Un hombre enloquecido, Gerardo Diomedes
Escalante, que teme a la “gran bestia”, la “llaga de Dios”. Un gordo que al
parecer antes era un hombre de respeto y al momento de las primeras páginas es
alguien a quien su esposa, Leonor, y suegra, doña Clementina, deben cuidar con
especial atención, como a un diversamente hábil, y que inspira desprecio
a un hombre a quien se conoce como Nono, cuñado de Leonor. Así, de manera un
tanto misteriosa, un tanto grotesca y un tanto jocosa, inicia la novela ‘En
noviembre llega el arzobispo’, de Héctor Rojas Herazo, ganadora del primer
premio en el séptimo concurso nacional de novela auspiciado por la
multinacional petrolera Esso, en el año 1.967. Vale resaltar, transcribiendo
textualmente la advertencia que aparece en el comunicado por medio del cual se
dio a conocer la decisión del jurado, que “La Esso Colombiana S.A.,
patrocinadora de este concurso, no se hace responsable en ninguna forma del
pensamiento ni de las apreciaciones del autor.” Quizás ni el autor mismo
quisiera hacerse responsable. Yo tampoco me hago responsable de lo que aquí se
escriba; lo he escrito en un estado mental semejante al de Gerardo Diomedes
Escalante.
Me llena de curiosidad las palabras que quiso
decir Leonor y no dijo, aquellas que el narrador tampoco nos las hace saber,
cuando en la página 18 de la edición del 10 de noviembre de 1.967 (la primera)
realizada en los talleres de El gráfico Editores Ltda. para ediciones Lerner, anota: “Ella quiso
decir o insinuar algo, pero se contuvo.” Allí el autor nos omite una
información que el lector deberá suponer, al menos mientras no se nos informe
de aquello que calló Leonor. ¿Qué nos impone el autor? Imaginar. Tenemos ya
suficiente para imaginar el estado de ánimo y las ideas que se revuelven en el
interior de Leonor. Tal vez se trate de alguna revelación, algo que le ha
ocultado al deschavetado Gerardo; algo que nos sorprenderá. ¿Qué será?
Cometeré un desastre intelectual, abandonaré el rigor académico (como si lo
hubiera) en este texto. Leamos esta cita: “empezó a emitir unos gorgoritos
afanados, tenebrosos, como si estuviera riendo con la garganta llena de lodo.”
Al leer y luego transcribir esta sucesión de palabras, en mi cara se dibuja una
sonrisa retorcida. Hay una banda de black metal cuyo nombre es Gorgoroth. Como
todos sabemos, la técnica vocal por excelencia del black metal es el gutural, que es cantar como si se
tuviera “la garganta llena de lodo”. Alguna vez, por mamarle gallo (mamarle
gallo, muy distinto a mamarle el gallo) a una metalera, me referí a Gorgoroth
como “Gorgorito”. Vean, lectores, de misterios que tiene la vida.
¡Hay que ver qué imágenes se inventa Rojas
Herazo! Sugestivo, por ejemplo, nos presenta el siguiente cuadro: “La señora
Delina, todavía con las cejas alzadas sobre los lentes, la miró con asombro,
como si ella y Auristela estuvieran encerradas en dos burbujas de jabón.” ¿No
es maravillosa la manera de darnos a entender cómo esta cercanía de las dos
mujeres está separada por un factor que las pone a cada una fuera de la esfera de
la otra? Como un la soporto, pero no la
aguanto. Es la impresión que me da la escena, la imagen de dos mujeres en
una misma habitación, que dialogan, sin embargo cada una guardando la
distancia, manteniéndose en sus límites conforme a lo que subrepticiamente
piensan la una de la otra.
En la página 38 de la mencionada edición, se
lee: “Tenemos también que derramarle la bacinilla de meado en la cama”. Son las
palabras, textuales, de Alberto Enrique, un niño calilloso, costeño, caribeño,
sabanero. “Meado”. Un caribe (caribeño) no dice “meado”. Esta misma falla la
encuentro después, en la página 245: “Yerbas de bledo”. Lo siento, no admito
que se escriba “bledo” porque sí me importa, al menos un bledo, que en una
novela de contenido tan terrígeno, ambientada en la subregión de las sabanas
del caribe colombiano, se escriba “bledo” en vez de escribir como se habla: bleo.
Esto me hace recordar un viejo chiste de la señorona Isabel López: la muchacha
va a la tienda y le pregunta al tendero: —Señor Mono, ¿tiene guinedo? El Mono
contestó: —Nodo. En algunos discursos y diálogos de los personajes he notado
cierta falta de naturalidad costeña, sabanera, en el habla y el lenguaje de
éstos, que en últimas afecta la verosimilitud del texto más acá y también más
allá de su contexto regional. Siendo que la novela es racamandacamente costeña,
caribe, sabanera, estos detalles no deben de pasar desapercibidos entre los
desmenuzadores de libros de la región.
Sin embargo, en las páginas 49 y 50 hallamos
formas de decir y palabras muy de la región. La soliloquera Brígida Lambis hará
que más de un cojteño declare con
palabras encarceladas en su mente o liberadas por su boca, conocer a una mujer
semejante, cuyo desparpajo congénito suele romper, a despecho de ella misma
incluso, el filtro del recato que debe tener toda fémina de bien. Nos la presenta el autor: “Al llegar a la cocina, se
trapeó fuertemente el vestido para refrescar su sexo. “Quisiera que Fabricio
Lúa me soplara la crica [el subrayado es mío] con su boca”, susurró un fantasma
entre las frondas de su deseo mientras sus escuálidas tetas se erectaban con la
tentación. Tocó sus pezones por encima del traje.
—Ahora sí que está buena la vaina [el
subrayado es mío] —se quejó a los tres platos de la derrengada alacena que tenía
enfrente— tras de vieja, puta y arrecha [el subrayado es mío]. Y deseó,
con verdadero furor, olvidar a Fabricio Lúa y al bulto que se le formaba entre
las piernas al caminar.” Asimismo, en la página 69 (concupiscente cifra) se
encuentra una palabra colmada de rusticidad de pueblo trasfundío: “güelerían”. Entonces, en lo concerniente a las
palabras, lo que en las primeras páginas no corresponde admisiblemente al
modelo, en páginas siguientes se ajusta a éste: el pueblo ficticio de Héctor
Rojas Herazo y nuestra real Región Caribe empiezan a coincidir mejor en la
novela como lo que esta es: construcción a partir del lenguaje.
Llover sobre mojado: “en el preciso momento
en que el reloj, suspendiendo su tic-tac, anunciaba quejosamente, con un atraso
de diez minutos y catorce segundos, que eran las tres de la tarde.” Rojas
Herazo como García Márquez o García Márquez como Rojas Herazo. Recordemos, esta
novela ganó un premio nacional y fue publicada en 1.967, muchos años antes de
aquella tarde en que el hijo del telegrafista de Aracataca recibiera en
Estocolmo el Premio Nobel de Literatura. También el uso, en la página 64 de la
novela de Héctor, de una palabra en gerundio: “cluequeando”, recuerda la que
usó Gabriel en sus ‘Cien años de soledad’ que hace referencia al sonido de los
huesos de los difuntos padres de Rebeca: cloqueo.
Quizás se trate del trabajo de aquel longevo o inmortal (lucubración de Jorge
Luis Borges) que teje sueños en las mentes de uno y otro y otro y otro… Sueños
que son el mismo con matices diferentes al pasar de una mente a otra.
Cada apartado (¿podría decirse capítulo?) de
la novela es un cuento breve; funciona, si se aísla del resto del libro, como
un huevo. Pero el autor no ha hecho huevos de gallina sino huevos de iguana.
