Sobre la noveleta 'Los niños', de la autora colombiana Carolina Sanín. Se las dejo ahí.
viernes, 14 de diciembre de 2018
domingo, 2 de diciembre de 2018
Cedrón, un pueblo a la vera de los patios
Un hombre enloquecido, Gerardo Diomedes
Escalante, que teme a la “gran bestia”, la “llaga de Dios”. Un gordo que al
parecer antes era un hombre de respeto y al momento de las primeras páginas es
alguien a quien su esposa, Leonor, y suegra, doña Clementina, deben cuidar con
especial atención, como a un diversamente hábil, y que inspira desprecio
a un hombre a quien se conoce como Nono, cuñado de Leonor. Así, de manera un
tanto misteriosa, un tanto grotesca y un tanto jocosa, inicia la novela ‘En
noviembre llega el arzobispo’, de Héctor Rojas Herazo, ganadora del primer
premio en el séptimo concurso nacional de novela auspiciado por la
multinacional petrolera Esso, en el año 1.967. Vale resaltar, transcribiendo
textualmente la advertencia que aparece en el comunicado por medio del cual se
dio a conocer la decisión del jurado, que “La Esso Colombiana S.A.,
patrocinadora de este concurso, no se hace responsable en ninguna forma del
pensamiento ni de las apreciaciones del autor.” Quizás ni el autor mismo
quisiera hacerse responsable. Yo tampoco me hago responsable de lo que aquí se
escriba; lo he escrito en un estado mental semejante al de Gerardo Diomedes
Escalante.
Me llena de curiosidad las palabras que quiso
decir Leonor y no dijo, aquellas que el narrador tampoco nos las hace saber,
cuando en la página 18 de la edición del 10 de noviembre de 1.967 (la primera)
realizada en los talleres de El gráfico Editores Ltda. para ediciones Lerner, anota: “Ella quiso
decir o insinuar algo, pero se contuvo.” Allí el autor nos omite una
información que el lector deberá suponer, al menos mientras no se nos informe
de aquello que calló Leonor. ¿Qué nos impone el autor? Imaginar. Tenemos ya
suficiente para imaginar el estado de ánimo y las ideas que se revuelven en el
interior de Leonor. Tal vez se trate de alguna revelación, algo que le ha
ocultado al deschavetado Gerardo; algo que nos sorprenderá. ¿Qué será?
Cometeré un desastre intelectual, abandonaré el rigor académico (como si lo
hubiera) en este texto. Leamos esta cita: “empezó a emitir unos gorgoritos
afanados, tenebrosos, como si estuviera riendo con la garganta llena de lodo.”
Al leer y luego transcribir esta sucesión de palabras, en mi cara se dibuja una
sonrisa retorcida. Hay una banda de black metal cuyo nombre es Gorgoroth. Como
todos sabemos, la técnica vocal por excelencia del black metal es el gutural, que es cantar como si se
tuviera “la garganta llena de lodo”. Alguna vez, por mamarle gallo (mamarle
gallo, muy distinto a mamarle el gallo) a una metalera, me referí a Gorgoroth
como “Gorgorito”. Vean, lectores, de misterios que tiene la vida.
¡Hay que ver qué imágenes se inventa Rojas
Herazo! Sugestivo, por ejemplo, nos presenta el siguiente cuadro: “La señora
Delina, todavía con las cejas alzadas sobre los lentes, la miró con asombro,
como si ella y Auristela estuvieran encerradas en dos burbujas de jabón.” ¿No
es maravillosa la manera de darnos a entender cómo esta cercanía de las dos
mujeres está separada por un factor que las pone a cada una fuera de la esfera de
la otra? Como un la soporto, pero no la
aguanto. Es la impresión que me da la escena, la imagen de dos mujeres en
una misma habitación, que dialogan, sin embargo cada una guardando la
distancia, manteniéndose en sus límites conforme a lo que subrepticiamente
piensan la una de la otra.
En la página 38 de la mencionada edición, se
lee: “Tenemos también que derramarle la bacinilla de meado en la cama”. Son las
palabras, textuales, de Alberto Enrique, un niño calilloso, costeño, caribeño,
sabanero. “Meado”. Un caribe (caribeño) no dice “meado”. Esta misma falla la
encuentro después, en la página 245: “Yerbas de bledo”. Lo siento, no admito
que se escriba “bledo” porque sí me importa, al menos un bledo, que en una
novela de contenido tan terrígeno, ambientada en la subregión de las sabanas
del caribe colombiano, se escriba “bledo” en vez de escribir como se habla: bleo.
Esto me hace recordar un viejo chiste de la señorona Isabel López: la muchacha
va a la tienda y le pregunta al tendero: —Señor Mono, ¿tiene guinedo? El Mono
contestó: —Nodo. En algunos discursos y diálogos de los personajes he notado
cierta falta de naturalidad costeña, sabanera, en el habla y el lenguaje de
éstos, que en últimas afecta la verosimilitud del texto más acá y también más
allá de su contexto regional. Siendo que la novela es racamandacamente costeña,
caribe, sabanera, estos detalles no deben de pasar desapercibidos entre los
desmenuzadores de libros de la región.
Sin embargo, en las páginas 49 y 50 hallamos
formas de decir y palabras muy de la región. La soliloquera Brígida Lambis hará
que más de un cojteño declare con
palabras encarceladas en su mente o liberadas por su boca, conocer a una mujer
semejante, cuyo desparpajo congénito suele romper, a despecho de ella misma
incluso, el filtro del recato que debe tener toda fémina de bien. Nos la presenta el autor: “Al llegar a la cocina, se
trapeó fuertemente el vestido para refrescar su sexo. “Quisiera que Fabricio
Lúa me soplara la crica [el subrayado es mío] con su boca”, susurró un fantasma
entre las frondas de su deseo mientras sus escuálidas tetas se erectaban con la
tentación. Tocó sus pezones por encima del traje.
—Ahora sí que está buena la vaina [el
subrayado es mío] —se quejó a los tres platos de la derrengada alacena que tenía
enfrente— tras de vieja, puta y arrecha [el subrayado es mío]. Y deseó,
con verdadero furor, olvidar a Fabricio Lúa y al bulto que se le formaba entre
las piernas al caminar.” Asimismo, en la página 69 (concupiscente cifra) se
encuentra una palabra colmada de rusticidad de pueblo trasfundío: “güelerían”. Entonces, en lo concerniente a las
palabras, lo que en las primeras páginas no corresponde admisiblemente al
modelo, en páginas siguientes se ajusta a éste: el pueblo ficticio de Héctor
Rojas Herazo y nuestra real Región Caribe empiezan a coincidir mejor en la
novela como lo que esta es: construcción a partir del lenguaje.
Llover sobre mojado: “en el preciso momento
en que el reloj, suspendiendo su tic-tac, anunciaba quejosamente, con un atraso
de diez minutos y catorce segundos, que eran las tres de la tarde.” Rojas
Herazo como García Márquez o García Márquez como Rojas Herazo. Recordemos, esta
novela ganó un premio nacional y fue publicada en 1.967, muchos años antes de
aquella tarde en que el hijo del telegrafista de Aracataca recibiera en
Estocolmo el Premio Nobel de Literatura. También el uso, en la página 64 de la
novela de Héctor, de una palabra en gerundio: “cluequeando”, recuerda la que
usó Gabriel en sus ‘Cien años de soledad’ que hace referencia al sonido de los
huesos de los difuntos padres de Rebeca: cloqueo.
Quizás se trate del trabajo de aquel longevo o inmortal (lucubración de Jorge
Luis Borges) que teje sueños en las mentes de uno y otro y otro y otro… Sueños
que son el mismo con matices diferentes al pasar de una mente a otra.
Cada apartado (¿podría decirse capítulo?) de
la novela es un cuento breve; funciona, si se aísla del resto del libro, como
un huevo. Pero el autor no ha hecho huevos de gallina sino huevos de iguana.
Tenemos ese apartado largo que puede servir
de eje de la novela, aquel donde se nos ofrece a Leocadio Mendieta como un
Pedro Páramo, con su mujer, Etelvina, comprada como a una yegua; sus hijos con
Etelvina, el menor abogado, el segundo suicida y los otros dos cerriles hombres
de campo; la hija que tuvo no con Etelvina sino con una prima de Sincelejo,
niña que tuvo que acoger por la muerte de aquella prima y a quien mandó a
estudiar a Estados Unidos. La juventud y la vejez de un hombre cuyo poder se
insinúa inmenso en un pueblo aún sin nombre, un Comala de vivos muertos tal
vez.
