“Todo hombre tiene el
privilegio de destruirse a sí mismo siempre que no haga daño a nadie, siempre
que viva para sí mismo y de sí mismo”, reflexiona el repudiado reverendo Gail
Hightower. Pero sucede que este privilegio de destruirse a sí mismo también es
negado a los individuos, por la religión, la sociedad e incluso el Estado. Además,
no hay ser humano que al hacerse daño a sí mismo no haga lo que en el argot
militar se conoce como “daño colateral”, porque hay personas que se verán
afectadas, mortificadas.
En cuanto a vivir de sí
mismo y para sí mismo, sólo un extremo anacoreta podría lograrlo. Al vivir en
sociedad, el hombre es parte de un tejido asaz intrincado; su vida está atada a
las vidas de otros hombres. Sería absolutamente necesario no tener ningún tipo
de contacto con otros seres humanos, vivir en un aislamiento total; porque al relacionarse
un individuo con alguna persona, se estaría generando un vínculo que le
impediría vivir plenamente para sí mismo. Tanto así que incluso no debería
acoger ninguna mascota, para evitarse el vivir también para esa mascota. Se
trataría de alguien que no tendría cultivos ni ganado de ningún tipo, un
solitario cazador-recolector.
Aunque, a pesar de estas
consideraciones, al final de cuentas se pueda decir que sí estamos solos, si
nos atenemos al solipsismo. En este punto, me permito transcribir un aparte
encontrado en la Enciclopedia Encarta,
donde se estudia la obra El ser y la nada,
de Jean Paul Sartre:
“La conciencia como ser para-otro y como libertad
Hay que entender la
existencia del otro a partir de la estructura ontológica del para-sí, que
Sartre llama el para-otro, y que estudia en la tercera parte de El ser y la
nada. Ni René Descartes ni Edmund Husserl supieron mostrar la necesidad que
tenemos del otro, condenándonos al solipsismo, es decir, a la soledad absoluta,
pues para ellos la relación con el otro es secundaria, derivada y únicamente
fundamentada en el conocimiento. No obstante, ya que la única salida que tiene
el para-sí es el cogito, es preciso que el cogito de la existencia del otro se
confunda con mi propio cogito. Es lo que nos enseña la mirada del otro y, más
particularmente, esa relación con respecto al otro que constituye la vergüenza,
a la que Sartre consagra un largo análisis. En efecto, sólo puedo sentir
vergüenza bajo la mirada de otro, y mientras escapo a su mirada no soy más que
mis actos: es esa mirada la que me da una exterioridad y me confiere una
naturaleza. No puedo tener conciencia de mí, en el sentido de una conciencia
reflexiva, sino a través del prójimo. ¿Cuáles son entonces mis relaciones
concretas con el otro? Según Sartre, adoptan siempre, como bien lo vio Hegel,
la forma de conflicto: existe una “dialéctica de las miradas” en la que soy
mirado y “cosificado”, reducido a la esclavitud, al mismo tiempo que estoy
mirando, aunque mis tentativas por apoderarme de la libertad del prójimo (amor,
masoquismo, odio, sadismo) estén condenadas al fracaso.”[1]
Gail Hightower, Byron
Bunch, Lena Grove, Joanna Burden, Joe Christmas e incluso Joe Brown (Lucas
Burch), en de Luz de agosto, de
William Faulkner, se nos presentan como personajes solitarios y
autodependientes, por el hecho de mantenerse de una u otra forma al margen de
la sociedad, viviendo a su modo, y ciertamente autodestructivos, mas no llegan
a cumplir con las condiciones que el primero de los enumerados meditara. Sucede
que son piezas de un rompecabezas, un espléndido rompecabezas que William
Faulkner va encajando pieza por pieza ante nuestros ojos lectores, hasta
revelarnos por completo un tiempo y un espacio conformado por los hechos
objetivos y la subjetividad de los personajes, y en esta visión total, un punto
en donde se encuentran las historias personales, los caminos recorridos, entre
los cuales se resaltan los itinerarios de Lena y Christmas. La caracterización
de los personajes más importantes, incluso de algunos secundarios, está lograda
con suficiencia gracias a técnicas que usa el autor como el monólogo interior, yendo
más allá porque nos enteramos de lo que sucede en la mente de los personajes
aún cuando éstos no son plenamente conscientes de lo que están pensando.
Individuos que hacen daño
incluso sin pretenderlo, y a su vez han sufrido por su propia pretensión de
aislarse o integrarse a la sociedad, de unirse sentimentalmente a otras personas.
Es como si se nos quisiera decir que la felicidad total no existe, que no somos
capaces de liberarnos de nuestras taras, las cuales se suman al colectivo y por
tal razón siempre estamos batallando contra la violencia, la discriminación,
los prejuicios... Sólo Lena, con su obstinada búsqueda y actitud entre estoica
y esperanzada, con un bebé abandonado por su padre, quizá brinde al final un
poco de consuelo, al encontrar a un hombre dispuesto a conformar una familia
con ella y su bebé. Sin embargo, no nos confiemos.
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