Tenemos ese apartado largo que puede servir
de eje de la novela, aquel donde se nos ofrece a Leocadio Mendieta como un
Pedro Páramo, con su mujer, Etelvina, comprada como a una yegua; sus hijos con
Etelvina, el menor abogado, el segundo suicida y los otros dos cerriles hombres
de campo; la hija que tuvo no con Etelvina sino con una prima de Sincelejo,
niña que tuvo que acoger por la muerte de aquella prima y a quien mandó a
estudiar a Estados Unidos. La juventud y la vejez de un hombre cuyo poder se
insinúa inmenso en un pueblo aún sin nombre, un Comala de vivos muertos tal
vez.
Sabido que Héctor además de escritor fue
pintor, mas no necesariamente por saberlo, el libro ofrece la sensación de
estar en una galería: su estructura, la división en saltos espacio-temporales,
pone al lector ante una sucesión de cuadros dedicados a un ambiente específico:
un pueblo. Podemos ver desde perspectivas distintas, por ejemplo, la iglesia y
algunas casas, la plaza del pueblo. El desfile de personajes bien retratados en
cada cuadro, cada cuadro enfatizando detalles de la fisonomía, del temperamento
de estos personajes. Como serie que es, todos los cuadros tienen en común la
asfixiante dureza del aire, un color áspero en cada paisaje, cosa, persona.
Recorriendo la galería se llega hasta un cuadro
en el que Héctor Rojas Herazo llega al incendio literario; su pluma pinta con
pasión estética, con frenética belleza, lo que para mí es un suceso horrible:
nos muestra una pelea de gallos en ese despeñadero humanista que es la gallera.
Tanto lo hace bien el escritor que se reafirma que el arte no tiene por qué
caminar siempre cogido de la mano con el lado rosa de los maniqueísmos morales,
lo en boga políticamente correcto.
A propósito de lo políticamente correcto y otras alimañas conceptuales de moda en
este inicio de nuevo milenio como las ilusas y miopes con actitud positiva todo se logra y con voluntad (o con fe) nada es imposible, la beata vida sana y demás sandeces que bien
parecen un pésimo reemplazo o apoyo de los fanatismos religiosos y políticos
que tanto daño han hecho y hacen a la humanidad, encuentro un mal ejemplo en el libro digno de
destacar, porque hace recordar aquel humeante cuento de Julio Ramón Ribeyro:
‘Sólo para fumadores’. Es el diálogo entre un médico y un anciano. Transcribo:
“—Deje el tabaco,
don Arsenio. Le afecta lo mismo el pecho que el estómago.
El anciano
incorporó el torso flojamente. Parecía un mendigo con sus ojos llorosos, sin
esperanza, sobre las grises barbas sucias de nicotina. Dijo, mostrando con
ahínco el trocito de tabaco apagado.
—¿Y qué hago sin
él?
—No es necesario
—recomendó el otro, readquiriendo gradualmente su verdadera identidad entre la
brisa.
—Ah, ¿no es
necesario? ¿Y qué hago aquí por las tardes, sólo, cuando me siento en el
mecedor? —y, aumentando la orfandad de su gesto con la sombra de un temido, de
un siempre esperado suplicio: —y por las noches, dígame, ¿qué haría por las
noches cuando no puedo dormir?
[…]
—Sí, es cierto
—aceptó el médico— en estos casos la cura puede ser peor que la enfermedad.
—Y la enfermedad,
con remedio o sin él, termina siempre venciendo”.
¡Loados sean el vicio y el pesimismo de don
Arsenio! El primero le permite sobrellevar la vida y el segundo le facilita
aceptar sin remordimientos su vicio y el mal de la vida con estoica dignidad.
No obstante, adelantándome a los censores, tengo claro que el viejo Arsenio es
un personaje odioso, un malparido, aunque más adelante, en la página 159, una
voz anónima en la turba diga que es un santo.
Etelvina, mujer que parió una manada de
varones, ¡con qué cariño, amor, acoge a Rosa Angélica, hija extramatrimonial de
su marido! Años después ¡con qué cariño, amor, recibe a Rosa Angélica, su hija
de crianza! Es la misma mujer, Etelvina, que dos días tuvo sobre su regazo el
cuerpo de su hijo muerto, el suicida.