Sabido que Héctor además de escritor fue
pintor, mas no necesariamente por saberlo, el libro ofrece la sensación de
estar en una galería: su estructura, la división en saltos espacio-temporales,
pone al lector ante una sucesión de cuadros dedicados a un ambiente específico:
un pueblo. Podemos ver desde perspectivas distintas, por ejemplo, la iglesia y
algunas casas, la plaza del pueblo. El desfile de personajes bien retratados en
cada cuadro, cada cuadro enfatizando detalles de la fisonomía, del temperamento
de estos personajes. Como serie que es, todos los cuadros tienen en común la
asfixiante dureza del aire, un color áspero en cada paisaje, cosa, persona.
Recorriendo la galería se llega hasta un cuadro
en el que Héctor Rojas Herazo llega al incendio literario; su pluma pinta con
pasión estética, con frenética belleza, lo que para mí es un suceso horrible:
nos muestra una pelea de gallos en ese despeñadero humanista que es la gallera.
Tanto lo hace bien el escritor que se reafirma que el arte no tiene por qué
caminar siempre cogido de la mano con el lado rosa de los maniqueísmos morales,
lo en boga políticamente correcto.
A propósito de lo políticamente correcto y otras alimañas conceptuales de moda en
este inicio de nuevo milenio como las ilusas y miopes con actitud positiva todo se logra y con voluntad (o con fe) nada es imposible, la beata vida sana y demás sandeces que bien
parecen un pésimo reemplazo o apoyo de los fanatismos religiosos y políticos
que tanto daño han hecho y hacen a la humanidad, encuentro un mal ejemplo en el libro digno de
destacar, porque hace recordar aquel humeante cuento de Julio Ramón Ribeyro:
‘Sólo para fumadores’. Es el diálogo entre un médico y un anciano. Transcribo:
“—Deje el tabaco,
don Arsenio. Le afecta lo mismo el pecho que el estómago.
El anciano
incorporó el torso flojamente. Parecía un mendigo con sus ojos llorosos, sin
esperanza, sobre las grises barbas sucias de nicotina. Dijo, mostrando con
ahínco el trocito de tabaco apagado.
—¿Y qué hago sin
él?
—No es necesario
—recomendó el otro, readquiriendo gradualmente su verdadera identidad entre la
brisa.
—Ah, ¿no es
necesario? ¿Y qué hago aquí por las tardes, sólo, cuando me siento en el
mecedor? —y, aumentando la orfandad de su gesto con la sombra de un temido, de
un siempre esperado suplicio: —y por las noches, dígame, ¿qué haría por las
noches cuando no puedo dormir?
[…]
—Sí, es cierto
—aceptó el médico— en estos casos la cura puede ser peor que la enfermedad.
—Y la enfermedad,
con remedio o sin él, termina siempre venciendo”.
¡Loados sean el vicio y el pesimismo de don
Arsenio! El primero le permite sobrellevar la vida y el segundo le facilita
aceptar sin remordimientos su vicio y el mal de la vida con estoica dignidad.
No obstante, adelantándome a los censores, tengo claro que el viejo Arsenio es
un personaje odioso, un malparido, aunque más adelante, en la página 159, una
voz anónima en la turba diga que es un santo.
Etelvina, mujer que parió una manada de
varones, ¡con qué cariño, amor, acoge a Rosa Angélica, hija extramatrimonial de
su marido! Años después ¡con qué cariño, amor, recibe a Rosa Angélica, su hija
de crianza! Es la misma mujer, Etelvina, que dos días tuvo sobre su regazo el
cuerpo de su hijo muerto, el suicida.
Ahora voy a exponer una curiosidad
gramatical: palabras y construcciones en nuestro idioma que pueden desconcertar
a cualquier activista y anfibio sexual: “alma”, en la página 132, es utilizada
precedida de artículos que le caen como agua caliente y fría a Ranma (del manga
y anime ‘Ranma ½’). Dice: “Porque un alma, una sola alma […]” El escritor
toludeño en una sola línea, frase, con maestría se vale de tal condición
ambigua, andrógina de la palabra alma. Géneros masculino y femenino, sin sexo o
provocadoramente sexual, la palabra alma muy cerca de la palabra amor,
utilizada por un sacerdote católico con crisis de fe, víctima de chismes que lo
acusan de faltar al voto de castidad. El padre Escardó, apasionado y
atribulado. Más que su asma, el mal que hace mella en él es el de hallarse en
un pueblo con “alma” aviesa y displicente; el sentirse, tal vez, olvidado de
ese dios del que pregunta “¿quién eres, qué eres? ¿habrá realmente alguna
seriedad en todo esto?” Y así como la palabra alma entraña una anomalía de
género, el padre Escardó, además de su complicada relación con ese ente cuyo
género y sexo siempre se identifica masculino aunque debiera ser algo neutro de
género y sexo (Señor, se le nombra), “también con las palabras tuvo su batalla.
Se negaban a acompañarlo más allá de sus corrientes, equívocos y, al final,
paupérrimos significados.” En esto se ve al escritor desdoblándose, fugazmente,
en su personaje, mostrándonos su esfuerzo por revestir a las palabras de
poesía, que es lenguaje sin grilletes.
Pónganse de pie y alaben, bajo la sombra de
los nísperos, la alta literatura de Héctor Rojas Herazo, viendo pasar a don
Eladio Tuñón con su bacinilla color de espliego. ¡Es que hasta dan ganas de
echarse una cagada cargada de tanta satisfacción como la que se ha echado don
Eladio! De verdad, ¡qué buena cagada! ¡Qué cagada, Rojas Herazo!
Cuando el niño Severino, haciéndose la paja
(una paja colectiva, iniciática, en la que en compañía de sus amiguitos también
se comenta sobre la paja en las que no tienen pinga sino crica), dentro de sí,
para sí, dice: “Me moriré un día de octubre, me moriré en un momento como éste,
en que haya una ventanita roja alumbrada por la luz de la tarde, y estaré muy
triste en el cajón porque mi mamá y mi hermanita se han quedado llorando”,
clava en el lector un extraño sentimiento de compasión tiznado de aprensión:
que al hacerse la paja piense en la muerte no es del todo raro, pero sí lo es
que al hacerse la paja lo coja la tristeza porque al instante piensa en el
dolor que su muerte causará en su hermana y su madre. En esa paja pueril parece
sugerirse, muy levemente, que hay algo más pecaminoso que la reprochable
conducta onanista.
“En el lomo, en la parte que debía entrar en
contacto con la angarilla, una pústula de bordes callosos, atestiguaba la
persistencia en una labor grosera, dura, sin amistad y sin descanso” Rojas
Herazo nos muestra en esta ficción ciertas verdades como esta del trato que
nuestros nobles campesinos, arrieros y carretilleros, por lo general, tienen
para con la innoble bestia. No obstante el estrecho vínculo que pueda haber
entre el cuadrúpedo y el bípedo, está claro que falta empatía, al menos más
compasión por parte del segundo. La naturaleza de esta relación la resume Mauri
cuando, refiriéndose a Canuto (y a su burro), dice: “¡Cuánta estupidez y cuánto
sufrimiento!” Me aventuro a decir que la misma frase es aplicable a relaciones
como las de Leocadio y Etelvina y Senio y Nife.
Sopa de candias. Comer. Si es tan buueno el
mote de queso hay que probar la sopa de candias.
Encoñamiento: subyugación del cuerpo y el
espíritu al placer sexual que provoca una persona (¿también animal?)
específica, en la que prima lo que se es capaz de hacer con los genitales.
Viene de coño, el órgano sexual femenino, y si no estoy mal el concepto surge
debido a que ha habido mujeres desde la antigüedad con la cualidad altamente
estimable de usar en el acto sexual los músculos de la vagina.
