Dice, en una carta a su amigo Paul Demeny:
“el poeta no ha de ser simplemente un artista, sino un verdadero vidente. Su
destino no es el cielo azul de los parnasianos, sino el abismo sin fondo de lo desconocido.
Tiene que convertirse en el «gran enfermo, el gran criminal, el gran maldito y
el sabio supremo». Debe someterse al desenfreno razonado de todos los sentidos.
Debe hacerse odioso, absurdo. La abyección, el odio, son el ideal del poeta
vidente.” (Prólogo de J. F. Vidal-Jover, del libro Rimbaud. Obra completa. Prosa y poesía. Edición bilingüe. Traducción
al español: J. F. Vidal-Jover. Primera edición: noviembre de 1.972. Libros Río
Nuevo 1. Editorial: Ediciones 29).
Con este ideal escribe Arthur Rimbaud. Una
temporada en el Infierno es una obra que habla de encuentros difíciles,
añoranzas dolorosas, incertidumbre, desencanto, despedidas...
“Yo he creado todas las fiestas, todos los triunfos, todos los dramas. He
tratado de inventar nuevas flores, nuevos astros, nuevas carnes, nuevas
lenguas. Yo he creído adquirir poderes sobrenaturales. ¡Pues bien! ¡Tengo que
enterrar mi imaginación y mis recuerdos! ¡Una hermosa gloria de artista y de
narrador desvanecida!
¡Yo! ¡Yo que me titulara ángel o mago, que me dispensé de toda moral, soy devuelto
a la tierra, con un deber que perseguir y la rugosa realidad para estrechar!
¡Campesino!
¿Estoy engañado? ¿Sería para mí la caridad hermana de la muerte?
En fin, pediré perdón por haberme nutrido de mentira. Y vamos.”
El poeta escribe como dominado por un
impulso irrefrenable. Su palabra se convierte en sueños agridulces transmitidos
con el mismo hermetismo de los sueños.
Es difícil interpretar las palabras de
Rimbaud sin no cometer alguna torpeza. Se puede hacer el ridículo. Me expondré
un poco al ridículo con unas cuantas ideas.
Rimbaud tomó la seria decisión de dedicarse
a la literatura a una edad en la que todos, por lo general, nos hallamos en
medio de poderosas tormentas hormonales. Así es como su adolescencia transcurre
de un lado a otro, con tal de encontrar un sitio entre los literatos, los
poetas. En este trasegar topa con Verlaine y tienen una relación oscilante, donde
la poesía y la atracción por sus personalidades (y el físico de Rimbaud, sin
duda) son una fuerza que los lleva al choque contra todos los demás, entre
ellos dos y contra sí mismos. Tanta influencia recíproca, se nota en Una temporada en el Infierno, o al menos
eso es lo que yo veo. He llegado a sentir que Rimbaud escribió sobre él mismo,
poniéndose en el pellejo de Verlaine, y escribíó sobre Verlaine como si
escribiera sobre Rimbaud.
Esa temporada en el Infierno es la vivida
en carne propia, desde el mismo momento en que se ve desperdiciando su genio en
un pueblo inferior a sus posibilidades, y decide irse a buscar la gloria. La
temporada de vagabundo, pobre, asiduo de tabernas donde otros poetas, al igual
que él, se diluyen en la absenta y dispersan en el humo del hachís. Es la
temporada dedicada a ser poeta.
El joven artista que pronto abandonará la
escritura, deja con este libro algo que podría llamarse un testamento literario.
El vate, agonizante, escribe su legado, hace sus reproches. Por eso rebusca en
la historia de sus antepasados, para encontrar las razones de su temperamento,
de sus defectos y virtudes. Hurga en la historia como quien presencia el futuro
y va al encuentro de sus propios límites. Y se va, de sus quimeras a ese mundo
prosaico, la realidad:
“Al recobrar dos
céntimos de razón —¡cosa muy pasajera!— veo que mis males provienen de no haber
pensado a tiempo que estamos en el Occidente. ¡Los pantanos occidentales!”
Es, en cierto sentido, una carta de adiós.
Lo que Rimbaud quizás no esperó, es que esta misma carta que anuncia la muerte
del poeta, sea a la vez una carta que lo ha mantenido vivo, a pesar del
comerciante que vendría después.
Domingo José Bolívar Peralta.
Martes, 28 de abril de 2.015.