Ahora voy a exponer una curiosidad
gramatical: palabras y construcciones en nuestro idioma que pueden desconcertar
a cualquier activista y anfibio sexual: “alma”, en la página 132, es utilizada
precedida de artículos que le caen como agua caliente y fría a Ranma (del manga
y anime ‘Ranma ½’). Dice: “Porque un alma, una sola alma […]” El escritor
toludeño en una sola línea, frase, con maestría se vale de tal condición
ambigua, andrógina de la palabra alma. Géneros masculino y femenino, sin sexo o
provocadoramente sexual, la palabra alma muy cerca de la palabra amor,
utilizada por un sacerdote católico con crisis de fe, víctima de chismes que lo
acusan de faltar al voto de castidad. El padre Escardó, apasionado y
atribulado. Más que su asma, el mal que hace mella en él es el de hallarse en
un pueblo con “alma” aviesa y displicente; el sentirse, tal vez, olvidado de
ese dios del que pregunta “¿quién eres, qué eres? ¿habrá realmente alguna
seriedad en todo esto?” Y así como la palabra alma entraña una anomalía de
género, el padre Escardó, además de su complicada relación con ese ente cuyo
género y sexo siempre se identifica masculino aunque debiera ser algo neutro de
género y sexo (Señor, se le nombra), “también con las palabras tuvo su batalla.
Se negaban a acompañarlo más allá de sus corrientes, equívocos y, al final,
paupérrimos significados.” En esto se ve al escritor desdoblándose, fugazmente,
en su personaje, mostrándonos su esfuerzo por revestir a las palabras de
poesía, que es lenguaje sin grilletes.
Pónganse de pie y alaben, bajo la sombra de
los nísperos, la alta literatura de Héctor Rojas Herazo, viendo pasar a don
Eladio Tuñón con su bacinilla color de espliego. ¡Es que hasta dan ganas de
echarse una cagada cargada de tanta satisfacción como la que se ha echado don
Eladio! De verdad, ¡qué buena cagada! ¡Qué cagada, Rojas Herazo!
Cuando el niño Severino, haciéndose la paja
(una paja colectiva, iniciática, en la que en compañía de sus amiguitos también
se comenta sobre la paja en las que no tienen pinga sino crica), dentro de sí,
para sí, dice: “Me moriré un día de octubre, me moriré en un momento como éste,
en que haya una ventanita roja alumbrada por la luz de la tarde, y estaré muy
triste en el cajón porque mi mamá y mi hermanita se han quedado llorando”,
clava en el lector un extraño sentimiento de compasión tiznado de aprensión:
que al hacerse la paja piense en la muerte no es del todo raro, pero sí lo es
que al hacerse la paja lo coja la tristeza porque al instante piensa en el
dolor que su muerte causará en su hermana y su madre. En esa paja pueril parece
sugerirse, muy levemente, que hay algo más pecaminoso que la reprochable
conducta onanista.
“En el lomo, en la parte que debía entrar en
contacto con la angarilla, una pústula de bordes callosos, atestiguaba la
persistencia en una labor grosera, dura, sin amistad y sin descanso” Rojas
Herazo nos muestra en esta ficción ciertas verdades como esta del trato que
nuestros nobles campesinos, arrieros y carretilleros, por lo general, tienen
para con la innoble bestia. No obstante el estrecho vínculo que pueda haber
entre el cuadrúpedo y el bípedo, está claro que falta empatía, al menos más
compasión por parte del segundo. La naturaleza de esta relación la resume Mauri
cuando, refiriéndose a Canuto (y a su burro), dice: “¡Cuánta estupidez y cuánto
sufrimiento!” Me aventuro a decir que la misma frase es aplicable a relaciones
como las de Leocadio y Etelvina y Senio y Nife.
Sopa de candias. Comer. Si es tan buueno el
mote de queso hay que probar la sopa de candias.
