Propongo un juego: imagínese que Andrés
Caicedo no se mató el 4 de marzo de 1.977, poco después de haber salido en
libro su novela ¡Que viva la música!,
y que no es ahora, cuando estamos muy cerca del cuarto aniversario de la
edición príncipe de esta obra y su suicidio, que se haya llevado al cine por
primera vez la narración de María del Carmen Huerta, sino que el mismo Caicedo
y sus amigos del “Caliwood” (Mayolo, Ospina, Romero…) la adaptaran a la gran
pantalla, digamos, en los años en que una jovencita caleña, una refulgente
belleza de cabello rubio ondulado un poco alborotado, iniciaba su exitosa
carrera de actriz, porque yo estoy casi al ciento por ciento seguro que si
Andrés Caicedo la hubiera visto habría exclamado “¡Ve, esa es La Mona!”, o algo
así.
Es la primera
vez que leo ¡Que viva la música! y la
imagen de la “rubia, rubísima”, no de ese rubio “trigo que secó el sol y hebra
desteñida” de los gringos sino de un pelo color encendido como la carne del
mango maduro, es la imagen de mi Juanita Acosta de mi adolescencia. Aún no he
visto completa la película de Carlos Moreno (quizá nunca lo haga), pero sí
algunos fragmentos de ella, y bueno…, no es La Mona ni es Juanita Acosta (Juanita,
en diminutivo, como la gran mayoría de la muchachada de la literatura y vida
real de Andrecito).
Supongo que
todo esto que he escrito arriba (disculpa, lector, ardía por jugar con esta
parte de El libro negro de Orhan
Pamuk: hacer la petición de Galip [Celâl]: “tipógrafo: si ahora estamos en lo
alto de una columna escribe «abajo» y no «arriba») compete casi exclusivamente
a los mayores de 30 años.
Ahora,
hipotético lector, tómate al menos un minuto de pausa, suspende esta lectura e
imagina, si ya leíste la novela del niño Andrecito…
Ya desahogado
contigo, fantasma querido ‒si era gol de Yepes, era también el papel para
Juanita‒, paso a mi experiencia como lector de ¡Que viva la música! y arandelas. Las dedicatorias, ¡ay!, muchas
veces por parecerme simplonas he pensado que deberían estar en la página que
sigue al punto final de lo que conforma lo esencial del libro, aquello que
escrito en verso o en prosa, es su razón de ser y la de los editores para
publicarlo como la de los lectores para conseguirlo. Pero esta dedicatoria, que
no lo es, a Clarisolcita, antidedicatoria, es una suculenta carnada para este
pez. Antidedicatoria que, efectivamente, es un puente entre la ficción y la
realidad, conjuga la vida del autor con la vida de la novela. El lector gatuno
indagará quién es esa Clarisolcita y cómo se relaciona con la “heroína” de la
novela.
Luego los
epígrafes, arma de doble filo. En algunas obras he tenido la sensación de que el
escritor es una persona pedante que los utiliza con arrogancia. Da gusto
encontrar, como en este caso, epígrafes cuya intención es darnos indicios del
espíritu del escritor y del espíritu del libro. Diré, para seguir la “arjoniana”
analogía, que el pez ya no sólo mordisquea la carnada sino que ha abierto la
boca y se clavó el anzuelo en el labio.
La perdición
del pez, su total entrega al pescador, viene cuando acaba de leer ese primer
párrafo de la narración. ¡Carajo! ¡A lo Gran Maestro! ¡Knock out, grita el
juez! Y el hechizo sigue, y sigue… El pez, dócil, está en las manos del
pescador, dispuesto a vivir o a morir, pero el pescador es tan bueno que lo
deja vivir en las vitalísimas aguas de ¡Que
viva la música!; aguas con tanta vitalidad que el punto final es una muerte
regocijada, muerte que sabemos nos acompaña con una sonrisa en los trágicos
finales de personajes memorables. ¡Oh, Ricardito Miserable!, ¿acabaron tus días
lobotomizado por un científico loco? Llené el cuestionario del psiquiátrico.