“¡La gente del pueblo!”, toda anomalías,
opresores y oprimidos, sádicos y masoquistas, mansos y fieros, atormentados y
atolondrados en el lodo, el polvo y el calor de un villorrio carcomido por el
desprecio de sí mismo. Rojas Herazo ofrece algo semejante a una pintura de Adán
y Eva en un erial maldito ubicado en el centro del Paraíso, lleno el suelo de
restos podridos, a medio comer, de las frutas del árbol prohibido, con la
serpiente presta siempre a morder sus calcañares. Gente adversa que de tanto
ser todo el pueblo logran esa normalidad aviesa que los entreteje en la
contienda de la ley del más fuerte, del más apto para sobrevivir en la
ignominia. La ternura, el amor, apenas aparecen como signos de debilidad que
pronto mutan a pulsión autodestructiva o justificación del odio y la revancha.
La anomalía de la anomalía es el amor, la ternura, abrasadas por su propia
llama.
No sigo más; esto se ha alargado como el
miembro de Fabricio Lúa.
Para
resaltar, citas textuales:
““Es la llaga de Dios”, pensó con esplendor,
descubriendo, en lo más secreto del patio, unas cuerdas de música por las que
subían ángeles con cabezas de hormigas.”
“Se le veía el sexo, pequeño y arrugado como
el de un niño, temblándole, al respirar anhelosamente, en la penumbra de la
bragueta.”
“tres sortijas, en una de las cuales seguía
el proceso de coagulación de un rubí”
“los insultaba suavemente, casi tierno, con
palabras que parecía escoger con lúcida ignominia”
“En el pueblo, en este preciso instante, todo
es tiempo espeso, espeso existir”.
“el retintín de un artefacto y el odio y el
olor vegetal, agudo, fétido y exultador a un mismo tiempo, de lo que se pudre
para alimentar a lo que estalla, sumado a la evaporación fecal, entre el
calor”.
““Te meto un tiro si me robas”, había dicho
sin palabras el rostro del comprador. El otro sabía que era cierto.”
“la resignación y el sufrimiento eran su
verdadera naturaleza y cualquier periodo de tranquilidad, por breve que fuese,
terminaba por asustarla”.
“La vieja, removiéndose bajo los trapos,
aflojó una ventosidad larga y aguda, como si dos hombres, cogiéndolo por las
puntas, hubiesen rasgado el lienzo de su propia cama”.
“El fastidio, como otro de los vapores del
día, ascendió con olor de ropa quemada por una plancha hasta convertirse en un
pensamiento: “odio este pueblo” Y después, con entera lucidez: “si viviera en
otro pueblo, también lo odiaría”. Se cansó de sí misma.”
“Es mercurio de plomo”.
“—Pero duró poco tiempo aquí ¿no es cierto?
—El suficiente para no dejar un buen
recuerdo”.
“Uno no cuenta, ¿sabe?, son los demás, los
otros; cuando es necesario los hombres responden. Cualquiera, cualquier hombre
responde.”
“En alguna forma, cualquier cosa que le
suceda a un hombre nos sucede a todos”.
“Ya tengo el golero en el hombro”, pensó y se
acarició el hombro dulcemente como si acariciara su propia muerte”.
“en el gesto más simple está implícita toda
nuestra historia de héroes”.
“el inacabable suplicio, la isocronía y la
matemática derrota del mundo”.
“un pueblo polvoriento, olvidado, en el cual
todas las calles, incluso todos los deseos, parecían conducir al cementerio”.
“miró circularmente (con cierta pesarosa
satisfacción, como un general contando sus cadáveres después de una victoria)”.
viernes, 14 de septiembre de 2018
¡Cómo te atreves! ¡Es Kawabata!
'Lo bello y lo triste', sí
·
Japón occidentalizado pero con tradiciones de su
antiguo pasado. Celebran el año nuevo del calendario occidental con el tañido
de las campanas de sus venerables templos. Me gustó mucho leer: “el sonido que
sólo puede producir una magnífica campana antigua, un sonido que parece atronar
los aires con toda la fuerza latente de un mundo lejano.” Ese mundo lejano es
el Japón antiguo, muy distinto del Japón de la época en que se desarrollan los
hechos referentes a la vida de Oki, Ueno y Keiko.
·
Así como a Oki el sonido de las campanas lo
lleva al Japón de épocas anteriores, Ueno tiende su atención al pasado desde la
ribera del río Kamo. En ambos personajes contemplamos el efecto a la vez bello y
triste del tiempo en el espíritu. Lo bello: lo que fue. Lo triste: no volverá a
ser. Esta misma dualidad, belleza y tristeza –dos conceptos distintos, un solo
sentimiento verdadero–, es la que mantiene vivo, veinte años después, a pesar
de todo, el amor de Ueno hacia Oki. No es la misma clase de amor que hubo
antes; es un amor idealizado. Lo que fue ya no será, la carne está separada del
recuerdo, un recuerdo “santificado”, piensa Ueno en un examen de sí misma. Así
lo vemos en pasajes como este, en donde apreciamos en Ueno la terrible tendencia
a dudar sobre la legitimidad de los propios sentimientos y actos como resultado
de un reprochable narcisismo: “¿No querría ella, Otoko, crear una imagen pura y
adorable de sí misma? Al parecer, la chica de dieciséis que amaba a Oki siempre
existiría dentro de ella y nunca envejecería.” Reaparece Oki y se activa ese inquietante ojo, el mismo que mira en ‘El libro
negro’, de Orham Pamuk, ojo con el que desde adentro, pero como si miráramos
desde afuera, nos vemos para criticarnos; ojo que no es fiablemente objetivo.
Oki, por su parte, veinte años
después desea reencontrar aquello que dejó ir; lo suyo no es como el amor
santificado de Ueno. En este aspecto, Ueno, de naturaleza melancólica, ha
logrado conciliar lo bello y lo triste de su pasado, mientras que en Oki lo bello
y lo triste sigue en disputa: quiere recuperar lo perdido: lo bello: a Ueno. Lo
triste es que como antes, tampoco ahora parece dispuesto a dejar su hogar con
Fumiko.
·
Ciertamente, la culpa que siente Oki Toshio, que
cree haberle arruinado la vida a Ueno Otoko, le causa malestar. La decisión de
Oki de ir a Kioto y buscar a Ueno, con un pretexto poco convincente, ha vuelto
a hacerla sufrir. Ya no es la melancolía dulce que mantenía en Ueno el amor
platónico que, después del distanciamiento y pasados veinte años, sentía por
Oki; es dolor intenso de nuevo. La alegre relación entre Ueno y Keiko se
agrieta cuando Oki vuelve. Ueno pierde otra vez en el juego del amor. Keiko se
encargará de que Oki también pierda mucho más de lo que perdió la anterior vez.
Quizás, para Keiko, Oki perdió una amante, la mejor, pero ganó una novela que
lo lanzó al estrellato como escritor, la que le hizo además ganar mucho dinero,
y conservó su hogar. Keiko seduce a Oki porque quiere saber si hay en él algo
de lealtad al amor que le tenía a Ueno, y comprueba que no. Eso la enoja más,
porque aparte de saber que Ueno sigue enamorada de Oki y saber que Oki aún
quiere a Ueno, sabe también que es un hombre sin la capacidad de sacrificarse
por ella, de dejarlo todo, como sí la ha tenido Ueno por él, como la ha tenido
Keiko por Ueno: Oki no merece a Ueno, concluye, ni merece ser feliz si Ueno
sufre. Debe pagar por el sufrimiento actual que le ha provocado a Ueno y por el
anterior sufrimiento, cuando no fue capaz de dejar su hogar y casarse con ella.
·
“[—] La gente dice que el tiempo lo resuelve
todo, pero yo tengo mis dudas acerca de eso también. ¿Qué opina usted, señorita
Sakami? ¿Cree usted que la muerte es el final de todo?
—No soy tan pesimista.”
Kawabata sabe lo que escribió, y él
es un gran autor, sin embargo me atrevo a preferir algunas veces no lo que él
escribió sinó lo que yo hubiera escrito; en este caso, la respuesta de Keiko ha
debido ser no soy tan optimista, y,
por supuesto, el diálogo, en lo posterior, variará, ligeramente o del todo, en
función a esta respuesta, lo cual subiría la tensión del mismo; claro, sin
variar la posición de Oki respecto a la perdurabilidad del mundo ni a su deseo
de absoluta desaparición de toda su obra, que es algo interesante, puesto que
por lo general los artistas lo que desean es que sus obras perduren muchísimo
tiempo y que su nombre ocupe un lugar destacado en la Historia.
Respecto a esto del tiempo, hay una
reflexión muy interesante, tanto por las consideraciones filosóficas como por
lo metafórico del lenguaje. Dice: “el tiempo se divide en muchas corrientes.
Como en un río, hay una corriente central rápida en algunos sectores y lenta,
hasta inmóvil, en otros. El tiempo cósmico es igual para todos, pero el tiempo
humano difiere con cada persona. El tiempo corre de la misma manera para todos
los seres humanos; pero todo ser humano flota de distinta manera en el tiempo.”
No sólo se refiere a la subjetividad u objetividad con que consideramos el paso
del tiempo; también a las marcas, visibles y ocultas, que vamos acumulando con
el transcurrir del tiempo, es decir, a lo largo de nuestras vidas. Porque no
sólo es el cuerpo el que muestra los signos del paso del tiempo: también la
mente. El tiempo cósmico, impasible, eterno. El tiempo humano, existencia
limitada espoleada por las corrientes de lo contingente; el interior, activo
precisamente por reactivo.
·
Hay cierta identidad entre la relación de Ueno y
Keiko y la relación de Oki y Ueno. Por eso hay actos semejantes. Es como si Ueno
tomando el papel de Oki y Keiko el de Ueno, repitieran aquel amor. Los
remordimientos de Ueno es porque se ve haciendo a Keiko el daño que hizo Oki en
ella. Pero la intensidad con que aman estas mujeres es poderosa, así que Ueno,
como nunca dejó de amar a Oki, tampoco puede desprenderse de Keiko. La
diferencia, grande, entre estas dos relaciones es que Keiko no es como fue la
púber Ueno de Oki; en Keiko hay una despierta malicia en la cual consta su
capacidad de manipular y controlar que no tuvo Ueno.
·
¿Esta es la nueva novela de Oki Toshio sobre el
reencuentro con Ueno Otoko, novela en la que Keiko Sakami sirve de modelo pero
no es el personaje principal porque su protagonismo no está por encima del de
Ueno y el mismo Oki, la continuación de Una
muchacha de dieciséis, veinte años después? Pero hay algo que puede
descartar esta hipótesis: es fácil creer que si ésta fuese la novela de Oki se
atrevería más en la descripción de las cópulas que, como lo es, la novela de
Kawabata. Lo deduzco de, por ejemplo, cuando se dice que Oki expuso en su
novela cómo probó en el cuerpo de Ueno todas las refinaciones sexuales que
quiso y Ueno siempre se mostró dispuesta, complaciente y ardorosa.
Si ésta fuese la novela de Oki
sobre Ueno y él, 20 años después, teniendo un tercer protagonista que es Keiko,
joven y aterradoramente hermosa, apasionada
y tentadora, a la vez que peligrosa, diría uno que esta novela también debería
ser más explícita (ojo, explícita mas no vulgar) en lo concerniente al coito.
Apoya también la idea de que Oki,
como novelista, es más atrevido que Kawabata, la siguiente muestra: “Oki se
había ubicado en un sillón y había sentado a Otoko sobre sus rodillas mientras
mantenía la barbilla en alto para facilitarle la tarea. Ella se inclinó
ligeramente sobre él mientras hizo y deshizo el nudo varias veces.” “«Deja… Yo
te haré el nudo…». En ese entonces ella tenía quince años y aquéllas habían
sido sus primeras palabras después de haber perdido la virginidad en sus
brazos.” “Su voz tenía una dulce nota infantil cuando le pidió que la dejara
anudarle la corbata.” “El padre había muerto cuando Otoko tenía once años.” La
primera parte entrecomillada en el texto va varias líneas después de la segunda,
tercera y cuarta, y las últimas tres sí van en el original sucedidas una de la
otra, separadas por líneas de texto en medio. Lo pongo así porque es una
escena, y considero que es, aún ahora, motivo de polémica por su trasfondo: un
hombre de 30 años que sienta en sus piernas a una quinceañera después de
haberla desvirgado, la voz infantil de ella, huérfana de padre. Aparte de ésta,
Kawabata se contiene demasiado en el resto de escenas con contenido erótico.
Supongo que en la novela de Oki la escena es aún más escandalosa. No podemos
argüir que por ser japonés Kawabata no va más lejos en los pasajes eróticos,
porque de sobra se sabe que el arte japonés, desde épocas remotas, está lleno
de motivos eróticos muy explícitos, y si por mi parte se pide más atrevimiento
en esta obra a Kawabata es porque la misma da para más. Keiko y Ueno son
mujeres muy pasionales, sexualmente desinhibidas (incluso la abstinencia sexual
de Ueno hasta que aparece Keiko en su vida, responde a una sexualidad libre:
decidida a conservar su cuerpo con las huellas del único amor, rompe su ayuno
con este otro amor, distinto al anterior). Oki es un sátiro. Taichiro un
inexperto bajo el poder de seducción de Keiko. Hay para calentar las
entrepiernas un poco más. Y se puede hacer sin perder delicadeza. De acuerdo,
el cine es distinto a la literatura, mas ambos son arte cuando alcanzan cierta
altura estética. Nagisa Oshima con su ‘Imperio de los sentidos’, muy japonés,
nos mostró cómo ser explícitos sexualmente sin ser vulgares. No dudo que
Kawabata pudo haber logrado algo semejante.
·
Si hubiese sido más intenso en lo sexual, habría
Kawabata potenciado en esta novela otro de los clásicos dúos de la literatura:
sexo y muerte.
·
La muerte está muy presente. Amenaza y hecho
cumplido. Hay dos abortos, el de Ueno y el de Fumiko. El intento de suicidio de
Ueno. La probable muerte violenta de Taichiro, posiblemente asesinado por
Keiko. La madre de Ueno muere dentro de lo normal que es morir por el desgaste
del cuerpo en la ancianidad.
ü
La muerte “prematura”: los bebés.
ü
La muerte “aplazada”: Ueno, Oki, Fumiko e
incluso Keiko.
ü
La muerte “en su momento”: la madre de Ueno.
ü
La muerte “inesperada”: Taichiro.
Suicidio. Kawabata se suicidó, y se
suicidó su pupilo Yukio Mishima. Keiko Sakami dijo: “No temo al suicidio. Lo
peor que puede ocurrir es que uno se harte de la vida.”
·
Siguiendo la estela de la muerte, pero tocando
otro punto, “La madre de Otoko había muerto de cáncer pulmonar, sin revelarle
que su marido había tenido una hija con otra mujer y que, por lo tanto, Otoko
tenía una media hermana menor que ella. Otoko siempre lo había ignorado.”
Esta parte de la novela pudo
tratarse como otro capítulo. Aparte de eso, esta es una de las veredas que aparecen
en la novela que no llevan a ninguna parte. A Taichiro, me parece, faltó
caracterizarlo más. Es un personaje al que le falta vida, y para colmo parece
que muere pronto. Por demás, poco sabemos de la hermana de Taichiro que incluso
ahora, que redacto esta joda, no recuerdo su nombre ni me parece necesario ir a
buscarlo en el libro. Esa mujercita ni siquiera hace una llamada para
chismosear con su madre ni para enterarse sobre el asunto de Keiko y Taichiro. Dostoievski
no se hubiera permitido tales omisiones.
·
El relato, cuando estamos con Ueno y Keiko,
pintoras, acorde a ellas, está colmado de contemplaciones y efectos sensoriales
visuales así como de digresiones sobre el arte pictórico. Cuando estamos con
Oki, acorde a él, un novelista, el relato se puebla de consideraciones sobre el
arte literario, el lenguaje, técnicas de escritura y de edición.
·
La sutileza de Kawabata se ve reflejada con
fidelidad en el pasaje en que Fumiko está en la cocina y Oki en el comedor,
iniciando el capítulo ‘Mechones de pelo negro’. Bonita escena doméstica, por lo
graciosa que se presenta, aunque detrás —detrás de su afable apariencia— haya
una tensa, enojosa disputa que aún no estalla.
