jueves, 24 de noviembre de 2016

¡Que viva, carajo!


Propongo un juego: imagínese que Andrés Caicedo no se mató el 4 de marzo de 1.977, poco después de haber salido en libro su novela ¡Que viva la música!, y que no es ahora, cuando estamos muy cerca del cuarto aniversario de la edición príncipe de esta obra y su suicidio, que se haya llevado al cine por primera vez la narración de María del Carmen Huerta, sino que el mismo Caicedo y sus amigos del “Caliwood” (Mayolo, Ospina, Romero…) la adaptaran a la gran pantalla, digamos, en los años en que una jovencita caleña, una refulgente belleza de cabello rubio ondulado un poco alborotado, iniciaba su exitosa carrera de actriz, porque yo estoy casi al ciento por ciento seguro que si Andrés Caicedo la hubiera visto habría exclamado “¡Ve, esa es La Mona!”, o algo así.
Es la primera vez que leo ¡Que viva la música! y la imagen de la “rubia, rubísima”, no de ese rubio “trigo que secó el sol y hebra desteñida” de los gringos sino de un pelo color encendido como la carne del mango maduro, es la imagen de mi Juanita Acosta de mi adolescencia. Aún no he visto completa la película de Carlos Moreno (quizá nunca lo haga), pero sí algunos fragmentos de ella, y bueno…, no es La Mona ni es Juanita Acosta (Juanita, en diminutivo, como la gran mayoría de la muchachada de la literatura y vida real de Andrecito).
Supongo que todo esto que he escrito arriba (disculpa, lector, ardía por jugar con esta parte de El libro negro de Orhan Pamuk: hacer la petición de Galip [Celâl]: “tipógrafo: si ahora estamos en lo alto de una columna escribe «abajo» y no «arriba») compete casi exclusivamente a los mayores de 30 años.
Ahora, hipotético lector, tómate al menos un minuto de pausa, suspende esta lectura e imagina, si ya leíste la novela del niño Andrecito…
Ya desahogado contigo, fantasma querido ‒si era gol de Yepes, era también el papel para Juanita‒, paso a mi experiencia como lector de ¡Que viva la música! y arandelas. Las dedicatorias, ¡ay!, muchas veces por parecerme simplonas he pensado que deberían estar en la página que sigue al punto final de lo que conforma lo esencial del libro, aquello que escrito en verso o en prosa, es su razón de ser y la de los editores para publicarlo como la de los lectores para conseguirlo. Pero esta dedicatoria, que no lo es, a Clarisolcita, antidedicatoria, es una suculenta carnada para este pez. Antidedicatoria que, efectivamente, es un puente entre la ficción y la realidad, conjuga la vida del autor con la vida de la novela. El lector gatuno indagará quién es esa Clarisolcita y cómo se relaciona con la “heroína” de la novela.
Luego los epígrafes, arma de doble filo. En algunas obras he tenido la sensación de que el escritor es una persona pedante que los utiliza con arrogancia. Da gusto encontrar, como en este caso, epígrafes cuya intención es darnos indicios del espíritu del escritor y del espíritu del libro. Diré, para seguir la “arjoniana” analogía, que el pez ya no sólo mordisquea la carnada sino que ha abierto la boca y se clavó el anzuelo en el labio.
La perdición del pez, su total entrega al pescador, viene cuando acaba de leer ese primer párrafo de la narración. ¡Carajo! ¡A lo Gran Maestro! ¡Knock out, grita el juez! Y el hechizo sigue, y sigue… El pez, dócil, está en las manos del pescador, dispuesto a vivir o a morir, pero el pescador es tan bueno que lo deja vivir en las vitalísimas aguas de ¡Que viva la música!; aguas con tanta vitalidad que el punto final es una muerte regocijada, muerte que sabemos nos acompaña con una sonrisa en los trágicos finales de personajes memorables. ¡Oh, Ricardito Miserable!, ¿acabaron tus días lobotomizado por un científico loco? Llené el cuestionario del psiquiátrico.
