea la obra; la obra es su literatura, y, luego, la literatura, por obra de esa fuerza psicolúbrica, pasa a ser escatología: es llamada teología. Jorge Luis Borges, con su humor cínico, dirá que toda teología es otra forma de la literatura.

La enfermedad mental inicia en nuestra incapacidad de penetrar ese punto muerto que denominamos “más allá”. Del más allá viene el poema, del más allá la vida, más allá está cualquier dios y más allá nosotros mismos en lo que constituye nuestra esencia. Más allá del “Big bang” quedamos nulos, y si nos aventuramos a él, hay un antes del antes de, inalcanzable: el más allá. Al más allá vamos después de vivir, y si el fin de esta vida no es la muerte, habrá aún más apartada de esta vida un final que será el verdadero más allá. Y el fin total del poeta es el ser borrado totalmente, cuando no haya rastros de su vida ni de su obra; cuando nadie recuerde que existió un poeta que escribió e hizo tales cosas. Los príncipes del Antiguo Egipto —por apenas citar una de tantas culturas donde se hacía y hace lo mismo— temían tanto ese “nunca haber existido” que hacían grabar su nombre en roca y homenajearse con grandes y muy sólidas construcciones que garantizaran perpetuidad. De aquel más allá surge el primer llanto al nacer.

El espanto y la locura de Artaud también surgen de ese más allá al que se quiso asomar. Todo poeta que lo sea en forma incondicional, conscientemente brutal, que es la única verdadera manera de merecer tal distinción, escudriña ese más allá, intenta profundizar en las hondonadas de su encéfalo en pos de la primera chispa eléctrica, quiere romper los velos de la mente que nos impiden ver a cabalidad, nítida, aquella primigenia manifestación de lo que es. Tan solo un poquito de imaginación y lo que nos sale de la nada es pavoroso. He ahí la lúcida locura del artista. Claro, de esta locura también toman parte los filósofos y los científicos que tratan de ir a esos límites. El religioso, por lo general ya no hace tal ejercicio; lo dejó de hacer desde que dejó de ser poeta para ser sacerdote. Ocurre que el poeta debilucho no avanza en la tarea, que demanda tanto de las neuronas y lo que va “más allá” de las neuronas; se conforma con una solución: la divinidad, el sistema religioso, y ahí se queda. Lo que tenía de poeta ese individuo, pasó al más allá adonde nunca se asomará el sacerdote remolón.

«...tuve que tratar de pensar lo que esta experiencia de «no tener nada qué decir» antes de escribir tenía de esencial para toda escritura. En cierta forma, la responsabilidad de la escritura, de lo que llamamos creación en general, se vive como algo hueco, proveniente de un vacío... de tal forma que, en el fondo, lo que habría que decir no existiría antes del acto de decir; porque si el contenido de lo que estuviera por decirse fuera previo, no habría, por un lado, responsabilidad qué asumir, no habría riesgo...»1
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1 http://javiergalarzants.blogspot.com.co/2007/02/antonin-artaud.html

-- O --

Los muslos de Momo son de melocotón.


Domingo José Bolívar Peralta.
8 de junio de 2.017

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