viernes, 29 de enero de 2016

Luz mortecina




“Todo hombre tiene el privilegio de destruirse a sí mismo siempre que no haga daño a nadie, siempre que viva para sí mismo y de sí mismo”, reflexiona el repudiado reverendo Gail Hightower. Pero sucede que este privilegio de destruirse a sí mismo también es negado a los individuos, por la religión, la sociedad e incluso el Estado. Además, no hay ser humano que al hacerse daño a sí mismo no haga lo que en el argot militar se conoce como “daño colateral”, porque hay personas que se verán afectadas, mortificadas.

En cuanto a vivir de sí mismo y para sí mismo, sólo un extremo anacoreta podría lograrlo. Al vivir en sociedad, el hombre es parte de un tejido asaz intrincado; su vida está atada a las vidas de otros hombres. Sería absolutamente necesario no tener ningún tipo de contacto con otros seres humanos, vivir en un aislamiento total; porque al relacionarse un individuo con alguna persona, se estaría generando un vínculo que le impediría vivir plenamente para sí mismo. Tanto así que incluso no debería acoger ninguna mascota, para evitarse el vivir también para esa mascota. Se trataría de alguien que no tendría cultivos ni ganado de ningún tipo, un solitario cazador-recolector.

Aunque, a pesar de estas consideraciones, al final de cuentas se pueda decir que sí estamos solos, si nos atenemos al solipsismo. En este punto, me permito transcribir un aparte encontrado en la Enciclopedia Encarta, donde se estudia la obra El ser y la nada, de Jean Paul Sartre:

La conciencia como ser para-otro y como libertad

Hay que entender la existencia del otro a partir de la estructura ontológica del para-sí, que Sartre llama el para-otro, y que estudia en la tercera parte de El ser y la nada. Ni René Descartes ni Edmund Husserl supieron mostrar la necesidad que tenemos del otro, condenándonos al solipsismo, es decir, a la soledad absoluta, pues para ellos la relación con el otro es secundaria, derivada y únicamente fundamentada en el conocimiento. No obstante, ya que la única salida que tiene el para-sí es el cogito, es preciso que el cogito de la existencia del otro se confunda con mi propio cogito. Es lo que nos enseña la mirada del otro y, más particularmente, esa relación con respecto al otro que constituye la vergüenza, a la que Sartre consagra un largo análisis. En efecto, sólo puedo sentir vergüenza bajo la mirada de otro, y mientras escapo a su mirada no soy más que mis actos: es esa mirada la que me da una exterioridad y me confiere una naturaleza. No puedo tener conciencia de mí, en el sentido de una conciencia reflexiva, sino a través del prójimo. ¿Cuáles son entonces mis relaciones concretas con el otro? Según Sartre, adoptan siempre, como bien lo vio Hegel, la forma de conflicto: existe una “dialéctica de las miradas” en la que soy mirado y “cosificado”, reducido a la esclavitud, al mismo tiempo que estoy mirando, aunque mis tentativas por apoderarme de la libertad del prójimo (amor, masoquismo, odio, sadismo) estén condenadas al fracaso.”[1]

Gail Hightower, Byron Bunch, Lena Grove, Joanna Burden, Joe Christmas e incluso Joe Brown (Lucas Burch), en de Luz de agosto, de William Faulkner, se nos presentan como personajes solitarios y autodependientes, por el hecho de mantenerse de una u otra forma al margen de la sociedad, viviendo a su modo, y ciertamente autodestructivos, mas no llegan a cumplir con las condiciones que el primero de los enumerados meditara. Sucede que son piezas de un rompecabezas, un espléndido rompecabezas que William Faulkner va encajando pieza por pieza ante nuestros ojos lectores, hasta revelarnos por completo un tiempo y un espacio conformado por los hechos objetivos y la subjetividad de los personajes, y en esta visión total, un punto en donde se encuentran las historias personales, los caminos recorridos, entre los cuales se resaltan los itinerarios de Lena y Christmas. La caracterización de los personajes más importantes, incluso de algunos secundarios, está lograda con suficiencia gracias a técnicas que usa el autor como el monólogo interior, yendo más allá porque nos enteramos de lo que sucede en la mente de los personajes aún cuando éstos no son plenamente conscientes de lo que están pensando.

Individuos que hacen daño incluso sin pretenderlo, y a su vez han sufrido por su propia pretensión de aislarse o integrarse a la sociedad, de unirse sentimentalmente a otras personas. Es como si se nos quisiera decir que la felicidad total no existe, que no somos capaces de liberarnos de nuestras taras, las cuales se suman al colectivo y por tal razón siempre estamos batallando contra la violencia, la discriminación, los prejuicios... Sólo Lena, con su obstinada búsqueda y actitud entre estoica y esperanzada, con un bebé abandonado por su padre, quizá brinde al final un poco de consuelo, al encontrar a un hombre dispuesto a conformar una familia con ella y su bebé. Sin embargo, no nos confiemos.



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