“¡A menudo, al clavar la hachuela en el
tronco vivo sentí deseo de descargarla contra mi propia mano, que toca las
monedas sin atraparlas; mano desventurada que no produce, que no roba, que no
redime y ha vacilado el libertarme de la vida.”
Estas palabras
dichas por un esclavo al que la selva nunca le había arrebatado su conciencia y
se mantuvo por encima de la más básica de las reacciones del ser humano que
habita en el Infierno: el vampirismo. Porque el buen Clemente Silva hace honor
a su nombre y sólo hacia el final de La vorágine es capaz de gritar con
desesperación y rabia “Mátelos, mátelos a todos.”
Uso la expresión
vampirismo para evidenciar la actitud depredadora del humano que no tiene
piedad de nada y chupa para su egoísta beneficio, placer y, ante todo, para
sobrevivir, la vitalidad, aptitudes y hasta lo que pueda haber de bondad en los
demás. Vampirización que no se limita al “prójimo”; especies animales y
vegetales también son víctimas de este vampiro que liba sangre roja y savia
blanca en las selvas amazónicas. Esta fue la denuncia que en su momento José
Eustacio Rivera, a quien acaso el vampirismo de negra savia mineral lo
persiguió en New York hasta dejar su tintero sin tinta.
Sí, no es
descabellada esta idea dado el carácter del poeta y el derrotero que descubrió
para sí en las explayadas llanuras y tortuosas trochas de los “territorios
nacionales”. No lo es, si tomamos muy en serio esta sentencia “Mas yo no
compadezco al que no protesta. Un temblor de ramas no es rebeldía que me
inspire afecto”, como una declaración que dicha a viva voz por su autor, y
replicada, amplificada por miles, millones de voces movilizadas en las otras
selvas, las más despiadadamente humanas… Estoy dejándome llevar por un
pensamiento, por un deseo…
Me fui por otro
lado. No había proyectado escribir algo como lo que ya está escrito. Quería escribir
sobre cómo el humano, que se tiene a sí mismo como la cereza que corona el
pastel de la Creación (pastel, en todo caso, hecho por un pésimo repostero) se
ve inerme, reducido a un currutaco de alfeñique en la profundidad de la selva. En
la penumbra, los altos árboles, los intrincados arbustos y bejucos, los sonidos
de animales esquivos a los ojos, el rumor del viento en las hojas y el de los
bichos en la hojarasca, todo enerva los sentidos, da la sensación de ser
espiados, que los árboles nos vigilan, que toda la selva está confabulada para
perdernos. Se da cuenta uno que todo esto que vive y muere seguirá aún después
de nuestra muerte. “El hombre, diminuto y temeroso, siente el peso de la
naturaleza salvaje —el hombre que ha creído ser el amo del planeta— y pierde el
control de sí mismo.” Y viene, producto del temor, una revelación: “El vegetal
es un ser sensible cuya psicología desconocemos.”
Esta vegetación
densa, oscura, laberíntica, pavorosa, se opone en todo a aquella otra de las
“soledades domesticadas” de que habla Arturo Cova, la de los poetas que sueñan
con la Arcadia, la del ideal bucólico. No es raro, luego, que otros autores del
“Nuevo Mundo” hayan coincidido en caracterizar a la selva, al bosque americano,
como una entidad siniestra, amenazadora. Así lo vemos en obras de autores
especialistas en el horror y el terror como Howard Philips Lovecraft y otros,
quienes de una manera u otra se alimentan de los ambientes lúgubres de la
literatura gótica, sólo que en este caso, es el trópico (como en la Mansión de
Araucaíma) quien produce estados de ánimo delirantes, mórbidos.
En esta historia
las víctimas de la selva son todos: al final es la selva quien terminará
ganando. Esclavos y esclavistas se pudrirán como los troncos caídos y las hojas
sueltas, serán alimento de los hongos y vegetales que les chuparán hasta la
médula de los huesos, devorados por tambochas, caimanes, caribes… ¿Fue este el
final de Arturo Cova, Alicia, Fidel, Griselda…, ¡la hija de Cova y Alicia!
Dos vidas
malogradas —Arturo y Alicia— de dos hijos de bien; Alicia, de alta cuna de la mojigata
sociedad santafereña (la Bogotá de entonces, casi la misma de ahora, en sus más
altos estratos sociales); Arturo, de provincia pero con cierta respetabilidad
por su apellido. Ambos rebeldes a sus destinos o en busca de destinos
diferentes a los signados por la sociedad, la familia. Lanzan los dados juntos,
pierden. El azar los llevará por caminos de dolor. Ambos sabían que iban por
una senda que el algún momento se partiría en dos. Se sabían insensatos. Diría
el poeta Cova de su compañera de infortunio: “Indudablemente, era de carácter
apasionado: de su timidez triunfaba a ratos la decisión que imponen las cosas
irreparables.”
Alicia era
consciente de no amar a Arturo; al menos no de amarlo como él deseaba ser
amado. ¿Cómo deseaba ser amado Arturo? Ni él mismo lo sabía muy bien. Era un
ideal romántico, al parecer, viciado por la literatura, semejante al caso de
Emma Bovary. Era también consciente Alicia de que Arturo no era un santo y la
responsabilidad por la desgracia de ambos, sería de ambos. Esa responsabilidad
la asume Arturo al decir: “¡La adversidad es una sola, y nosotros seremos dos!”
Alicia, después de
todo, no es la típica damisela en peligro de las novelas que Cervantes parodió
con las andanzas del “Caballero de la triste figura” o los cuentos de los
hermanos Grimm. Su carácter es fuerte, aunque su físico lo desdiga. Soporta las
incomodidades con temple y lucha a fuerza de voluntad contra la adversidad. No
es ingenua hasta la estupidez (como muchas de las “fieras” de las telenovelas
de las décadas de 1.980 y 1.990): se sabe perdida y se aferra a Arturo hasta
que éste muestra su peor catadura, enloquecido por los celos. Por demás, Arturo
Cova es un poeta que padece del mismo mal que padecieron poetas como
Baudelaire: la desazón inexplicable, el no hallarse satisfecho con nada,
hastío, desencanto: spleen.
La vorágine es una
novela con mucha tela para cortar, no sólo por ella en sí misma sino por todo
lo que generó y sigue generando a su alrededor. Toda una leyenda sobre los
personajes que en ella aparecen, sobre lo que sobrevino luego cuando Colombia
entró en guerra con Perú, la misma muerte de Rivera, etc.
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