viernes, 10 de abril de 2015

Se acabó la fiesta




 Así fue como sucedió. Ella se veía como todas las veces que subía a la cantina de la loma, bella y alegre. Se reía de todo. Su esbeltez felina se entregaba con garbo a sus compañeros de baile, incluso dos a la vez en algunas ocasiones. Todo su cuerpo era música. Nunca nadie podría imaginar que esa noche ocurriría algo así.

La mesa siempre repleta de botellas de cerveza, con o sin ese líquido que ella bebía a grandes tragos. Levantaba la botella, la llevaba a sus labios y llenaba su boca antes de permitir que la fría cascada cayera de su garganta hacia el estómago. Bebía, reía y bailaba. Su lacio cabello negro parecía alargarse más con cada giro de su cuerpo. A veces se movía tan deprisa, cuando sonaba una salsa brava o una champeta, que tenía la sensación de ver a más de una Josefina María brotando de Josefina María. Claro, yo también estaba borracho; sin embargo había algo más, así lo creo ahora, que la embriaguez. Algo más por lo cual pude verla como a esas figuras míticas de la India, con innumerables brazos, piernas, cabezas. Verla dispersarse en varias Josefina María por la cantina, todas vehementes bailarinas derramándose entre las mesas, omnipresente en todas ellas como la cerveza. Tal vez sí estaba embriagado, más que de cerveza de ella.

Porque contagiaba. Esa alegría desbordaba su propia existencia para infiltrarse en la existencia de todos los presentes, incluso en la del borracho taciturno que había acudido al lugar para emborracharse aún más en su pena. Cuando por fin todas las Josefina María se recogían en una sola en su mesa, su risa era entonces la que se expandía desde su posición y todos podíamos respirarla. Las charlas banales con sus acompañantes no es algo que recuerde; eran charlas banales precisamente porque para ellos no era una noche para estar en plan trascendental, no de manera consciente. Sólo se trataba de disfrutar el momento. Ni siquiera cabía pensar en la resaca del día de mañana. Saludables conejitos blancos en su boca, eso eran sus dientes. Cada vez que esos finos labios se alargaban hacia las orejas y se separaban para dejar ver los conejitos, era como si desde ella soplaran los alisios del Caribe.

Así iba la noche, despreocupada, trago a trago.

A medida que los astros mudaban de posición en el Cielo, desertaban de las mesas, de las solitarias sillas, los miembros de la distinguida clientela. Dentro de poco se oiría el ya típico “este picó y su tropa de colaboradores les agradece su atención y les espera nuevamente para servirles gustosamente”. Sólo una mesa seguía ocupada: la de Josefina María y su tropa de alegres bebedores, conformada por tres muchachas más y tres hombres. En otro extremo de la cantina, un hombre solo tenía tres sillas a su entera disposición. Pero no estaba sentado, bailaba sin mucha coordinación “La juma de ayer”. Josefina María se reía de él y él se reía con ella.

Y ella se levantó de su mesa, se fue acercando como un jubiloso torbellino hasta el borracho, lo retó a pasos que éste no le pudo seguir como correspondería a un buen parejo de baile mas sí cumplió como buen parejo  de juma. Sólo una vez se abrazaron y eso duró no más de dos minutos, en exceso breves e igual de inmensos. Un deleite perpetuo que contiene un recuerdo aciago.

“La juma de ayer
ya se me pasó,
esta es otra juma
que hoy traigo yo.”

No. Es la misma juma, desde entonces. Porque al acabar la canción Josefina María me tomó de la mano invitándome a su mesa. Bebíamos, conversábamos naderías. Llegó el momento del “Ha sido para nosotros satisfactorio y orgulloso haberlos complacido...” del picó. Nos estaban echando. No he dicho que uno de los acompañantes de Josefina María, el que al parecer era su novio de turno, tenía un arma. El tipo era un policía que estaba disfrutando de unas quién sabe si inmerecidas vacaciones. Josefina María le dijo que la sacara, para jugar a la ruleta rusa. El tipo levantó su camisa y se la sacó de la pretina. Sobre la mesa la manipuló para que saliera el proveedor e inmediatamente Josefina María la tomó. Él intentó impedírselo, ella fue la más rápida del Oeste.

La escena siguiente es Josefina María apuntando con el arma al policía, y sucesivamente, a los demás que estábamos alrededor de la mesa. Todos reíamos. La pistola no tenía balas.

Ella se levantó y empezó a posar como un ángel de Charlie. El invitado a la mesa miraba a su anfitriona, embebido ante su estampa de femme fatale en pantalón negro ajustado, blusita blanca y elegantes sandalias también negras. Estaba atrapado por completo en el encanto de esa joven de naricita felina y oscuros ojos de color indescifrable esa noche. Ella le apuntó una vez más. —¿Empiezo por ti? —dijo, y me sentí halagado de que me estuviera apuntando, a mí, a su invitado a última hora, su última pareja de baile —. No. Cada uno cogerá la pistola y se disparará, así es el juego. Yo empiezo.

Todos reíamos, hasta que sonó el disparo.

Había quedado una bala en la recámara. El estúpido policía no la había vaciado del todo, no había tomado esa precaución. Quizás no conocía lo suficiente el arma que cargaba, mientras que Josefina María... Quiso ser la primera en dispararse. Nadie más lo hubiera hecho.

Un tiro en la sien. Moría la noche, la aurora teñía de rojo un nuevo día. Esta sería la peor resaca. Su explayada alegría toda ella absorbida en el metálico golpe de una bala y desaparecida en la incógnita de su última sonrisa.

4 de abril de 2.015

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