De todos los personajes clave (y notas, musicales) de la novela, es este Ricardito Sevilla, alias Miserable, el que más me conmovió, por dos razones: primera: por su aire melancólico, desamparado y tendencia asocial, pero muy noble; la segunda: porque se me hace que faltó ese libro, esa lectura compartida para que María del Carmen y él se besaran, se dieran cuenta, se convencieran de que estaban enamorados (bueno, me parece que Ricardito sí lo sabía, y que quizá La Mona lo intuía, pero se negaba aceptarlo por no “perder mi brillo”). Lástima, por un lado, pero por el otro está bien porque Andrecito me deja soñar con ese ¿qué tal si…? Ricardito Miserable, tan bello susurrándole Moonlight Mile, traduciendo al instante como los traductores de la ONU, ajustando la letra a su dolor; tan atento, de un lado a otro, angustiado, queriendo disculparse con cada uno de los asistentes a la fiesta del Flaco Flores por su “lamentable comportamiento”; aquel aullido y el “extraño fenómeno”, uno o dos fotogramas del reciente nuevo día que María del Carmen sintió detenidos tal vez por su “vinculación seria con el Miserable”, cosa que según ella nunca le importó, y yo digo que nunca quiso aceptar.
Perfecta pareja dispar: noche – día, desparpajada – taciturno, etcétera; ambos, sin embargo, en la misma sintonía del tormento y la insatisfacción. Fueron en verdad, como pensarían quienes los vieron subiendo agarrados de la mano al segundo piso de la casa del flaco Flores, “una historia de amor trágico”, siendo precisamente lo trágico de la historia que en ésta nunca se dio, como en el caso de los amantes Francesca y Paolo del Infierno de Dante, aquel momento que sellara la unión, la comunión, el libro u otro catalizador que propiciara el mutuo reconocimiento, filtro de amor, y deshiciera las barreras, apenas acaso telitas de telaraña por el lado del Miserable y gruesa muralla de hormigón por el lado de La Mona. La mayor miseria de Ricardito Sevilla fue amar a María del Carmen Huerta, personaje que ella, de soslayo, no deja entrever en estas memorias lo que le significó, porque aún se niega a reconocer lo que para ella ha significado.
En todo lo demás La Mona es fiel a sí misma, a lo que siente, piensa y hace; su vida dedicada por entero a la música, a la rumba brava, del rock a la salsa y del Nortecito al Sur; de niña bien a puta; pero siempre la más bailadora, la más aguantadora (salvo cuando vivía Mariángela, su yo misma tú), la más rumbera.
Termino mi atrevimiento, bendito espectro que aún sigues estas líneas, con cierto parangón que se me revuelca en el revoltijo de sesos: hace ya unos años leí El titiritero, novela del también valluno (nacido en Tuluá, oís) Gustavo Álvarez Gardeazábal, que si no estoy mal también salió a la luz en 1.977, y en ésta hay también una protagonista, “heroína”, que se llama María Victoria O’Byrne, jovencita de clase alta que desciende a las capas bajas de la sociedad y se une a ellas en las luchas juveniles de aquellos años posteriores al “Mayo del 68” francés y la “Masacre de Tlatelolco” mexicana, y sufre terriblemente el ensañamiento de la “bota militar” en un aula de la Universidad del Valle. Pues sí, algo había en esa época en Cali que dos escritores tan distintos concibieran dos personajes tan similares en ese espíritu rebelde, libertario, capaces de despojarse de los convencionalismos pendejo-burgueses y dispuestas a mandar al carajo el estatus social y el futuro que se les tenía previsto. Era una época en que la juventud anhelaba transformaciones y se enfrentaba a los patrones sociales, a la hipocresía moral y a las costumbres y tradiciones que no valía la pena conservar, reafirmando sólo aquellas dignas de “un mundo mejor”, como soñaba la canción de Los Speakers. Lástima que todo aquello se haya perdido; sólo en la última década del siglo pasado hubo un leve resurgir de aquella desazón e inconformismo, aquella actitud en la juventud se ha perdido casi que por completo en estas desagradables dos primeras décadas del siglo 21 de la world wide web  y los teléfonos móviles más inteligentes que quienes los portan. Son escasas incluso en las universidades públicas las agitadoras como Vicky O’Byrne y son escasas en las rumbas las tigresas con un discurso tan contundente como María del Carmen Huerta.
Ahora sí, termino diciendo que ¡Que viva la música! es una novela provocadora, arriesgada, a la que hay que cogerle el paso, porque si en verdad “Sufrir me tocó a mí en esta vida”, “Ponte duro” y “Agúzate”; sé la “Salt of the Earth”.

_______________________________________________________________
Para Eli, quien por su pelo y su belleza me recordó a Juanita Acosta antes de leer ¡Que viva la música!; pero por bien y por mal, no es como María del Carmen.



Domingo José Bolívar Peralta
20 de noviembre de 2.016

No hay comentarios: