¡Oh, díganme
¿cómo es posible que la sigan llamando
virgen
si tan sólo el parto bastaría
para haberle despedazado el sacrosanto
himen,
aniquilarlo,
en caso tal que no haya sido un divino pene?!
¿Cómo?
Dímelo tú, ¡digna, venerada perriputísima!
(Qué osadía
es esta de preguntar en esos zafios términos
a una fémina
sobre su condición de virgen, y, además,
santa
madre fallecida de dios hijo;
mujer que fue fecundada por dios padre
nuestro
—sin tocarle el chocho—
con un [f]halo de luz de dios espíritu
santo.
¡Qué falta de respeto!)
¿Será que se trata de otro prodigio divino,
tu telilla intacta al paso
de la cabezota del futuro Jesús Cristo?
«¡Es otra loca madre judía!»,
grita Alexander Portnoy tras haberse pajeado.
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