martes, 7 de junio de 2016

Tras los rumbos del rumbero

“¡A menudo, al clavar la hachuela en el tronco vivo sentí deseo de descargarla contra mi propia mano, que toca las monedas sin atraparlas; mano desventurada que no produce, que no roba, que no redime y ha vacilado el libertarme de la vida.”
Estas palabras dichas por un esclavo al que la selva nunca le había arrebatado su conciencia y se mantuvo por encima de la más básica de las reacciones del ser humano que habita en el Infierno: el vampirismo. Porque el buen Clemente Silva hace honor a su nombre y sólo hacia el final de La vorágine es capaz de gritar con desesperación y rabia “Mátelos, mátelos a todos.”
Uso la expresión vampirismo para evidenciar la actitud depredadora del humano que no tiene piedad de nada y chupa para su egoísta beneficio, placer y, ante todo, para sobrevivir, la vitalidad, aptitudes y hasta lo que pueda haber de bondad en los demás. Vampirización que no se limita al “prójimo”; especies animales y vegetales también son víctimas de este vampiro que liba sangre roja y savia blanca en las selvas amazónicas. Esta fue la denuncia que en su momento José Eustacio Rivera, a quien acaso el vampirismo de negra savia mineral lo persiguió en New York hasta dejar su tintero sin tinta.
Sí, no es descabellada esta idea dado el carácter del poeta y el derrotero que descubrió para sí en las explayadas llanuras y tortuosas trochas de los “territorios nacionales”. No lo es, si tomamos muy en serio esta sentencia “Mas yo no compadezco al que no protesta. Un temblor de ramas no es rebeldía que me inspire afecto”, como una declaración que dicha a viva voz por su autor, y replicada, amplificada por miles, millones de voces movilizadas en las otras selvas, las más despiadadamente humanas… Estoy dejándome llevar por un pensamiento, por un deseo…
Me fui por otro lado. No había proyectado escribir algo como lo que ya está escrito. Quería escribir sobre cómo el humano, que se tiene a sí mismo como la cereza que corona el pastel de la Creación (pastel, en todo caso, hecho por un pésimo repostero) se ve inerme, reducido a un currutaco de alfeñique en la profundidad de la selva. En la penumbra, los altos árboles, los intrincados arbustos y bejucos, los sonidos de animales esquivos a los ojos, el rumor del viento en las hojas y el de los bichos en la hojarasca, todo enerva los sentidos, da la sensación de ser espiados, que los árboles nos vigilan, que toda la selva está confabulada para perdernos. Se da cuenta uno que todo esto que vive y muere seguirá aún después de nuestra muerte. “El hombre, diminuto y temeroso, siente el peso de la naturaleza salvaje —el hombre que ha creído ser el amo del planeta— y pierde el control de sí mismo.” Y viene, producto del temor, una revelación: “El vegetal es un ser sensible cuya psicología desconocemos.”
Esta vegetación densa, oscura, laberíntica, pavorosa, se opone en todo a aquella otra de las “soledades domesticadas” de que habla Arturo Cova, la de los poetas que sueñan con la Arcadia, la del ideal bucólico. No es raro, luego, que otros autores del “Nuevo Mundo” hayan coincidido en caracterizar a la selva, al bosque americano, como una entidad siniestra, amenazadora. Así lo vemos en obras de autores especialistas en el horror y el terror como Howard Philips Lovecraft y otros, quienes de una manera u otra se alimentan de los ambientes lúgubres de la literatura gótica, sólo que en este caso, es el trópico (como en la Mansión de Araucaíma) quien produce estados de ánimo delirantes, mórbidos.
En esta historia las víctimas de la selva son todos: al final es la selva quien terminará ganando. Esclavos y esclavistas se pudrirán como los troncos caídos y las hojas sueltas, serán alimento de los hongos y vegetales que les chuparán hasta la médula de los huesos, devorados por tambochas, caimanes, caribes… ¿Fue este el final de Arturo Cova, Alicia, Fidel, Griselda…, ¡la hija de Cova y Alicia!
Dos vidas malogradas —Arturo y Alicia— de dos hijos de bien; Alicia, de alta cuna de la mojigata sociedad santafereña (la Bogotá de entonces, casi la misma de ahora, en sus más altos estratos sociales); Arturo, de provincia pero con cierta respetabilidad por su apellido. Ambos rebeldes a sus destinos o en busca de destinos diferentes a los signados por la sociedad, la familia. Lanzan los dados juntos, pierden. El azar los llevará por caminos de dolor. Ambos sabían que iban por una senda que el algún momento se partiría en dos. Se sabían insensatos. Diría el poeta Cova de su compañera de infortunio: “Indudablemente, era de carácter apasionado: de su timidez triunfaba a ratos la decisión que imponen las cosas irreparables.”
Alicia era consciente de no amar a Arturo; al menos no de amarlo como él deseaba ser amado. ¿Cómo deseaba ser amado Arturo? Ni él mismo lo sabía muy bien. Era un ideal romántico, al parecer, viciado por la literatura, semejante al caso de Emma Bovary. Era también consciente Alicia de que Arturo no era un santo y la responsabilidad por la desgracia de ambos, sería de ambos. Esa responsabilidad la asume Arturo al decir: “¡La adversidad es una sola, y nosotros seremos dos!”
Alicia, después de todo, no es la típica damisela en peligro de las novelas que Cervantes parodió con las andanzas del “Caballero de la triste figura” o los cuentos de los hermanos Grimm. Su carácter es fuerte, aunque su físico lo desdiga. Soporta las incomodidades con temple y lucha a fuerza de voluntad contra la adversidad. No es ingenua hasta la estupidez (como muchas de las “fieras” de las telenovelas de las décadas de 1.980 y 1.990): se sabe perdida y se aferra a Arturo hasta que éste muestra su peor catadura, enloquecido por los celos. Por demás, Arturo Cova es un poeta que padece del mismo mal que padecieron poetas como Baudelaire: la desazón inexplicable, el no hallarse satisfecho con nada, hastío, desencanto: spleen.
La vorágine es una novela con mucha tela para cortar, no sólo por ella en sí misma sino por todo lo que generó y sigue generando a su alrededor. Toda una leyenda sobre los personajes que en ella aparecen, sobre lo que sobrevino luego cuando Colombia entró en guerra con Perú, la misma muerte de Rivera, etc.

Y es una novela que no deja de ser actual, porque aunque los hechos objetivos que se narran y el lenguaje utilizado parezcan cosa del pasado, hay que admitir que llega al fondo de las pasiones humanas, los abusos de unos, las tragedias de otros… Y eso, eso sigue vigente, y lo seguirá.

No hay comentarios: