jueves, 24 de noviembre de 2016

Toda la literatura es intertextual


“Estando ambos sentados juntos penetró en el espejo el reflejo del reflejo.”
   Hüsn-ü Aşk, JEQUE GALIP

“El cuento entró en el espejo.”
   El libro negro, ORHAN PAMUK

Te amo, aún ahora que te has ido dejando una telegramática carta llena de misterio como esas novelas policíacas que te gusta leer; te amo, te amo, consumiéndome en la desesperación por tu ausencia mientras sigo pistas que me lleven a ti para poder besarte que te amo, como nunca siempre te he amado.

-- O --

“He hecho de tu persona un espejo de la mía.”
La oportunidad de la salvación, SÜLEIMAN ÇELEBI

“No soy un enfermo mental, sólo soy un lector fiel.”
    El libro negro, ORHAN PAMUK

Todos los espejos, las cajas chinas, los rostros superpuestos y el azar de la causalidad, conducen al conocimiento del misterio del tejido que es la realidad, el sueño que es la vida. Sólo eso: el conocimiento del misterio, pero no sus entrañas.
Cuando terminas el libro, si estás en esa búsqueda, sabes que abriste una puerta que conduce a otras puertas que se suceden hasta llegar a ti mismo; que tienes que atravesar el jardín de tu memoria. Porque el fondo de esta novela, El libro negro, escrita por Orhan Pamuk, es la identidad, pensando esta palabra como el reconocimiento de la propia sustancia y accidentes que nos diferencian de los demás, mas también en todo aquello que nos lleva a reconocernos semejantes a otros, porque la personalidad de cada quien, su yo, está hecha de lo que por naturaleza le fue transmitido en el misterio de los genes, y de todo lo que absorbió y asumió para consolidarse, que también es un misterio porque se trata de elegir entre innumerables opciones.
Cuando Galip (Celâl) le dice a Emine «Se lo ruego, olvidemos cuanto antes este error de imprenta», mágicamente se abre una puerta y en el jardín de mi memoria lo primero que veo es ese bello árbol, La insoportable levedad del ser, sembrado ahí por el checo Milan Kundera, a quien conocí a través de ese libro gracias a otros en los que puedo reflejarme como lector. Si el hurufismo dice que todo lo creado es originado por las letras, Kundera me enseñaría que la vida se escribe sin posibilidad de ser corregida en una segunda edición; sólo somos el borrador de un texto; como los Buendía de Gabito, no tiene “segunda oportunidad sobre la tierra”. Pero este misterio de los espejos, las cajas chinas, los rostros superpuestos, ¿qué significan? Tal vez un eterno retorno sin que sea éste un círculo perfecto sino una espiral.
Ya que el Universo, la realidad, tiene su punto de partida en las letras, quien conoce del poder creador de las letras es un dios. El escritor de un poema es antes el lector de un poema; lo ha leído en las piedras, en las nubes, en las olas, en los gatos, en los grillos, en las sardinas enlatadas, en los rostros de sus vecinos y actores en el cine, en la mirada de su amante y en los libros que escribieron otros lectores que aprendieron a leer las letras y los significados que hay detrás de las apariencias, de las superficies, es decir, los significados más profundos. Cuando este lector que ha aprendido a leer tales significados, esto que está escrito en todo, se decide a tomar el lápiz, la pluma, el esfero, el teclado, y escribe un poema, está creando un universo que es, como él, uno en sí mismo; sin embargo, este nuevo universo que es su poema tiene su origen en todo lo que ha leído, y por eso otro lector que lea su poema tendrá la sensación de encontrarse con otro juego de espejos, cajas chinas, rostros superpuestos, y se maravillará ante el azar de la causalidad, y dirá, como Emine, con devoción al escritor, «tú, que todo puedes escribirlo».
Como el Universo, la realidad y los sueños son producto de las letras, ha de entenderse que “todo está escrito” y se sigue escribiendo en el espacio-tiempo-materia-energía, y sólo basta que dos personas fijen su mirada en las letras, las observen, y podrían leer lo mismo; escribirán, si deciden ser dioses, sobre aquello que leyeron, y no es raro que se dé el caso de que estas dos personas que para la historia podrían haber ocupado lugar y tiempo diferentes, al ser leídas por una tercera persona distanciada geográfica e históricamente, se les encuentre afines, se identifiquen la una con la otra. Se abre aquí otra puerta de mi jardín de la memoria que me conduce a las figuras (o mejor, las letras) de Jorge Luis Borges, Samuel Taylor Coleridge, Giovanni Papini, Marco Polo y Kublai Kan, quienes como si poseyeran el mismo atrapasueños, escribieron y fueron escritos sobre un mismo sueño. «Lo que quería explicarte es sólo la sensación de que pensábamos juntos la misma cosa».

Amigo Imago 

amigo, yo 
yo soy tú 
regurgitado, abstracto y desnudo 
Leonidas Castillo 


Amigo 
Imago, 
observo que me observas 
y me observo en ti, 
espejo  
que mis ojos han pulido y enmarcado, 
espejo 
que mis manos nunca han empañado. 

Ríes tú tan como yo lloro 
y tu fruncido ceño es la dilatación de mi sonrisa. 

¡Ah,  
Amigo 
Imago! 

Mi cabello es ahora corto 
pero aún rizado; 
sin embargo, 
tus ojos no me ven distinto 
ni distinguen entre el yo que lo ha cortado 
y el yo que se ha cortado, 
y yo te miro y me doy cuenta 
de que en verdad no ha habido cambio alguno, 
salvo el imperceptible cambio que repta en cada uno. 
Siempre el mismo, 
El mismo mutante en uno solo diversificado; 
el mismo tú en el espejo modificado. 

Te he escogido porque me elegiste 
y contigo sigo porque somos uno. 

Somos uno, 
uno 
que en dos se ha dividido, 
dos que en uno se han soldado. 
Cuatro ojos de dos en dos multiplicados. 
Somos varios,  
incontables, 
repetidos, 
irrepetibles, 
unificados. 

Soy tú quien eres yo, 
Amigo 
Imago.

