domingo, 2 de diciembre de 2018

Cedrón, un pueblo a la vera de los patios


Un hombre enloquecido, Gerardo Diomedes Escalante, que teme a la “gran bestia”, la “llaga de Dios”. Un gordo que al parecer antes era un hombre de respeto y al momento de las primeras páginas es alguien a quien su esposa, Leonor, y suegra, doña Clementina, deben cuidar con especial atención, como a un diversamente hábil, y que inspira desprecio a un hombre a quien se conoce como Nono, cuñado de Leonor. Así, de manera un tanto misteriosa, un tanto grotesca y un tanto jocosa, inicia la novela ‘En noviembre llega el arzobispo’, de Héctor Rojas Herazo, ganadora del primer premio en el séptimo concurso nacional de novela auspiciado por la multinacional petrolera Esso, en el año 1.967. Vale resaltar, transcribiendo textualmente la advertencia que aparece en el comunicado por medio del cual se dio a conocer la decisión del jurado, que “La Esso Colombiana S.A., patrocinadora de este concurso, no se hace responsable en ninguna forma del pensamiento ni de las apreciaciones del autor.” Quizás ni el autor mismo quisiera hacerse responsable. Yo tampoco me hago responsable de lo que aquí se escriba; lo he escrito en un estado mental semejante al de Gerardo Diomedes Escalante.

Me llena de curiosidad las palabras que quiso decir Leonor y no dijo, aquellas que el narrador tampoco nos las hace saber, cuando en la página 18 de la edición del 10 de noviembre de 1.967 (la primera) realizada en los talleres de El gráfico Editores Ltda. para ediciones Lerner, anota: “Ella quiso decir o insinuar algo, pero se contuvo.” Allí el autor nos omite una información que el lector deberá suponer, al menos mientras no se nos informe de aquello que calló Leonor. ¿Qué nos impone el autor? Imaginar. Tenemos ya suficiente para imaginar el estado de ánimo y las ideas que se revuelven en el interior de Leonor. Tal vez se trate de alguna revelación, algo que le ha ocultado al deschavetado Gerardo; algo que nos sorprenderá. ¿Qué será?

Cometeré un desastre intelectual, abandonaré el rigor académico (como si lo hubiera) en este texto. Leamos esta cita: “empezó a emitir unos gorgoritos afanados, tenebrosos, como si estuviera riendo con la garganta llena de lodo.” Al leer y luego transcribir esta sucesión de palabras, en mi cara se dibuja una sonrisa retorcida. Hay una banda de black metal cuyo nombre es Gorgoroth. Como todos sabemos, la técnica vocal por excelencia del black metal es el gutural, que es cantar como si se tuviera “la garganta llena de lodo”. Alguna vez, por mamarle gallo (mamarle gallo, muy distinto a mamarle el gallo) a una metalera, me referí a Gorgoroth como “Gorgorito”. Vean, lectores, de misterios que tiene la vida.

¡Hay que ver qué imágenes se inventa Rojas Herazo! Sugestivo, por ejemplo, nos presenta el siguiente cuadro: “La señora Delina, todavía con las cejas alzadas sobre los lentes, la miró con asombro, como si ella y Auristela estuvieran encerradas en dos burbujas de jabón.” ¿No es maravillosa la manera de darnos a entender cómo esta cercanía de las dos mujeres está separada por un factor que las pone a cada una fuera de la esfera de la otra? Como un la soporto, pero no la aguanto. Es la impresión que me da la escena, la imagen de dos mujeres en una misma habitación, que dialogan, sin embargo cada una guardando la distancia, manteniéndose en sus límites conforme a lo que subrepticiamente piensan la una de la otra.