·
¿Coincidencia o destino? Lo siniestro rondando las lecturas del Clan, buscando una grieta en
la realidad para irrumpir en las sesiones como ficción tangible, concreta como
las obras de las administraciones distritales de nuestra florentina
renacentista flamante familia gobernante. Hallamos en ‘Lo bello y lo feo’,
justo después de haber leído ‘El hombre duplicado’, lo que sigue, y no deja de
ponerme la piel de gallina leerlo: “Quería transmitir la inquietante sensación
de que aquella muchacha era dos a la vez, que las dos eran una que, o quizá, no
eran ni una ni dos.” Espeluznante. Y todavía no llegamos al mes de octubre,
cuando los portales se abren.
sábado, 8 de septiembre de 2018
Sin más dobleces
(Nota del autor: Si
a usted no le gusta que le cuenten la película antes de verla, le sugiero que
vaya al cine antes de encontrarse con el amigo que le gusta contarlas o evite
encontrarse con él como le sea posible. Del mismo modo, si no quiere que le
arruine su futura o aún inconclusa lectura de ‘El hombre duplicado’, no siga
leyendo este opúsculo.)
El
caos es un orden por descifrar
LIBRO DE LOS CONTRARIOS
Quiero volver, sin demorarme mucho en ello, a una idea tratada
anteriormente en otros textos publicados en mi blog[1], invocada
por el segundo epígrafe de la obra objeto de este inconcienzudo estudio, que dice:
Creo sinceramente haber interceptado
muchos pensamientos que los cielos destinaban a otro hombre.
Laurence Sterne.
Jorge Luis Borges hablaba (me cito citándolo a un café) “de un
inmortal o longevo que “trabaja con almas de hombres que duermen y abarca
continentes y siglos”, y agrega: “la serie de sueños y de trabajos no ha tocado
a su fin.”” (¡A la verga las normas APA!, grita el capitán pirata.)
Encuentro, epigrafiado
por Saramago, a este Laurence Sterne, quien parece dar a entender que tiene o sospecha
tener esa percepción extraordinaria, la cual no se produce de manera onírica
sinó más bien que se da en estado de vigilia. O puede interpretarse que
aquellos pensamientos que los cielos destinaban a otro hombre, Sterne los captura,
intencionadamente o no, en sueños, que bien podrían ser sueños lúcidos, o en un
estado de éxtasis, quizás en lo fisiológico semejante al sueño.
No deja de llamar la atención que los artistas especulen o
aseveren sobre el origen de la sustancia que nutre sus obras, atribuyéndolo a
entidades etéreas capaces de penetrar o susceptibles de ser captadas por las
mentes humanas.
Pero esto es, tal vez,
desviarnos de la intención de Saramago, porque el epígrafe lo que nos quiere
dar a entender es que esos pensamientos interceptados por Laurence Sterne, los
cielos los destinaban a otro hombre determinado: su doble.
Unicidad y dualidad
Haz y envés
Apenas iniciando la novela ya hallamos el primer indicio de
problema de identidad que desarrollará: “tiene en su documento de identidad un
nombre nada corriente, de cierto sabor clásico que el tiempo ha transformado en
vetusto, nada menos que Tertuliano Máximo Afonso.”
¿Qué puede decir el documento de identidad sobre nuestra
identidad? Estado civil, fecha de nacimiento y edad, lugar de nacimiento, sexo
o género, tipo de sangre, nombres y apellidos… ¿Estos datos revelan algo de
nuestra identidad profunda? Nombres y apellidos; ¿acaso si cambiamos de nombres
y apellidos cambiamos de veras nuestra identidad? A Tertuliano le desagrada
llamarse Tertuliano. Bueno, digo yo, peor es que se llame Yubisnais Máximo
Afonso o, ¡eche!, que se llame Naik Prins (por Nike Prince) Máximo Afonso,
cole. De hecho, Domingo José quizás fue un nombre de moda en el siglo 19 o
desde antes. Me basta con saber, y viene a cuento porque estamos tratando el
tema del doble, que Rubén Darío le dedicó a un Domingo Bolívar un poema que
bien me queda: ‘Melancolía’. Pero el nombre no hace la identidad, porque en mi
propio caso, en la actualidad hay más de dos Domingo José Bolívar en mi familia,
y no hay riesgos de que me vea repetido en ellos.
¿Qué carajos es, en últimas, la identidad; los datos que sobre
nosotros se registran, cosa más bien superficial, o algo trascendental que
quizás ni siquiera tenga que ver con estos datos?
Buscando en la identidad, la personalidad, el yo, el ser
interior o como quieran, que las palabras también tienen su cuento aquí, de
Tertuliano Máximo Afonso, al hombre le sucede lo que nos sucede a todos: se
desdobla. Una parte de la psiquis de Tertuliano Máximo Afonso es la que se
identifica como “sentido común”, y con ésta el yo Tertuliano Máximo Afonso
sostiene conversaciones, las más discusiones. Divididos estamos entre lo que
hacemos y lo que queremos hacer, lo que elegimos y lo que creemos debimos
elegir. Las disyuntivas en la vida nos dividen en nuestro interior. Pero no
sólo en dos, como vemos que a Tertuliano Máximo Afonso lo asaltan otras voces
interiores, al menos una, aparte de aquella que se hace llamar “sentido común”.
Agravante de la cuestión de la identidad de Tertuliano Máximo
Afonso es que aparece un doble suyo, alguien que en su aspecto físico es
absolutamente igual a él, y es un actor, un hombre que debe dejar su identidad
a un lado cuando se mete en los zapatos de los personajes que interpreta en el
cine, y casos hemos visto de actores que han sido absorbidos por personajes
interpretados por ellos, como el de aquel que décadas atrás hizo de Simón
Bolívar en una teleserie colombiana y su caso fue versionado en el cine con la película ‘Bolívar soy yo’. Este mismo
actor doble de Tertuliano Máximo Afonso, cuyo nombre real (¡ja!) es Antonio
Claro, usa el pseudónimo o nombre artístico (no heterónimo, en todo caso, señala
con sarcasmo Tertuliano Máximo Afonso) de Daniel Santa-Clara. ¿El nombre, que no
hace la identidad, la puede desmentir?
El fenómeno de la pérdida de identidad no es individual. Cito:
“todo me cansa y aburre, esta maldita rutina, esta repetición, esta uniformidad”.
Los días que se parecen unos a otros, producto de la homogeneización, y hasta pasteurización, de la masa bajo la
dictadura de las industrias culturales,
ahora dizque economía naranja
(recordando de pronto el químico utilizado por el ejército gringo para
bombardear Vietnam, ése que provocó que una niña desnuda apareciera en las
primeras planas y portadas de diarios y revistas) de la sociedad de consumo y
las obligaciones diarias que nos impone la feroz economía capitalista
neoliberal, las cuales ordenan los usos y costumbres y estrechan nuestro margen
de acción, nuestra espontaneidad (véase la vieja película ‘Tiempos modernos’,
de Charles Chaplin), producen efecto idéntico en el colectivo humano: pérdida
de la identidad tanto en individuos como en naciones en beneficio de la
maquinaria económica. Una canción de la banda alemana Rammsteim, titulada ‘America’:
el vocalista reconoce que no canta en su lengua materna; lo hace en inglés, y
así, toda la letra de la canción nos habla de esta homogeneización de la cultura: “todos somos América”, es decir
todos hemos sido aculturizados por
los Estados Unidos de América; pero la cultura estadounidense es, acaso, el doppelgänger de la cultura europea.
Poniendo el espejo en la Historia, finalmente, amigos de Rammsteim, todos somos
Europa. ¿No es así, Tertuliano Máximo Afonso? Pero si ponemos este espejo más
atrás, en la Prehistoria (asómbrense, supremacistas arios), todos somos África,
que es la cuna de la especie (según los paleoantropólogos) y por tanto donde se
configuraron las primeras manifestaciones culturales humanas. Acabo de seguir
el método de estudio de la Historia predicado por Tertuliano Máximo Afonso:
partir del presente e ir en descenso hasta la
bruma de los tiempos.
El mismo narrador, personaje de la novela, es José Saramago,
el autor de la novela, desdoblado. La ficción infiltrando la realidad y la
realidad incluida en la ficción. Los sueños también son dos caras del mismo
mundo humano; en la novela los casos en que los sueños intervienen en los
estados de ánimo de los personajes y al revés, los estados de ánimo que
influyen en los sueños, dan cuenta de que las fronteras entre lo real, lo
imaginario y lo onírico no están tan indiscutiblemente demarcadas como lo están
los muros levantados por los israelíes en la de un dios maldita Tierra Santa o el aún inmaterial muro de
Donald Trump, que no obstante, existe.