De todos los
personajes clave (y notas, musicales) de la novela, es este Ricardito Sevilla,
alias Miserable, el que más me conmovió, por dos razones: primera: por su aire
melancólico, desamparado y tendencia asocial, pero muy noble; la segunda:
porque se me hace que faltó ese libro, esa lectura compartida para que María
del Carmen y él se besaran, se dieran cuenta, se convencieran de que estaban
enamorados (bueno, me parece que Ricardito sí lo sabía, y que quizá La Mona lo
intuía, pero se negaba aceptarlo por no “perder mi brillo”). Lástima, por un
lado, pero por el otro está bien porque Andrecito me deja soñar con ese ¿qué
tal si…? Ricardito Miserable, tan bello susurrándole Moonlight Mile,
traduciendo al instante como los traductores de la ONU, ajustando la letra a su
dolor; tan atento, de un lado a otro, angustiado, queriendo disculparse con
cada uno de los asistentes a la fiesta del Flaco Flores por su “lamentable
comportamiento”; aquel aullido y el “extraño fenómeno”, uno o dos fotogramas
del reciente nuevo día que María del Carmen sintió detenidos tal vez por su “vinculación
seria con el Miserable”, cosa que según ella nunca le importó, y yo digo que
nunca quiso aceptar.
Perfecta pareja
dispar: noche – día, desparpajada – taciturno, etcétera; ambos, sin embargo, en
la misma sintonía del tormento y la insatisfacción. Fueron en verdad, como
pensarían quienes los vieron subiendo agarrados de la mano al segundo piso de
la casa del flaco Flores, “una historia de amor trágico”, siendo precisamente
lo trágico de la historia que en ésta nunca se dio, como en el caso de los
amantes Francesca y Paolo del Infierno de Dante, aquel momento que sellara la
unión, la comunión, el libro u otro catalizador que propiciara el mutuo
reconocimiento, filtro de amor, y deshiciera las barreras, apenas acaso telitas
de telaraña por el lado del Miserable y gruesa muralla de hormigón por el lado
de La Mona. La mayor miseria de Ricardito Sevilla fue amar a María del Carmen
Huerta, personaje que ella, de soslayo, no deja entrever en estas memorias lo
que le significó, porque aún se niega a reconocer lo que para ella ha
significado.
En todo lo
demás La Mona es fiel a sí misma, a lo que siente, piensa y hace; su vida
dedicada por entero a la música, a la rumba brava, del rock a la salsa y del
Nortecito al Sur; de niña bien a puta; pero siempre la más bailadora, la más
aguantadora (salvo cuando vivía Mariángela, su yo misma tú), la más rumbera.
Termino mi
atrevimiento, bendito espectro que aún sigues estas líneas, con cierto parangón
que se me revuelca en el revoltijo de sesos: hace ya unos años leí El titiritero, novela del también valluno
(nacido en Tuluá, oís) Gustavo Álvarez Gardeazábal, que si no estoy mal también
salió a la luz en 1.977, y en ésta hay también una protagonista, “heroína”, que
se llama María Victoria O’Byrne, jovencita de clase alta que desciende a las
capas bajas de la sociedad y se une a ellas en las luchas juveniles de aquellos
años posteriores al “Mayo del 68” francés y la “Masacre de Tlatelolco” mexicana,
y sufre terriblemente el ensañamiento de la “bota militar” en un aula de la
Universidad del Valle. Pues sí, algo había en esa época en Cali que dos escritores
tan distintos concibieran dos personajes tan similares en ese espíritu rebelde,
libertario, capaces de despojarse de los convencionalismos pendejo-burgueses y
dispuestas a mandar al carajo el estatus social y el futuro que se les tenía
previsto. Era una época en que la juventud anhelaba transformaciones y se
enfrentaba a los patrones sociales, a la hipocresía moral y a las costumbres y
tradiciones que no valía la pena conservar, reafirmando sólo aquellas dignas de
“un mundo mejor”, como soñaba la canción de Los
Speakers. Lástima que todo aquello se haya perdido; sólo en la última
década del siglo pasado hubo un leve resurgir de aquella desazón e
inconformismo, aquella actitud en la juventud se ha perdido casi que por
completo en estas desagradables dos primeras décadas del siglo 21 de la world
wide web y los teléfonos móviles más
inteligentes que quienes los portan. Son escasas incluso en las universidades
públicas las agitadoras como Vicky O’Byrne y son escasas en las rumbas las
tigresas con un discurso tan contundente como María del Carmen Huerta.
Ahora sí,
termino diciendo que ¡Que viva la música!
es una novela provocadora, arriesgada, a la que hay que cogerle el paso, porque
si en verdad “Sufrir me tocó a mí en esta vida”, “Ponte duro” y “Agúzate”; sé
la “Salt of the Earth”.
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Para Eli, quien por su pelo y su
belleza me recordó a Juanita Acosta antes de leer ¡Que viva la música!; pero
por bien y por mal, no es como María del Carmen.
Domingo
José Bolívar Peralta
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