En la página 38 de la mencionada edición, se lee: “Tenemos también que derramarle la bacinilla de meado en la cama”. Son las palabras, textuales, de Alberto Enrique, un niño calilloso, costeño, caribeño, sabanero. “Meado”. Un caribe (caribeño) no dice “meado”. Esta misma falla la encuentro después, en la página 245: “Yerbas de bledo”. Lo siento, no admito que se escriba “bledo” porque sí me importa, al menos un bledo, que en una novela de contenido tan terrígeno, ambientada en la subregión de las sabanas del caribe colombiano, se escriba “bledo” en vez de escribir como se habla: bleo. Esto me hace recordar un viejo chiste de la señorona Isabel López: la muchacha va a la tienda y le pregunta al tendero: —Señor Mono, ¿tiene guinedo? El Mono contestó: —Nodo. En algunos discursos y diálogos de los personajes he notado cierta falta de naturalidad costeña, sabanera, en el habla y el lenguaje de éstos, que en últimas afecta la verosimilitud del texto más acá y también más allá de su contexto regional. Siendo que la novela es racamandacamente costeña, caribe, sabanera, estos detalles no deben de pasar desapercibidos entre los desmenuzadores de libros de la región.

Sin embargo, en las páginas 49 y 50 hallamos formas de decir y palabras muy de la región. La soliloquera Brígida Lambis hará que más de un cojteño declare con palabras encarceladas en su mente o liberadas por su boca, conocer a una mujer semejante, cuyo desparpajo congénito suele romper, a despecho de ella misma incluso, el filtro del recato que debe tener toda fémina de bien. Nos la presenta el autor: “Al llegar a la cocina, se trapeó fuertemente el vestido para refrescar su sexo. “Quisiera que Fabricio Lúa me soplara la crica [el subrayado es mío] con su boca”, susurró un fantasma entre las frondas de su deseo mientras sus escuálidas tetas se erectaban con la tentación. Tocó sus pezones por encima del traje.
Ahora sí que está buena la vaina [el subrayado es mío] —se quejó a los tres platos de la derrengada alacena que tenía enfrente— tras de vieja, puta y arrecha [el subrayado es mío]. Y deseó, con verdadero furor, olvidar a Fabricio Lúa y al bulto que se le formaba entre las piernas al caminar.” Asimismo, en la página 69 (concupiscente cifra) se encuentra una palabra colmada de rusticidad de pueblo trasfundío: “güelerían”. Entonces, en lo concerniente a las palabras, lo que en las primeras páginas no corresponde admisiblemente al modelo, en páginas siguientes se ajusta a éste: el pueblo ficticio de Héctor Rojas Herazo y nuestra real Región Caribe empiezan a coincidir mejor en la novela como lo que esta es: construcción a partir del lenguaje.

Llover sobre mojado: “en el preciso momento en que el reloj, suspendiendo su tic-tac, anunciaba quejosamente, con un atraso de diez minutos y catorce segundos, que eran las tres de la tarde.” Rojas Herazo como García Márquez o García Márquez como Rojas Herazo. Recordemos, esta novela ganó un premio nacional y fue publicada en 1.967, muchos años antes de aquella tarde en que el hijo del telegrafista de Aracataca recibiera en Estocolmo el Premio Nobel de Literatura. También el uso, en la página 64 de la novela de Héctor, de una palabra en gerundio: “cluequeando”, recuerda la que usó Gabriel en sus ‘Cien años de soledad’ que hace referencia al sonido de los huesos de los difuntos padres de Rebeca: cloqueo. Quizás se trate del trabajo de aquel longevo o inmortal (lucubración de Jorge Luis Borges) que teje sueños en las mentes de uno y otro y otro y otro… Sueños que son el mismo con matices diferentes al pasar de una mente a otra.

Cada apartado (¿podría decirse capítulo?) de la novela es un cuento breve; funciona, si se aísla del resto del libro, como un huevo. Pero el autor no ha hecho huevos de gallina sino huevos de iguana.