Domingo José Bolívar Peralta
7 de noviembre de 2.016

lunes, 10 de octubre de 2016

Luces del Caribe



A pesar de que La tejedora de coronas, que había leído meses antes, se afantasmara en la memoria mientras avanzaba en la lectura de El siglo de las luces, por las peripecias que estas novelas cuentan teniendo ambas como marcos geográficos principales el Caribe y Francia, por el protagonismo de mujeres que conocemos desde su adolescencia, dueñas de un carácter voluntarioso y con ideales románticos y revolucionarios (Genoveva y Sofía), porque la prosa de ambos autores en estas obras es minuciosa y abundante en sus descripciones, con largas digresiones, diálogos cargados de citas y referencias históricas, lenguaje un poco rebuscado (quizá debido a la misma época en que los autores las ubican) y la gran demostración de erudición que despliegan, pero con tanto tino que nunca llegan a ser tediosas u odiosas, Germán Espinoza, cartagenero, autor de la primera nombrada (concebida y publicada décadas después de la otra), diría de Alejo Carpentier, cubano, autor de la segunda: “Carpentier no está entre mis gustos, su estilo me parece sumamente acartonado, pesado.”[1] Tal vez Espinoza tuvo que responder muchas veces a preguntas sobre la posible influencia que el cubano (caribeño) Carpentier, como escritor, ejerciera en el escritor cartagenero (caribeño),  y esta declaración que he entrecomillado se deba a que estaba harto de verse comparado con el escritor de “lo real maravilloso”. Habrá que preguntarle a Ariel Castillo. Por ahora, ya no le jodo más la existencia (la existencia prolongada de los buenos escritores, que va más allá de sus vidas biológicas) a Germán Espinoza. Asaltemos (ustedes, mis anhelados lectores, y yo), al desbocaire, como corsarios de La Guadalupe, la nave de El siglo de las luces.
Al principio, sentí difícil la lectura. Ese hablar elusivo de aquella cosa que va en la proa de un barco con rumbo a una isla del Caribe, es como una extensa adivinanza, y aunque descubrí el objeto misterioso, seguí más perdido que el hijo de Lindberg (y ahora reflexiono sobre lo malévolo que es usar esta frase de manera tan frívola; lo que debió haber sufrido el aviador…). Recordé, entonces, a Umberto Eco que en su Apostillas a El nombre de la rosa nos dice, si no estoy mal, que la primera centena de páginas de su novela monástica-policíaca son el reto del autor a los lectores, suponiendo que el lector facilista abandonaría el libro privándose del deleite de lo que el resto de páginas depara, algo así como el candado que debe ser roto para abrir el cofre del tesoro. Pues sí, tanto Umberto como Alejo obran como la Naturaleza, los dioses o yo qué sé; estos libros exigen del lector un esfuerzo como la vida misma exige que para lograr lo anhelado se trabaje duro por ello, en la misma tónica del no hay placer sin dolor ni amor sin sufrimiento...
Ya superadas esas arduas primeras páginas, nos ubicamos en las vidas de tres jóvenes, apenas despuntando de la infancia, huérfanos y ricos, dueños de una casa señorial, una finca y una casa de comercio. Sofía y Carlos, hermanos, y Esteban, primo de los otros dos, criado con ellos. Se divierte uno jugando con esta muchachada que encuentra la libertad (muerto el adusto padre y tío, descargada Sofía del internado de monjas) entre los muros del caserón y de la tienda, aislados voluntariamente del contacto directo con otros seres humanos aparte de sus dos sirvientes negros y un albacea que administra la herencia familiar y de vez en cuando los visita, pero manteniendo contacto con el mundo a través de libros, instrumentos científicos, obras de arte y demás caprichos que encargan al protector de sus bienes (que más tarde se revelará que es un saqueador de lo que debía cuidar). A estos tres se suma un cuarto personaje y todo cambiará: Víctor Hugues. Este comerciante (contrabandista de sedas, entre otras actividades) francés llega una noche a la casa, con el pretexto de tratar asuntos de negocios con el patriarca, no sabiendo que ya hace tiempo su carne se había convertido en mero alimento de gusanos; así, el treintañero Hugues irrumpe en la plácida “anormalidad” que los tres adolescentes se habían forjado durante meses, conquistándolos con su desenfado, sus anécdotas, sus saberes, integrándose al mundo de ensueños y ansias de los dueños de casa. Es aquí donde la novela coge su verdadero rumbo, a partir de una equivocación, de una visita extemporánea.
El aleteo de una mariposa al otro lado del mundo puede ser el origen de un huracán en su isla del Caribe; los tres jóvenes que se mantenían al margen de la sociedad habanera serán zarandeados por las convulsiones al otro lado de la mar océano que marcarán sus vidas. Entra otro personaje en la novela, Ogé, amigo de Hugues, otro accidente, otra cifra del azar-destino, y vienen dos éxodos: el primero, la huida de la casa familiar; el segundo, la huida de Haití. La Revolución, entra en sus vidas, ellos entran en la Historia. La historia de los historiadores nos dice que Víctor Hugues es un personaje histórico, agente de la Revolución Francesa en costas caribeñas; el novelista lo sabe y lo utiliza para crear su historia. A partir de estos peregrinajes El siglo de las luces se instala del todo en el Siglo de las Luces. La Literatura y la Historia se abrazan. La objetividad del historiador da paso ahora a la subjetividad del literato, quien con su entendimiento e imaginación y haciendo uso de las herramientas de su arte, rellena los espacios en blanco, localiza y ubica piezas del rompecabezas humano, trata de comprender los luceros espirituales de este mundo historial.
Carpentier cumple aquello que dijo Picasso que es el Arte: una mentira que nos acerca a la verdad. La lírica de su prosa le sirve de lámpara que a su paso va iluminando zonas oscuras de la Liberté, Equalité et Fraternité. Pensar que un ideal noble puede ser llevado a extremismos contradictorios y odiosos, que en la práctica de los ideales de Libertad, Igualdad y Fraternidad se pueda ir en contra de la Libertad, la Igualdad y la Fraternidad. Libertad: sometida a nuestros mandatos. Igualdad: pero “unos somos más iguales que otros”, como en la Granja animal de George Orwell, o todos igualados por lo bajo, como en la Barra siniestra de Vladimir Nabokov. Fraternidad: donde unos son Abel y otros son Caín, unos son Isaac y otros son Ismael, unos son Jacob y otros son Esaú, unos son Thor y otros son Loki, unos son Atahualpa y otros son Huáscar, unos son Emilianito y otros son Poncho. Un botón: “Sabedor de que numerosos negros, en la comarca de las Abysses, se negaban a trabajar en el cultivo de fincas expropiadas, alegando que eran hombres libres, Víctor Hugues hizo apresar a los más díscolos, condenándolos a la guillotina.” Los negros pasaron de ser esclavos de los latifundistas a esclavos de la Libertad, la Igualdad y la Fraternidad.
Mientras Esteban y Víctor llegan a Europa y se empapan de la Revolución, actuando en el teatro principal de los hechos y siendo enviado luego Esteban a la frontera con España, pasando más tarde ambos al Caribe, a la isla de La Guadalupe y después a la Guayana Francesa, Carlos y Sofía quedan en Cuba, poniéndose al día de cuanto sucede en Francia, adquiriendo de contrabando textos referentes a la agitación allende los mares y enterándose de la llegada de la Revolución al vecindario, fundan su clandestina logia prorrevolucionaria e intentan tibiamente introducir en La Habana, con el sigilo de conspiradores que son, aquellas ideas subversivas. Años en los que Sofía y Carlos (y un esposo de Sofía sin mucha importancia en la narración salvo para remarcar el carácter de la mujer) llenan sus espíritus de esa parte romántica de la Revolución Francesa de los ideales nobles, sin desconocer los excesos y contradicciones de los grupos que se turnan en el poder; años en los que Víctor sufre las metamorfosis de hombre afable a hosco fanático de “El Incorruptible” Robespierre y despreciable “animal político”; años en los que Esteban, conociendo de primera mano tales excesos y contradicciones por cuenta de Hugues principalmente, deja de ser el joven entusiasta de los nuevos aires y lo que inhala y exhala es pura decepción y desencanto, siendo el personaje que se nos muestra más introspectivo, a mi parecer, y el cual resumo en estas líneas del mismo autor del libro: “En aquellos últimos años, Esteban había asistido al desarrollo, en sí mismo, de una propensión crítica —enojosa, a veces, por cuanto le vedaba el goce de ciertos entusiasmos inmediatos, compartidos por los más— que se negaba a dejarse llevar por un criterio generalizado”. “Soy un discutidor […] Pero discutidor conmigo mismo, que es peor”
A pesar de ser un discutidor, el problema de Esteban es que le faltaba cojones para soltar amarras; sus intenciones y deseos siempre estaban supeditados a una orden, a una autorización. Hacía lo que tenía que hacer, aunque no estuviera de acuerdo, no le gustara. Sólo al final, por amor a Sofía, se ve sacando uñas. Víctor hacía lo que tenía que hacer, porque estaba convencido de que debía hacerlo y le gustaba (no hay droga más adictiva que el poder). En cuanto a Sofía, siempre tuvo ansias de libertad, esa palabra le embriagaba, precisamente porque odiaba la severidad de su padre, por ser ella la que padeció el internado y las secuelas de la castísima educación de las monjas, porque era una mujer entre hombres, porque Víctor se fue a hacer su vida y ella tuvo que casarse con un buen hombre y representar el papel de esposa satisfecha sin estar satisfecha. Intangibles, inciertos lectores, discúlpenme si la comparación les parece desafortunada, pero no dejo de pensar que Sofía tiene cierto cariz…, cierta semejanza (aparte de Genoveva Alcocer) a Emma, la desdichada, adúltera, suicida y pasional esposa del doctor Bovary (¡ay, Emma, ser recordada como la esposa desdichada, adúltera, suicida y pasional del insípido Charles Bovary!). Esta idea se sostiene en mi perturbado cerebro al repasar el final de una y otra. Sofía va al encuentro de Víctor (su primer hombre, el que años atrás en la casa familiar le hizo saber que ya era una mujer, a más señas deseable, siendo que ella se veía aún como una niña: “La habían visto como Mujer, cuando no podía verse a sí misma como Mujer —imaginar que los demás le concediesen categoría de Mujer. «Soy una Mujer», murmuraba, ofendida y como agobiada por una carga enorme puesta sobre sus hombros, mirándose en el espejo como quien mira a otro, inconforme, vejada por alguna fatalidad, hallándose larga y desgarbada, sin poderes, con esas caderas demasiado estrechas, los brazos flacos y aquella asimetría de pechos que, por vez primera, la tenía enojada con su propio contorno. El mundo estaba poblado de peligros. Salía de un tránsito sin riesgos para acceder a otro, el de las pruebas y las comparaciones de cada cual entre su imagen real y la reflejada, que no se recorrería sin desgarramientos ni vértigos…”), el Víctor de sus recuerdos y el “Hombre de la Revolución”; se decepciona de él, lo abandona, y tiempo después, en España, encuentra de nuevo una razón para gritar ¡hay que hacer algo!, y sale a hacer algo, como salía Emma al encuentro de sus amantes. Carlos, pobrecito, el que quería ser músico; a Carlos le tocó ser el menos aventurero. Quizá Carpentier hubiese querido darle a Carlos más protagonismo, pero la novela cogió su rumbo, siempre alguien debía quedarse en casa, cuidar del comercio y sólo él era el indicado para rastrear, al final de las páginas, las huellas de su hermana y su primo. Los tres huérfanos fantasiosos y aquel simpático comerciante francés, devorados por la vorágine del Siglo de las Luces.

