Así fue como sucedió. Ella se veía como
todas las veces que subía a la cantina de la loma, bella y alegre. Se reía de
todo. Su esbeltez felina se entregaba con garbo a sus compañeros de baile, incluso
dos a la vez en algunas ocasiones. Todo su cuerpo era música. Nunca nadie
podría imaginar que esa noche ocurriría algo así.
La mesa siempre repleta de botellas de
cerveza, con o sin ese líquido que ella bebía a grandes tragos. Levantaba la
botella, la llevaba a sus labios y llenaba su boca antes de permitir que la
fría cascada cayera de su garganta hacia el estómago. Bebía, reía y bailaba. Su
lacio cabello negro parecía alargarse más con cada giro de su cuerpo. A veces
se movía tan deprisa, cuando sonaba una salsa brava o una champeta, que tenía
la sensación de ver a más de una Josefina María brotando de Josefina María.
Claro, yo también estaba borracho; sin embargo había algo más, así lo creo
ahora, que la embriaguez. Algo más por lo cual pude verla como a esas figuras míticas
de la India, con innumerables brazos, piernas, cabezas. Verla dispersarse en
varias Josefina María por la cantina, todas vehementes bailarinas derramándose
entre las mesas, omnipresente en todas ellas como la cerveza. Tal vez sí estaba
embriagado, más que de cerveza de ella.
Porque contagiaba. Esa alegría desbordaba
su propia existencia para infiltrarse en la existencia de todos los presentes,
incluso en la del borracho taciturno que había acudido al lugar para
emborracharse aún más en su pena. Cuando por fin todas las Josefina María se
recogían en una sola en su mesa, su risa era entonces la que se expandía desde
su posición y todos podíamos respirarla. Las charlas banales con sus
acompañantes no es algo que recuerde; eran charlas banales precisamente porque para
ellos no era una noche para estar en plan trascendental, no de manera
consciente. Sólo se trataba de disfrutar el momento. Ni siquiera cabía pensar
en la resaca del día de mañana. Saludables conejitos blancos en su boca, eso
eran sus dientes. Cada vez que esos finos labios se alargaban hacia las orejas
y se separaban para dejar ver los conejitos, era como si desde ella soplaran
los alisios del Caribe.
Así iba la noche, despreocupada, trago a
trago.
A medida que los astros mudaban de posición
en el Cielo, desertaban de las mesas, de las solitarias sillas, los miembros de
la distinguida clientela. Dentro de poco se oiría el ya típico “este picó y su
tropa de colaboradores les agradece su atención y les espera nuevamente para
servirles gustosamente”. Sólo una mesa seguía ocupada: la de Josefina María y
su tropa de alegres bebedores, conformada por tres muchachas más y tres
hombres. En otro extremo de la cantina, un hombre solo tenía tres sillas a su
entera disposición. Pero no estaba sentado, bailaba sin mucha coordinación “La
juma de ayer”. Josefina María se reía de él y él se reía con ella.
Y ella se levantó de su mesa, se fue
acercando como un jubiloso torbellino hasta el borracho, lo retó a pasos que
éste no le pudo seguir como correspondería a un buen parejo de baile mas sí
cumplió como buen parejo de juma. Sólo
una vez se abrazaron y eso duró no más de dos minutos, en exceso breves e igual
de inmensos. Un deleite perpetuo que contiene un recuerdo aciago.
“La juma de ayer
ya se me pasó,
esta es otra juma
que hoy traigo yo.”
No. Es la misma juma, desde entonces.
Porque al acabar la canción Josefina María me tomó de la mano invitándome a su
mesa. Bebíamos, conversábamos naderías. Llegó el momento del “Ha sido para nosotros
satisfactorio y orgulloso haberlos complacido...” del picó. Nos estaban
echando. No he dicho que uno de los acompañantes de Josefina María, el que al
parecer era su novio de turno, tenía un arma. El tipo era un policía que estaba
disfrutando de unas quién sabe si inmerecidas vacaciones. Josefina María le
dijo que la sacara, para jugar a la ruleta rusa. El tipo levantó su camisa y se
la sacó de la pretina. Sobre la mesa la manipuló para que saliera el proveedor
e inmediatamente Josefina María la tomó. Él intentó impedírselo, ella fue la
más rápida del Oeste.
La escena siguiente es Josefina María
apuntando con el arma al policía, y sucesivamente, a los demás que estábamos
alrededor de la mesa. Todos reíamos. La pistola no tenía balas.
Ella se levantó y empezó a posar como un
ángel de Charlie. El invitado a la mesa miraba a su anfitriona, embebido ante
su estampa de femme fatale en pantalón
negro ajustado, blusita blanca y elegantes sandalias también negras. Estaba atrapado
por completo en el encanto de esa joven de naricita felina y oscuros ojos de
color indescifrable esa noche. Ella le apuntó una vez más. —¿Empiezo por ti? —dijo,
y me sentí halagado de que me estuviera apuntando, a mí, a su invitado a última
hora, su última pareja de baile —. No. Cada uno cogerá la pistola y se
disparará, así es el juego. Yo empiezo.
Todos reíamos, hasta que sonó el disparo.
Había quedado una bala en la recámara. El
estúpido policía no la había vaciado del todo, no había tomado esa precaución.
Quizás no conocía lo suficiente el arma que cargaba, mientras que Josefina
María... Quiso ser la primera en dispararse. Nadie más lo hubiera hecho.
Un tiro en la sien. Moría la noche, la
aurora teñía de rojo un nuevo día. Esta sería la peor resaca. Su explayada alegría
toda ella absorbida en el metálico golpe de una bala y desaparecida en la
incógnita de su última sonrisa.
4 de abril de 2.015
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