Tenemos ese apartado largo que puede servir de eje de la novela, aquel donde se nos ofrece a Leocadio Mendieta como un Pedro Páramo, con su mujer, Etelvina, comprada como a una yegua; sus hijos con Etelvina, el menor abogado, el segundo suicida y los otros dos cerriles hombres de campo; la hija que tuvo no con Etelvina sino con una prima de Sincelejo, niña que tuvo que acoger por la muerte de aquella prima y a quien mandó a estudiar a Estados Unidos. La juventud y la vejez de un hombre cuyo poder se insinúa inmenso en un pueblo aún sin nombre, un Comala de vivos muertos tal vez.

Sabido que Héctor además de escritor fue pintor, mas no necesariamente por saberlo, el libro ofrece la sensación de estar en una galería: su estructura, la división en saltos espacio-temporales, pone al lector ante una sucesión de cuadros dedicados a un ambiente específico: un pueblo. Podemos ver desde perspectivas distintas, por ejemplo, la iglesia y algunas casas, la plaza del pueblo. El desfile de personajes bien retratados en cada cuadro, cada cuadro enfatizando detalles de la fisonomía, del temperamento de estos personajes. Como serie que es, todos los cuadros tienen en común la asfixiante dureza del aire, un color áspero en cada paisaje, cosa, persona.

Recorriendo la galería se llega hasta un cuadro en el que Héctor Rojas Herazo llega al incendio literario; su pluma pinta con pasión estética, con frenética belleza, lo que para mí es un suceso horrible: nos muestra una pelea de gallos en ese despeñadero humanista que es la gallera. Tanto lo hace bien el escritor que se reafirma que el arte no tiene por qué caminar siempre cogido de la mano con el lado rosa de los maniqueísmos morales, lo en boga políticamente correcto.

A propósito de lo políticamente correcto y otras alimañas conceptuales de moda en este inicio de nuevo milenio como las ilusas y miopes con actitud positiva todo se logra y con voluntad (o con fe) nada es imposible, la beata vida sana y demás sandeces que bien parecen un pésimo reemplazo o apoyo de los fanatismos religiosos y políticos que tanto daño han hecho y hacen a la humanidad, encuentro un mal ejemplo en el libro digno de destacar, porque hace recordar aquel humeante cuento de Julio Ramón Ribeyro: ‘Sólo para fumadores’. Es el diálogo entre un médico y un anciano. Transcribo:

“—Deje el tabaco, don Arsenio. Le afecta lo mismo el pecho que el estómago.

El anciano incorporó el torso flojamente. Parecía un mendigo con sus ojos llorosos, sin esperanza, sobre las grises barbas sucias de nicotina. Dijo, mostrando con ahínco el trocito de tabaco apagado.
—¿Y qué hago sin él?
—No es necesario —recomendó el otro, readquiriendo gradualmente su verdadera identidad entre la brisa.
—Ah, ¿no es necesario? ¿Y qué hago aquí por las tardes, sólo, cuando me siento en el mecedor? —y, aumentando la orfandad de su gesto con la sombra de un temido, de un siempre esperado suplicio: —y por las noches, dígame, ¿qué haría por las noches cuando no puedo dormir?
[…]
—Sí, es cierto —aceptó el médico— en estos casos la cura puede ser peor que la enfermedad.
—Y la enfermedad, con remedio o sin él, termina siempre venciendo”.

¡Loados sean el vicio y el pesimismo de don Arsenio! El primero le permite sobrellevar la vida y el segundo le facilita aceptar sin remordimientos su vicio y el mal de la vida con estoica dignidad. No obstante, adelantándome a los censores, tengo claro que el viejo Arsenio es un personaje odioso, un malparido, aunque más adelante, en la página 159, una voz anónima en la turba diga que es un santo.

Etelvina, mujer que parió una manada de varones, ¡con qué cariño, amor, acoge a Rosa Angélica, hija extramatrimonial de su marido! Años después ¡con qué cariño, amor, recibe a Rosa Angélica, su hija de crianza! Es la misma mujer, Etelvina, que dos días tuvo sobre su regazo el cuerpo de su hijo muerto, el suicida.