--O—

No quiero terminar este parapeto sin mencionar, aunque sea de pasada, la maravillosa (no sé qué tan real, pero muy maravillosa sí) leyenda que cuenta Carpentier sobre los Caribes, que tras varias generaciones remontando la selva, con ahínco, enfrentándose a otras tribus, por fin llegan a las costas del mar y se toman su tiempo para aprender a deslizarse sobre las olas de ese gran charco salado. Como dando saltos van de una isla a otra, y justo cuando llegan a una muy grande y creen que esta será la última, que por fin están cerca de la costa que anhelan, la de aquella rica y sabia nación del norte, aquel imperio del que oyeron hablar sus antecesores, tierra de artesanos de curiosos y sofisticados objetos que llegaron a sus manos, ¡aparecen estos malditos hombres pálidos y barbudos, y frustran una empresa trazada tiempos atrás por sus ancestros!



[1] Germán Espinosa, un poeta que novela la historia. Ariel Castillo Mier. Aguaita. Diciembre 2.007 — junio 2.008

martes, 6 de septiembre de 2016

Morir en Comala


No me gustaría morir en Comala. Uno se aguanta esta vida, haciendo todo lo que tiene que hacer con tal de dejar lo que quiere dejar, aferrado a la esperanza de que luego podrá sempiternamente descansar en paz; pero en Comala ni después de muerto se tiene sosiego; tantas voces, tanta conciencia fastidiando…
Muertos, y sin esperanza de ser redimidos, penando hasta en el fondo oscuro de los sepulcros, rebotando como ecos en la desolación de un pueblo en ruinas. Abandonados.
Si “la alegría cansa”, esta muerte de Comala ha de ser la más patética forma de existencia, puesto que ya nada se espera en este incesante repetir de lo que se fue. Alguien pide que recen por su alma, pero es sabido que “Ninguno de los que todavía vivimos está en gracia de Dios. Nadie podrá alzar sus ojos al cielo sin sentirlos sucios de vergüenza. Y la vergüenza no cura.” El hecho es que ninguno de ellos vive, y es como si a veces lo olvidaran, y como si al recordarlo y deshacerse, murieran nuevamente, nunca del todo.
Cuando Juan Preciado muere, dice: “Como si hubiera retrocedido el tiempo.” Es así. Comala está atrapada en Comala. No hay avance. La Santa Muerte se ha dado el gusto de crear este ámbito, un reino de ultratumba que está por fuera de los descritos por Dante, amarrado al cadáver de un remoto pueblecito mexicano. Las ánimas de Comala no son capaces de abandonar este reino porque todas, como Eurídice y la mujer de Lot, siempre vuelven la mirada, hacia el pasado, a Pedro Páramo.
¿Y Pedro Páramo, también pena, como los demás? Nunca Juan Preciado, vivo o fantasma, llegó a toparse, hasta donde nos llevó el relato, con Pedro Páramo, ni tampoco éste aparece sino como el recuerdo…, un recuerdo que recuerda a su Susana San Juan. En este punto, me asalta la duda: ¿aquel narrador, el más extraño de todos, que no es Juan Preciado ni son las ánimas del pueblo, quién es? Una y otra vez me lo planteo y pienso que puede ser Pedro Páramo, si no es el artificio literario del narrador tras el cual se oculta el escritor. Las dudas también entran por el lado de los vivos que quedaban en Comala o al menos hacían tránsito por ella: Dorotea, quien dice de sí misma que vivió más de lo debido —“cuando el cuerpo se me había achaparrado, cuando el espinazo se me saltó por encima de la cabeza, cuando ya no podía caminar”— por la ilusión —“Eso cuesta caro”—, la de un hijo, es, según el orden de la lectura, el primer personaje que claramente reconoce haber muerto, y en la sepulcral conversación con Juan Preciado, manifiesta: “Me senté a esperar la muerte. Después que te encontramos a ti, se resolvieron mis huesos a quedarse quietos. […] Me enterraron en tu misma sepultura y cupe muy bien en el hueco de tus brazos.” Puede creer uno que Juan Preciado no fue la última persona viva en dejar su huella sobre el suelo polvoriento de Comala; pero… recordemos la conversación en el camino, con Abundio: “Aquí no vive nadie”, “tal vez encuentre algún vecino viviente”­; tal como se presentan las cosas —como eso de que Donis ayudó a Dorotea a enterrar a Juan Preciado—… quizá, de alguna manera aquí se aplique al pie de la letra aquello que dicen que dijo Jesús, el hijo de José el carpintero: “Deja que los muertos entierren a sus muertos.”
Dorotea es, a mi parecer, el personaje que más nos revela el estado de los difuntos de Comala. Cuando ella le dice a Juan Preciado, en su conversación de difuntos, “que el padre Rentería me aseguró que jamás conocería la gloria.  Que ni siquiera de lejos la vería... Fue cosa de mis pecados; pero él no debía habérmelo dicho. Ya de por sí la vida se lleva con trabajos. Lo único que la hace a una mover los pies es la esperanza de que al morir la lleven a una de un lugar a otro; pero cuando a una le cierran una puerta y la que queda abierta es nomás la del infierno, más vale no haber nacido… El cielo para mí, Juan Preciado, está aquí donde estoy ahora.” Esta sentencia del tempestuoso padre Rentería, que luego se iría al monte a guerrillear en las revueltas mexicanas —acosado por su conciencia—, se extiende a todos los habitantes de Comala, porque para él todos han sido corrompidos por Pedro Páramo de una u otra forma; aunque el mismo sacerdote muy bien sabía que contrariar al terrateniente (o a ese estirón de los brazos de su maldad que fue su único hijo acogido y consentido, Miguel) significaba morir, ya sea ahorcado, de un tiro o de hambre ­—“ellos me dan mi mantenimiento. De los pobres no consigo nada.”—. Sumémosle aquel obispo que se fue de Comala sin dar la bendición. No obstante, se cuenta una que otra aparición de difuntos anteriores al imperio de Pedro Páramo, a la condenación del padre Rentería y la del obispo aquel, cosa normal en un pueblo; lo abrumador es que toda la población del pueblo sea eso: difuntos que penan. Juan Preciado murió, precisamente, porque no pudo más sostener su vida entre el difunterío de un pueblo abandonado.
Interesante, referente también a Dorotea, en la misma conversación con Juan Preciado, que ella, un fantasma, un remanente psíquico, un ánima o como quieran llamarle, diga que su alma “Debe andar vagando por la tierra como tantas otras; buscando vivos que recen por ella. Tal vez me odie por el mal trato que le di”. Dorotea es, para mí, un personaje al que se le debe prestar mucha atención si queremos descifrar los enigmas de esta obra, que en esta tercera lectura, sigue siendo todo un reto; un reto fascinante.




El Poeta, el hombre y el teólogo


Al final del Canto XVI del Infierno, Dante llama “Commedia” a sus memorias de su paso por los reinos de ultratumba, y se dirige a mí, directamente, “lettor me dice, y me jura, amonestándose a sí mismo, por lo inverosímil, por la “apariencia de mentira” de su relato, que lo que ha cantado, es cierto, fue una experiencia real, y que no dude de la verdad que me dice cuando habla del monstruo gigantesco que aparecerá, digamos al llamado de su guía Virgilio (un Virgilio que pudo haber de algún modo inspirado la creación de Clemente Silva, el rumbero, de las selvas amazónicas de La vorágine de José Eustacio Rivera, obra de la que es inevitable pensar que se relaciona con La comedia del poeta florentino).
Recurso éste de gran valía por el fondo de su obra, su carácter estético, teológico, moralizador y político, y la época en que fue escrita, en los años 1.300, cuando el Vaticano mandó (mezclando poder religioso con poder político y económico). Hablar así al lector, desde la Edad Media, es impactante para el lector pos pos pos moderno; acerca al autor mucho más al lector, me lo pone aquí mismo, a mi lado, vivo, aunque sus restos mortales ya no sean más que polvo en el polvo. Como lector, siento que la conversación con Dante cobra fuerza, actualidad; el lector activo, gracias a que Dante lo incluye en sus reflexiones, le pellizca para que siga con atención la obra, es capaz de cuestionar al escritor y éste a su vez responderle a través de las mismas preguntas. ¡Y hay que ver que a veces uno empieza a echarle en cara algo a Dante cuando líneas después él te da una razón de lo que tú creías que no sabría él responderte! La obra, de este modo, no es estática, se mueve, se recrea en cada impulso electroquímico de donde saltan las ideas, la misteriosa región esa, aún más inexplorada y de seguro más tremenda que todos los ámbitos y más traslúcida que los personajes presentados por Dante.

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“[…] ché, seggendo in piuma,
in fama non si vien, né sotto coltre;

sanza la qual chi sua vita consuma,
cotal vestigio in terra di sé lascia,
qual fummo in aere e in acqua la schiuma.”

Infierno, XXIV, versos 47 al 51.

Estos versos, traducidos: no se alcanza la fama reclinado en blanda pluma y bajo cubierto (¿colcha?); y el que consume su vida sin gloria, deja en pos de sí el mismo rastro que el humo en el aire o la espuma en el agua.
Son palabras que dirige Virgilio a Dante, para que se mueva y continúe el viaje. Supongo que estos versos los escribió el escritor Dante para espolearse a sí mismo, en un momento en que sintió el peso de tan magna y ardua empresa, peso como las vestimentas de los condenados en el foso del que el personaje Dante acababa de salir, porque escribir esa obra ha debido ser muy fatigoso, mas desde que emprendió su tarea, las miras de Dante estaban puestas en dar al mundo la mayor obra poética de todas cuanto había habido, y habría, tal vez, y estaba seguro de que esa obra lo haría merecedor, ella sola, de un lugar destacado en el Parnaso. Así que por muy exigente que fuese la escritura de su Comedia, debía terminarla para que su fama trascendiera tal como la del griego aquel a quien los otros poetas del Limbo reverencian. Esto es existir en el mundo como un espíritu que se fortalece, que es real, cada vez que se le recuerda, menciona y cita. Estas altas aspiraciones del Poeta son posibles “cuando a la intención y a la fuerza se une la superioridad del entendimiento”.