Siendo José Saramago portugués y abordando en esta novela el
tema del sosia para tratar de la identidad, no podíamos obviar a un paisano
suyo. Creo verlo insinuado (e hice la insinuación a ello unos párrafos atrás)
en este fragmento de un diálogo que Tertuliano Máximo Afonso sostiene con la
señora Carolina Afonso, la madre de él: “del apellido Claro se sacó el
seudónimo Santa-Clara, No es un seudónimo, es un nombre artístico, Ya, el otro
tampoco quiso la vulgaridad plebeya del seudónimo, le puso heterónimo”. En Fernando
Pessoa la personalidad del poeta se desdobla en varias y cada personaje es
distinto a los demás en su forma de pensar y sentir, plasmada en los versos que
les correspondan. La malicia con que Tertuliano Máximo Afonso se refiere a ese
otro, Pessoa supongo, no viene al caso examinarla aquí.
Siendo el tema del doble, el sosia, el doppelgänger, el otro una
tradición de muy vieja data, con abundantes formas de ser abordado y harto
explorado en lo que se conoce como literatura
gótica, no nos es difícil hallar referentes como ‘Frankenstein, o el
moderno Prometeo’, de Mary Shelley; ‘El extraño caso del doctor Jekyll y el
señor Hyde’, de Robert Louis Stevenson; ‘El hombre doble’, de Marcel Schwob… A
continuación me atreveré a transcribir un párrafo tomado de un blog del que soy
subscriptor, El espejo gótico, que expone con claridad la tesis del autor sobre
lo que representa el tema del doble en la literatura: “El Doppelgänger o Doble
destruye además la idea de unicidad del ser, de que somos uno e indivisibles.
El Doble encarna la posibilidad de que el Yo no sea un elemento unificado, es
decir, que hay otras regiones en nosotros mismos que no son
"nosotros", y que en consecuencia nos enfrentan con la fragilidad del
ser y la existencia. En otras palabras, que si el sujeto es apenas la
superficie de un ser más grande y desconocido, un Yo repleto de regiones a las
que no podemos acceder, entonces el Otro es quien existe y nosotros sólo somos
para que el Otro exista.”[2] En
efecto, en ‘El hombre duplicado hallamos a Tertuliano Máximo Afonso confrontado
por esa parte de su ser que llama “sentido común” y con la presencia de al
menos otra voz dentro de sí, aparte que su sosia Antonio Claro tiene una
personalidad más bien ligera y sibarita, contraria a la suya.
Otro caso de dobles en la literatura, que también ha buscado
dar otra perspectiva al asunto, como lo ha hecho Saramago con su novela, podría
ser el de la noveleta de Carlos Fuentes, ‘Aura’. Montero vendría a ser el doble
de un hombre fallecido hace mucho: el general Llorente; mientras que Aura, un
personaje más bien fantasmal, es el doble de Consuelo. No los dobles idénticos
o muy semejantes en el aspecto exterior (como no lo es el Sr. Hyde del Dr. Jekill,
pero tampoco en el sentido de dobles antagónicos de estos dos personajes), sino
dobles para completar aquello que hace falta, dobles al servicio de anhelos;
dobles para que se produzca un encuentro y se desate una pasión sólo posible en
el ámbito de lo mágico.
Hay otra clase de doble que causa zozobra y cuestionamientos
éticos, doble que no sólo pertenece al mundo de la ficción sino que es más que
una posibilidad una probabilidad en nuestra realidad actual y futura: el clon.
Desbaratando el carrito
eléctrico
Nos interpela, a nosotros, los lectores, el narrador con
frecuencia. Como si escapara del ámbito de la ficción para infiltrarse en
nuestra realidad, o, al revés, nos apresara para introducirnos en su ficción. Nos
empuja su presencia incorpórea cuando dice “la fecha en que estamos”, y de esta
manera nos indica el tiempo en que se desarrolla la narración en ese momento,
que es tiempo presente, o pasado reciente, que es el presente en su forma más
volátil, es decir, sobre los hechos que acaban de suceder.
Relato en tercera persona; pero este “estamos”, primera
persona, plural, tal vez venga a cuento para jugar con el asunto de la
identidad y la duplicidad del título. O sólo nos indica que el narrador está
inmerso también en la narración, hace parte de los hechos contados, un
observador-actor. Uno de los apartes de la novela en donde se cruzan los
niveles con los que el narrador trabaja y claramente vemos su intervención en
el mundo de la ficción (el de Tertuliano Máximo Afonso) y nuestro mundo… real
(el de los lectores) está en esta escena: “Fue precisamente lo que le sucedió a
Tertuliano Máximo Afonso. Se miraba al espejo como quien se mira al espejo
únicamente para evaluar los estragos de una noche mal dormida, en eso pensaba y
nada más, cuando, de repente, la desafortunada reflexión del narrador sobre sus
trazos físicos y la problemática eventualidad de que en un día futuro,
auxiliados por la demostración de talento suficiente, pudieran llegar a ser
puestos al servicio del arte teatral o del arte cinematográfico, desencadenó en
él una reacción que no será exagerado clasificar como terrible. Si el tipo que
hizo de recepcionista estuviese aquí, pensó dramáticamente, si estuviese aquí
delante de este espejo, la cara que de sí mismo vería sería ésta.” La
“desafortunada reflexión del narrador” penetra en el pensamiento de Tertuliano
Máximo Afonso, y nos lo está contando, a nosotros, los lectores, el narrador
como si nada, la cosa más natural que el narrador de una novela influya en los
pensamientos y actos de un personaje de la novela, poniéndonos a la vez a
nosotros, los lectores, a reflexionar sobre esa realidad que puede ser invadida
por la ficción. Volvemos la vista a los señores Jorge Luis Borges, Howard
Phillips Lovecraft y Roberto Arlt y los tres se encogen de hombros.
Metaliteratura,
palabra técnica para referirnos a la literatura que se comenta a sí misma, o
dicho de otra forma, que se mira ante el espejo, nos dice lo que ve y nos
insinúa o manifiesta aquello en lo que deberíamos prestar atención. El narrador
de esta novela es un total metaliterato,
quien con desparpajo y descaro extiende sobre líneas su dedo índice para demostrarnos
que «es mi relato». Hace digresiones y circunvoluciones que subvierten el orden
de la narración, el cual, de todas maneras, en líneas generales, es lineal. No
teme el narrador ser partícipe de la narración, sin ser un personaje dentro de
los hechos que narra, como cuando cuenta: “Ya en el autobús que lo dejará cerca del
edificio donde vive hace media docena de años, o sea, desde que se divorció,
Máximo Afonso, empleamos aquí la versión abreviada del nombre porque ante
nuestros ojos lo autoriza aquel que es su único señor y dueño, pero sobre todo
porque la palabra Tertuliano, estando tan próxima, apenas tres líneas atrás,
acabaría perjudicando gravemente la fluidez de la narrativa, Máximo Afonso,
decíamos […]” No obstante, habiendo llegado al punto final de la novela, la
razón aquí expuesta respecto a no usar completo el Tertuliano Máximo Afonso es un chiste (aparte del hecho sucedido
en la tienda de videos), porque el narrador casi siempre usará el nombre
completo en toda la narración para referirse a este hombre, identificarlo, y
asimismo usará completo el Daniel Santa-Clara y más propiamente el Antonio
Claro para identificar al otro hombre duplicado, y la consideración sobre la
fluidez de la narración queda sin piso. Es un narrador que juega con el lector
y hasta lo reta. Asegura el narrador que Tertuliano Máximo Afonso “ante
nuestros ojos lo autoriza” a usar sólo los apellidos, Máximo Afonso. Solemne
mentira. Una de las tantas chanzas del narrador. Lo ocurrido en la tienda de
videos no pasa de un simple desaguisado más en la vida de Tertuliano Máximo
Afonso por cargar ese nombre anticuado, Tertuliano, y él no ha autorizado nada;
es el narrador quien se autoriza, porque es el dueño del relato, el dios que
sobrevuela ese mundo en el que se mueve Tertuliano Máximo Afonso.