Ahora voy a exponer una curiosidad gramatical: palabras y construcciones en nuestro idioma que pueden desconcertar a cualquier activista y anfibio sexual: “alma”, en la página 132, es utilizada precedida de artículos que le caen como agua caliente y fría a Ranma (del manga y anime ‘Ranma ½’). Dice: “Porque un alma, una sola alma […]” El escritor toludeño en una sola línea, frase, con maestría se vale de tal condición ambigua, andrógina de la palabra alma. Géneros masculino y femenino, sin sexo o provocadoramente sexual, la palabra alma muy cerca de la palabra amor, utilizada por un sacerdote católico con crisis de fe, víctima de chismes que lo acusan de faltar al voto de castidad. El padre Escardó, apasionado y atribulado. Más que su asma, el mal que hace mella en él es el de hallarse en un pueblo con “alma” aviesa y displicente; el sentirse, tal vez, olvidado de ese dios del que pregunta “¿quién eres, qué eres? ¿habrá realmente alguna seriedad en todo esto?” Y así como la palabra alma entraña una anomalía de género, el padre Escardó, además de su complicada relación con ese ente cuyo género y sexo siempre se identifica masculino aunque debiera ser algo neutro de género y sexo (Señor, se le nombra), “también con las palabras tuvo su batalla. Se negaban a acompañarlo más allá de sus corrientes, equívocos y, al final, paupérrimos significados.” En esto se ve al escritor desdoblándose, fugazmente, en su personaje, mostrándonos su esfuerzo por revestir a las palabras de poesía, que es lenguaje sin grilletes.

Pónganse de pie y alaben, bajo la sombra de los nísperos, la alta literatura de Héctor Rojas Herazo, viendo pasar a don Eladio Tuñón con su bacinilla color de espliego. ¡Es que hasta dan ganas de echarse una cagada cargada de tanta satisfacción como la que se ha echado don Eladio! De verdad, ¡qué buena cagada! ¡Qué cagada, Rojas Herazo!

Cuando el niño Severino, haciéndose la paja (una paja colectiva, iniciática, en la que en compañía de sus amiguitos también se comenta sobre la paja en las que no tienen pinga sino crica), dentro de sí, para sí, dice: “Me moriré un día de octubre, me moriré en un momento como éste, en que haya una ventanita roja alumbrada por la luz de la tarde, y estaré muy triste en el cajón porque mi mamá y mi hermanita se han quedado llorando”, clava en el lector un extraño sentimiento de compasión tiznado de aprensión: que al hacerse la paja piense en la muerte no es del todo raro, pero sí lo es que al hacerse la paja lo coja la tristeza porque al instante piensa en el dolor que su muerte causará en su hermana y su madre. En esa paja pueril parece sugerirse, muy levemente, que hay algo más pecaminoso que la reprochable conducta onanista.

“En el lomo, en la parte que debía entrar en contacto con la angarilla, una pústula de bordes callosos, atestiguaba la persistencia en una labor grosera, dura, sin amistad y sin descanso” Rojas Herazo nos muestra en esta ficción ciertas verdades como esta del trato que nuestros nobles campesinos, arrieros y carretilleros, por lo general, tienen para con la innoble bestia. No obstante el estrecho vínculo que pueda haber entre el cuadrúpedo y el bípedo, está claro que falta empatía, al menos más compasión por parte del segundo. La naturaleza de esta relación la resume Mauri cuando, refiriéndose a Canuto (y a su burro), dice: “¡Cuánta estupidez y cuánto sufrimiento!” Me aventuro a decir que la misma frase es aplicable a relaciones como las de Leocadio y Etelvina y Senio y Nife.

Sopa de candias. Comer. Si es tan buueno el mote de queso hay que probar la sopa de candias.