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“Con que puedes ver cuánto es engañosa
la ilusión del mortal que considera
que es todo amor en sí laudable cosa.”
Purgatorio, Canto XVIII (traducción del Conde de Cheste).

“La sustancia tal vez puede primera
ser buena siempre; mas no siempre el sello
sale bueno, aunque impreso en buena cera.”
Purgatorio, Canto XVIII (traducción del Conde de Cheste).

Y a todas estas, “Dios es amor”.
Buenas o malas pasiones: son de carácter innato, infusas. ¿Quién nos las infundió? Hay una llave, la del discernimiento de las buenas y malas pasiones. Del uso de esa llave depende que se opte por unas u otras, es decir, del buen o mal uso de la razón. El optar es el requetemachacado libre albedrío; sin embargo, se nos dice que la razón no es suficiente, lo que la complementa para hacernos merecedores de la “gracia eterna” es la fe, y la fe es capaz de explicar lo que la razón por sí sola no puede, pues a la fe concierne todo lo que va más allá del entendimiento, la experiencia, los sentidos, la lógica.
La moral, que sabiamente nos legaron quienes “de profundis” conocieron del amor y su naturaleza, es la herramienta que los prudentes tienen para reprimir lo que del amor es nocivo. Esto justifica a Dante respecto a su Beatriz: idealizado amor, casto. Justifica también que ella y él tengan, como promesa para él y realidad para ella, el privilegio del Cielo. Mientras, Francesca y Paolo, amantes incontinentes, giran en el segundo círculo del Infierno, inseparables.

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Es sumamente curiosa la mezcla de elementos de que se sirve Dante para elaborar su pensamiento teológico en su Divina Comedia. Vemos menciones de Júpiter como un dios, y no como dios subordinado (no al menos de forma explícita) sino como el poderoso dios de los antiguos grecolatinos (Júpiter o Zeus, lo mismo es). Se podría argumentar que estos personajes son símbolos, ya que la Comedia es una gran alegoría teológica. En el Infierno gran cantidad de verdugos son dioses, titanes, monstruos grecolatinos, e incluso se pueden encontrar allí héroes como Ulises. Pienso en el Caribe y me imagino a Dante como un brujo santero, que revuelve en el mismo caldero el santoral católico con dioses africanos y americanos: Santa Bárbara Bendita, el Negro Felipe, Changó, Guacaipuro, San Antonio, María Lionza… Me extraña que Dante no tuviera por este libro una sentencia de muerte persiguiéndole como a Salman Rushdie, teniendo en cuenta el agitado panorama socio-político-religioso-económico de su tiempo, con las intrigas de güelfos y gibelinos, Enrique VII, Bonifacio VIII, Felipe IV El hermoso, la Inquisición y el proceso a los Templarios, los banqueros y señores feudales… En este punto, debo copiar textualmente lo que sigue: «Durante el siglo 14, hubo intentos de encontrar herejía  dentro de la Divina Comedia, y De la Monarquía, las cuales fueron quemadas en Bolonia por orden papal. Sin embargo, The Cambridge Companion to Dante observa, a pesar de algunos rechazos iniciales, “la profusión de manuscritos ilustrados y comentarios que comenzaron a aparecer casi inmediatamente de haberse terminado, sugiere hasta qué punto la Comedia fue tratada como Escritura al comienzo”.
[…] La Enciclopedia Católica  alega que en cuanto a Dante “su posición teológica como católico ortodoxo ha sido amplia y repetidamente vindicada”.» (http://www.vision.org/node/4253)
Antes de aparecer Beatriz, en el Paraíso Terrenal, la corte de glorificados canta versos de Salomón (Cantar de los cantares) y de Virgilio (La Eneida), suerte de sincretismo, mezcla de paganismo y judeo-cristianismo. Pone en boca de personajes bíblicos hebreos palabras del romano Virgilio, quien además sería históricamente posterior a los primeros. Luego viene una salutación a Beatriz con palabras mismas con que fue aclamado Jesús. Borges ha dicho respecto a la pasión de Dante por Beatriz, “Enamorarse es crear una religión cuyo dios es falible.” Pero esta Beatriz pura que Dante encuentra en la cima del Purgatorio se muestra severa, inflexible. Cuando Dante llora la partida de Virgilio, inicia Beatriz como quien va a consolarlo: “Dante, porque Virgilio se haya ausentado, no llores así, no llores”, y acto seguido inicia una cantaleta que ni Fernanda del Carpio, que reduce a Dante a un estado de trapo viejo. Como mujer, esta Beatriz se me antoja detestable, mas la entiende uno mejor como representación de la teología. Dante (el personaje), me parece, en efecto, ante la imponencia de la mandona Beatriz, un trapo sucio; esta mujer lo humilla en público y él se somete dócil; ante Beatriz el gran Dante que ha atravesado Infierno y Purgatorio queda reducido a un trapo viejo y sucio. Sólo se puede entender un Dante así también como representación del humano que debe humillarse ante su dios. Mis comentarios serán menos doctos (¡¿cuándo lo han sido?!) en esta parte de mi… ¿ensayo?, pero es que se me revientan las tripas si no digo lo que tengo que decir. Esta Beatriz que aparece en el Paraíso Terrenal, es una figura detestablemente soberbia. ¡Cómo le habla a los demás, cuánto se vanagloria!: “Ni la naturaleza ni el arte te brindaron jamás con encanto igual al de los hermosos miembros en que encerré mi ser”. A esas palabras de Beatroz, me alegran estas, interpretadas a mi gusto: “de todas las otras cosas, la que más me inclinó a su amor, hízoseme más aborrecible” (ambas del Canto XXXI del Purgatorio). El discurso de Beatroz me parece, también, de histérica fanática religiosa.

La promesa de Beatriz sería el cumplimiento de todos los ideales de Dante: amoroso, religioso, político: “Poco tiempo habitarás esta selva, y serás eternamente conmigo ciudadano de aquella Roma donde Cristo es romano.” Si Francesca y Paolo se aman eternamente unidos en el Infierno, aquí está la promesa que alivia a Dante, y por la cual su obra, en el sentido en que él mismo explicó, es una comedia, y por su grandeza artística y aspiraciones cristianas, se le calificó de divina. La Divina Comedia.

¡El Arte está muerto! –Y de paso, nada mejorará


Lo que se llama "alta cultura", es, como también otros han señalado, para la "inmensa minoría"; la masa se dedica más que todo a producir bienes materiales (que a la larga pueden ser males que la esclavizan) y no quiere ni tiene tiempo para desgastarse con severas reflexiones; a lo sumo, que todo sea como "ese dios" quiera, y hasta allí llega el ejercicio intelectual (yo nunca separo Arte de intelectualidad). 

Anoche conversaba con una amiga, por internet, quien me confesó que en un taller de literatura al que asistimos se sintió menospreciada, y dejó de ir, y el consuelo que le dio su marido es que "esa gente no vale verga". Explicó ella que su marido es de esos tipos que piensan que los artistas todos son arrogantes que pierden su tiempo creyéndose estar por encima de los demás (es decir la gente como él, que sí se preocupa por lo verdaderamente importante, que es trabajar, hacer plata, para comprarse cosas y subir de nivel social y mantener bien a una familia) y cuando abren los ojos se dan cuenta que están viejos y nunca han hecho nada. Le dije, ¿qué sería de este marido tuyo si un día saliera a "mamá ron" y no encuentra la música que le gusta oír (vallenato, y del peor, seguramente) en ninguna parte? Esa es la gente que ha impuesto el entretenimiento vacío por encima de lo que es más que entretenimiento vacío, el Arte, que lo entiendo como manifestación de las inquietudes humanas con un alto grado de reflexión y oficio estético, cuya finalidad no es meramente entretener sino generar emociones (conmover) y más reflexiones (pensar, porque las respuestas siempre vienen acompañadas de un ¿por qué? [por eso el Arte también es visto como el más serio juego de nuestra interior infancia imperecedera hasta la definitiva muerte]). La gente como ese marido de mi amiga sólo quiere sonidos de fondo, objetos decorativos, mensajes básicos que van más bien dirigidos a sus instintos primarios (sexo, por sobre todo lo demás, pero de ese que no piensa en los refinamientos y connotaciones superiores del erotismo sino en el "viejo mete y saca"). 

Yo creo que la ventaja del entretenimiento actualmente se nota más, por las nuevas tecnologías de las telecomunicaciones, que llega a mayor número de esa gente, que hace plata para comprarse el teléfono y acceder a los chismes de farándula y del barrio que se ventilan por las redes sociales, compartir mensajes de dios y de superación personal y sus fotos, donde el paisaje (como el Arte) queda en segundo plano, pues lo importante es que se vea su gesticulante cara y las marimondas que hacen con las manos, así como que tienen plata para esto y para lo otro. ¿Cómo podemos cambiar esto? No sé, la misma amiga se quejaba de que lo que ella trata de inculcarle (conciencia social, ecológica, Arte...) a su hija, su marido y la escuela (compañeritos y profesores) lo arrasan con los viejos conceptos, actitudes y prejuicios.