“Nos faltó decir”. En efecto, el narrador oscila en su relato
haciéndolo a la manera clásica: tercera persona, omnisciente; y la manera ésta
en que osa hacer énfasis, para que no lo olvide el lector, de que él está
relatando, y se autorreferencia en primera persona del plural. Otra muestra de
las reafirmaciones metaliterarias del narrador es cuando leemos: “también esta
información estaba faltando”. El narrador no se conforma con sólo contar la
historia que nos quiere contar de Tertuliano; se dirige al lector, le habla a
ese otro que es el receptor de su relato, llamándonos la atención sobre ciertos
detalles, haciendo rodeos y elipsis para después retomar algún punto de la
narración y enfatizar algo.
“El diálogo podría haber sucedido más o menos de esta manera
si el filme mereciese los elogios, pero las cosas, en realidad, ocurrieron
mucho menos ditirámbicamente”. El narrador llena espacios de la narración haciendo
suposiciones o señalando derroteros distintos por donde pudo transcurrir la
acción, y descartados éstos nos conduce por los hechos que él mismo dice son
los que efectivamente sucedieron; el narrador ya sabe todo, de antemano, y si
se pone a divagar, a esbozar diferentes caminos por los que ha podido seguir la
narración, los personajes, el flujo de pensamiento, etcétera, es sólo para
enfatizar las decisiones, las ideas, los caminos tomados. Una forma más de
hacerse notar como el que lleva la batuta. Sin duda, este narrador omnisciente
es el dios de su relato. Conocedor del pasado y el futuro, de las posibilidades
y probabilidades dentro del mismo, irónico hasta la médula de su literaria
existencia, salta hasta nosotros con la suficiencia de saberse amo absoluto del
mundo que leemos, y también de presumirse amo de nuestra atención mientras
leemos, o sea, extiende su poder fuera del mundo de la ficción. Sin embargo,
esto que acabo de consignar no debe entenderse como que digo que el narrador es
un personaje fastidioso, detestable y que en vez de favorecer perjudica a la
novela por sus frondosas digresiones y exhortaciones; no, es más bien
fascinante, un brujo dicharachero mas no banal, que enriquece el texto con apuntes
que alimentan nuestro intelecto, nos pone a trabajar con la materia propia del
relato y la que no pertenece al relato, o colateral a éste, que son sus
digresiones y exhortaciones.
Entre los recursos o trucos tenemos el de la duplicación en la
narración, cuyo objetivo es tocar ideas recurrentes en las digresiones del
narrador: los dúos de posibilidad - probabilidad y casualidad o azar -
causalidad o destino. “No es ninguna obra maestra del cine [Quien no se amaña
no se apaña], pero te entretendrá durante hora y media”. El narrador ya nos
había contado sobre la aparición de esta película en la vida de Tertuliano
Máximo Afonso, mostrándonos primero a nuestro unívoco protagonista yendo a una (obsoleta
en nuestros días) tienda de videos para alquilarla, siguiéndole un posible
diálogo que no sucedió entre nuestro profesor de Historia y el profesor de
Matemáticas en el que éste último le recomendaría tal película, porque luego
nos presenta un diálogo que sí sucedió en el que tenemos a Tertuliano Máximo
Afonso y el matemático mentando la película funesta.
En lo que concierne al uso de los signos de puntuación, la
marcación de diálogos y la manera de focalizar las voces de los personajes y la
del narrador, Saramago es un escritor que crea su propia ortodoxia; es decir,
la técnica que emplea es poco acorde con lo que se enseña en talleres de
escritura y seguro no es un autor que recomienden a sus alumnos los profesores
colegas de Tertuliano Máximo Afonso que enseñan literatura; a menos que quieran
enseñar que en literatura las ortodoxias gramatical y estilística pueden ser un
asunto de técnica particular. En esto es muy importante definir las voces, cómo
se expresan los personajes (entre los cuales se cuenta el narrador); así
podemos enterarnos de quién tiene la palabra en un momento dado. Por ejemplo,
Tertuliano Máximo Afonso es un tipo cuya parla es bastante culta, acartonada, y
por lo mismo los críticos (la ortodoxia) dirán que poco natural, por lo tanto
no es verosímil. Sin embargo, dentro de este universo que es ‘El hombre
duplicado’, la personalidad de Tertuliano Máximo Afonso ha sido construida para
que se exprese como lo hace, y el narrador, muchas veces, anticipándose, encara
a la crítica, trabajo también metaliterario, explicando o criticando la
personalidad y actuaciones de éste y otros personajes. También debe observarse, para saber cuándo
acaban las palabras de uno y empiezan las de otro, en especial entre narrador y
personajes, las formas en que aparecen conjugados los verbos, porque indican situaciones
temporáneas distintas entre éstos.
He dicho que el narrador muchas veces explica o critica la
personalidad y las actuaciones de Tertuliano Máximo Afonso. De él encontramos
esta censura al profesor: “Como profesor, y de Historia para colmo, este
Tertuliano Máximo Afonso, vista la escena que acabamos de presenciar en la
cocina, que confía su futuro inmediato, y por ventura el que vendrá después, a
tres migajas de pan y a un juego infantil y sin sentido, es un mal ejemplo para
los adolescentes que el destino, el mismo u otro, pone en sus manos”. Ajá, uno
de los dogmas enseñados en talleres literarios y por autoridades en la materia es
que el narrador jamás debe juzgar a sus personajes, no interferir con sus
juicios en la narración. El narrador debe ser imparcial y lo más objetivo
posible, que sean los hechos y los personajes los que digan, y los lectores
quienes juzguen. Saramago manda al carajo el dogma.
Sagaz, el narrador se anticipa a la crítica al razonar sobre
las características y circunstancias de los personajes; mas también, y no
raramente, aunque sí muy raro es, lo hace al razonar sobre sí mismo en lo
concerniente a las vías elegidas para conducir su relato, y lo más audaz aún, se
atreve a criticar entre líneas o explícito, siempre irónico, las razones que
expondrían los críticos al censurar tal o cual cosa de la novela, en especial
al narrador mismo.
Abónase a Saramago que nos ha sabido mantener a la
expectativa. El esperado encuentro entre los dobles es aplazado por una buena
cantidad de páginas y una vez efectuada la cita, la sucesión de eventos a
partir de ahí van aumentando la zozobra por lo que va a ocurrir después, y
luego… El final.
La novela, por el tema del doble, pasa a formar parte de una tradición
literaria, como ya se ha consignado, muy antigua que ganó mucha notoriedad y
estableció un tono macabro con la literatura gótica. En esta obra Saramago
elude el tono siniestro, y para ello la ironía del narrador cumple tal
objetivo, pero no lo abandona del todo; encontramos aparte de la inquietante
idea del doble, sensaciones de dèja vu y de presencias, presentimientos o
conocimientos subconscientes... Saramago saca un catálogo de “paranormalidades”,
sin ser el relato abiertamente tenebroso sino más bien un caso de perturbación
de la cotidianidad de un hombre, perturbación semejante a la que hallamos en la
obra ‘La paloma’, del escritor francés Patrick Süskind. Pero nos reserva un
golpe, contundente. De cualquier modo, es un relato que cumple con lo
siguiente: “Tal como lo señala M.R. James, el objeto del relato de terror no es
asustar, sino inquietar”[3].
Disquisiciones colaterales
del narrador (autor) o del lector que sustancian la obra
Uno de los varios puntos sobre los que insiste el narrador es
el del “caso improbable, aunque posible”. Diferencia entre lo probable y lo
posible, que usualmente se tienen como sinónimos llanos. Es en el fondo, y así
lo vemos en la novela con otros ejemplos propios del narrador y diálogos entre
personajes, la crítica lingüística, las palabras que dejan de ser exactas, que
no alcanzan para definir la realidad cambiante, que aún no se inventan para
estados de la realidad que se señalan con palabras que pertenecen a otros
estados de la realidad, y llevan a confusión, a malentendidos (preocupación que
hallamos en otros autores, como Paul Auster: el paraguas roto, que ya no es
paraguas porque no protege de la lluvia, pero se sigue llamando paraguas). Esta
imperfección en el lenguaje es a la vez lo que posibilita la literatura como
arte porque la literatura, entre otras cosas, se dedica a hallar esas grietas
en las palabras y las explota, paradójicamente, para enriquecer la
comunicación. El narrador de la novela (Saramago, por demás) expone y argumenta
una hipótesis que denomina de los “subtonos”, porque las mismas palabras
significan una u otra cosa según la entonación y el contexto de las mismas en
la expresión verbal y escrita. Por eso hablamos de leer entre líneas, de los
significados dobles (razón por la que se trata este asunto), de las metáforas,
alegorías, sinestesias… La maravillosa ambigüedad de que hace gala el arte de
la literatura.