Encoñamiento: subyugación del cuerpo y el espíritu al placer sexual que provoca una persona (¿también animal?) específica, en la que prima lo que se es capaz de hacer con los genitales. Viene de coño, el órgano sexual femenino, y si no estoy mal el concepto surge debido a que ha habido mujeres desde la antigüedad con la cualidad altamente estimable de usar en el acto sexual los músculos de la vagina.

“¡La gente del pueblo!”, toda anomalías, opresores y oprimidos, sádicos y masoquistas, mansos y fieros, atormentados y atolondrados en el lodo, el polvo y el calor de un villorrio carcomido por el desprecio de sí mismo. Rojas Herazo ofrece algo semejante a una pintura de Adán y Eva en un erial maldito ubicado en el centro del Paraíso, lleno el suelo de restos podridos, a medio comer, de las frutas del árbol prohibido, con la serpiente presta siempre a morder sus calcañares. Gente adversa que de tanto ser todo el pueblo logran esa normalidad aviesa que los entreteje en la contienda de la ley del más fuerte, del más apto para sobrevivir en la ignominia. La ternura, el amor, apenas aparecen como signos de debilidad que pronto mutan a pulsión autodestructiva o justificación del odio y la revancha. La anomalía de la anomalía es el amor, la ternura, abrasadas por su propia llama.

No sigo más; esto se ha alargado como el miembro de Fabricio Lúa.

Para resaltar, citas textuales:

““Es la llaga de Dios”, pensó con esplendor, descubriendo, en lo más secreto del patio, unas cuerdas de música por las que subían ángeles con cabezas de hormigas.”

“Se le veía el sexo, pequeño y arrugado como el de un niño, temblándole, al respirar anhelosamente, en la penumbra de la bragueta.”

“tres sortijas, en una de las cuales seguía el proceso de coagulación de un rubí”

“los insultaba suavemente, casi tierno, con palabras que parecía escoger con lúcida ignominia”

“En el pueblo, en este preciso instante, todo es tiempo espeso, espeso existir”.

“el retintín de un artefacto y el odio y el olor vegetal, agudo, fétido y exultador a un mismo tiempo, de lo que se pudre para alimentar a lo que estalla, sumado a la evaporación fecal, entre el calor”.

““Te meto un tiro si me robas”, había dicho sin palabras el rostro del comprador. El otro sabía que era cierto.”

“la resignación y el sufrimiento eran su verdadera naturaleza y cualquier periodo de tranquilidad, por breve que fuese, terminaba por asustarla”.

“La vieja, removiéndose bajo los trapos, aflojó una ventosidad larga y aguda, como si dos hombres, cogiéndolo por las puntas, hubiesen rasgado el lienzo de su propia cama”.

“El fastidio, como otro de los vapores del día, ascendió con olor de ropa quemada por una plancha hasta convertirse en un pensamiento: “odio este pueblo” Y después, con entera lucidez: “si viviera en otro pueblo, también lo odiaría”. Se cansó de sí misma.”

“Es mercurio de plomo”.

“—Pero duró poco tiempo aquí ¿no es cierto?
—El suficiente para no dejar un buen recuerdo”.

“Uno no cuenta, ¿sabe?, son los demás, los otros; cuando es necesario los hombres responden. Cualquiera, cualquier hombre responde.”
“En alguna forma, cualquier cosa que le suceda a un hombre nos sucede a todos”.

“Ya tengo el golero en el hombro”, pensó y se acarició el hombro dulcemente como si acariciara su propia muerte”.

“en el gesto más simple está implícita toda nuestra historia de héroes”.

“el inacabable suplicio, la isocronía y la matemática derrota del mundo”.

“un pueblo polvoriento, olvidado, en el cual todas las calles, incluso todos los deseos, parecían conducir al cementerio”.

“miró circularmente (con cierta pesarosa satisfacción, como un general contando sus cadáveres después de una victoria)”.

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