Encoñamiento: subyugación del cuerpo y el
espíritu al placer sexual que provoca una persona (¿también animal?)
específica, en la que prima lo que se es capaz de hacer con los genitales.
Viene de coño, el órgano sexual femenino, y si no estoy mal el concepto surge
debido a que ha habido mujeres desde la antigüedad con la cualidad altamente
estimable de usar en el acto sexual los músculos de la vagina.
“¡La gente del pueblo!”, toda anomalías,
opresores y oprimidos, sádicos y masoquistas, mansos y fieros, atormentados y
atolondrados en el lodo, el polvo y el calor de un villorrio carcomido por el
desprecio de sí mismo. Rojas Herazo ofrece algo semejante a una pintura de Adán
y Eva en un erial maldito ubicado en el centro del Paraíso, lleno el suelo de
restos podridos, a medio comer, de las frutas del árbol prohibido, con la
serpiente presta siempre a morder sus calcañares. Gente adversa que de tanto
ser todo el pueblo logran esa normalidad aviesa que los entreteje en la
contienda de la ley del más fuerte, del más apto para sobrevivir en la
ignominia. La ternura, el amor, apenas aparecen como signos de debilidad que
pronto mutan a pulsión autodestructiva o justificación del odio y la revancha.
La anomalía de la anomalía es el amor, la ternura, abrasadas por su propia
llama.
No sigo más; esto se ha alargado como el
miembro de Fabricio Lúa.
Para
resaltar, citas textuales:
““Es la llaga de Dios”, pensó con esplendor,
descubriendo, en lo más secreto del patio, unas cuerdas de música por las que
subían ángeles con cabezas de hormigas.”
“Se le veía el sexo, pequeño y arrugado como
el de un niño, temblándole, al respirar anhelosamente, en la penumbra de la
bragueta.”
“tres sortijas, en una de las cuales seguía
el proceso de coagulación de un rubí”
“los insultaba suavemente, casi tierno, con
palabras que parecía escoger con lúcida ignominia”
“En el pueblo, en este preciso instante, todo
es tiempo espeso, espeso existir”.
“el retintín de un artefacto y el odio y el
olor vegetal, agudo, fétido y exultador a un mismo tiempo, de lo que se pudre
para alimentar a lo que estalla, sumado a la evaporación fecal, entre el
calor”.
““Te meto un tiro si me robas”, había dicho
sin palabras el rostro del comprador. El otro sabía que era cierto.”
“la resignación y el sufrimiento eran su
verdadera naturaleza y cualquier periodo de tranquilidad, por breve que fuese,
terminaba por asustarla”.
“La vieja, removiéndose bajo los trapos,
aflojó una ventosidad larga y aguda, como si dos hombres, cogiéndolo por las
puntas, hubiesen rasgado el lienzo de su propia cama”.
“El fastidio, como otro de los vapores del
día, ascendió con olor de ropa quemada por una plancha hasta convertirse en un
pensamiento: “odio este pueblo” Y después, con entera lucidez: “si viviera en
otro pueblo, también lo odiaría”. Se cansó de sí misma.”
“Es mercurio de plomo”.
“—Pero duró poco tiempo aquí ¿no es cierto?
—El suficiente para no dejar un buen
recuerdo”.
“Uno no cuenta, ¿sabe?, son los demás, los
otros; cuando es necesario los hombres responden. Cualquiera, cualquier hombre
responde.”
“En alguna forma, cualquier cosa que le
suceda a un hombre nos sucede a todos”.
“Ya tengo el golero en el hombro”, pensó y se
acarició el hombro dulcemente como si acariciara su propia muerte”.
“en el gesto más simple está implícita toda
nuestra historia de héroes”.
“el inacabable suplicio, la isocronía y la
matemática derrota del mundo”.
“un pueblo polvoriento, olvidado, en el cual
todas las calles, incluso todos los deseos, parecían conducir al cementerio”.
“miró circularmente (con cierta pesarosa
satisfacción, como un general contando sus cadáveres después de una victoria)”.
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