Otro punto. Vemos a Tertuliano Máximo Afonso “salir a cenar a
un restaurante cercano, donde ya es conocido por la poca consideración que
demuestra por la carta, no por actitudes soberbias de cliente insatisfecho,
sino por indiferencia, abstracción, por pereza de tener que escoger un plato
entre los que le proponen en la corta lista de sobra conocida”. Este Tertuliano
Máximo Afonso que demuestra en su actitud cierto grado de vacío existencial por
la conciencia de la nada aniquiladora, no llega aún hasta el punto de la nada tiene importancia que enmarca el
desinterés y el dejarse llevar por la corriente de Mersault y menos a los
excesos violentos y dramáticos de Calígula (personajes de Albert Camus). No
obstante, hallar un “duplicado” pone en marcha dentro de sí un mecanismo
instintivo o, si lo prefieren, subconsciente que lo asusta, porque se trata de
la defensa de lo único que es él en su efímero existir antes de caer en la nada
que lo aniquilará por completo: su identidad, cualquiera que esta sea.
Actitud del profesor Tertuliano Máximo Afonso que recuerda a
Mersault, y levanta en el relator el ánimo de exponer ideas que podemos asociar
con el existencialismo, así que no es peregrina la memoria del protagonista de
‘El extranjero’ o ‘El extraño’, como sea su traducción más certera (duplicidad
hasta en la traducción acabo de hallar). Saramago es un escritor de raigambre
existencial; sus libros tratan de la posición ética y moral del hombre respecto
a su identidad y su discurrir como ser vivo con conciencia de sí mismo y de su
entorno, de lo que ha sido, es y será o podría ser, las relaciones no sólo con
los de su misma especie sino con el universo que habita, y su noción de deber,
es decir, su responsabilidad en todo cuanto haga o deje de hacer.
Otro punto. En este discurrir humano, ser efímero, como todo,
aunque no lo sabemos con certeza, ensarta la Historia, cúmulo de datos que no
son capaces de reconstruir en su totalidad el devenir de nuestra especie. Peor
aún, la Historia no pasa de ser la versión de los historiadores. Se repite en
una y otra voz que “quien no conoce la Historia está condenado a repetirla”. Se
repite la frase porque nos repetimos como loros lo que no sabemos (y Sócrates
desde la nada nos grita: «¡Ni ustedes, gente del siglo 21, saben nada!»). La
Historia no la sabemos completa, por eso hay novela histórica e historia
novelada, para rellenar con supuestos algunos huecos. Somos la Historia de
atrás para adelante; pero adelante, ¿qué hay adelante? Quizás una historia
condenada a repetirse, el horror del eterno
retorno, el martillo de Nietzsche, si así seguimos. La propuesta de
Tertuliano Máximo Afonso de enseñar la Historia de ahora hacia atrás no es
insensata, si se examina bien. Las razones con las que el personaje convence al
director del colegio son suficientes para hacernos tomar en serio dicha idea, o
la Historia nos seguirá sonriendo con sorna como hacían los colegas de
Tertuliano Máximo Afonso cada vez que expresaba la idea, sin explicarla, en
reunión de profesores. En esta historia particular, Tertuliano Máximo Afonso
partió del presente hacia el pasado para constatar la identidad de un hombre:
su doble: Daniel Santa-Clara, más al fondo, Antonio Claro. Para verificar la
exacta duplicidad del rostro suyo en el actor de cine, buscó una fotografía
suya de hace cinco años. El narrador por su parte reprochó que Tertuliano
Máximo Afonso no viera las películas en que probablemente apareciera Daniel
Santa-Clara (Antonio Claro) de la más reciente a la más antigua.
Aparece otro punto: la fuerza de la costumbre. A punta de
repeticiones, nuestras y heredadas, se pierde la razón de los actos, el yo da
paso a un autómata que no somos, una máquina biológica que no reflexiona sobre
sus propias acciones. Y por costumbre hacemos cosas que ya no debiéramos hacer,
mantenemos tradiciones que no se deben mantener, reiteramos errores sin darnos
cuenta. También, por costumbre nos repetimos a nosotros mismos. Las rutinas, de
las que se quejaba Tertuliano Máximo Afonso, tienen que ver mucho con uno
mismo. La vida de Tertuliano Máximo Afonso es, como la escritura completa de su
nombre y apellidos, la repetición de la repetidera. ¡Claro que ha de estar
deprimido, fatigado de hastío! ¡Está harto de sí mismo, de repetirse tanto!
Otro punto. Esta sea tal vez una idea o una conclusión propia
de Saramago fuera del contexto de la novela, al analizar el contenido
ideológico, propagandístico de muchas películas, especialmente gringas como ‘Día
de la independencia’, ‘Hombres de negro’, ‘La caída del halcón negro’, ‘Rescatando
al soldado el Brayan’...: “así como
la Historia que escribimos, estudiamos o enseñamos va haciendo penetrar en cada
línea, en cada palabra y hasta en cada fecha lo que he llamado señales
ideológicas, inherentes no sólo a la interpretación de los hechos sino también
al lenguaje con que los expresamos, sin olvidar los diversos tipos y grados de
intencionalidad en el uso que del mismo lenguaje hacemos, así también el cine,
modo de contar historias que, por obra de su particular eficacia, actúa sobre
los propios contenidos de la Historia, contaminándolos y deformándolos de
alguna manera, así también el cine, insisto, participa, con mucha mayor rapidez
y no menor intencionalidad, en la propagación generalizada de toda una red de
esas señales ideológicas, por lo general orientadas interesadamente”. No hay
mucho qué aclarar, y si el texto entrecomillado les ha parecido recargado, el
mismo Tertuliano Máximo Afonso se disculpa; ya se dijo que su forma de hablar
es acartonada.
Otro punto. Extraigo de la
novela estas pocas líneas para tratar brevemente otro asunto: “Quiere esto
decir que Daniel Santa-Clara quizá pudiera llegar a ser un gran artista si lo
eligiera la fortuna para ser mirado con ojos de ver y un productor sagaz y
amante de riesgos, de esos que si, a veces, les da por deshacer estrellas de
primera grandeza, también a veces, magníficamente, les da por sacarles brillo.”
Había dicho que entre los conceptos que con reiteración el narrador ausculta
valiéndose de los hechos que relata y de las personalidades de los personajes
que trata, están “los dúos de posibilidad - probabilidad y casualidad o azar -
causalidad o destino”. Los había mencionado como parte de los trucos del
narrador aplicados a su técnica narrativa, pues les sirven de motivo para ir y
volver en el relato. Mas son una preocupación en sí mismos, y concatenados a las
especulaciones sobre la Historia y el desarrollo de la identidad, la
personalidad, nos ponemos frente a una ecuación con dos incógnitas, o peor aún,
ante ‘El sendero de caminos que se bifurcan’, apelando a la lúcida visión de
Borges. Nuestro ser, identidad, yo, expuesto siempre a los designios de una
fuerza externa, superior. Se dice que la personalidad se construye en los
primeros años de vida, creo que de los 3 a los 6 años ya se define gran parte
de nuestro temperamento (no tengo ahora mismo libros, periódicos, revistas ni
internet para hacer las respectivas consultas, me perdonan). Es decir, nuestro
yo se delinea en sus perfiles más rotundos en una edad en la que somos todavía
incapaces de sostenernos en la vida por cuenta propia, cuando dependemos
muchísimo de otros. En esos años que no gobernamos prácticamente nada, serán
las personas y los acontecimientos a nuestro alrededor los que moldeen nuestra
personalidad: estamos expuestos a la posibilidad - probabilidad, casualidad o
azar - causalidad o destino desde antes de nacer, y nacidos, nuestro ser sigue braceando
en las ondulaciones de estas aguas indómitas. Quiero decir, ni siquiera esto
que llamamos yo es algo que se construye a partir de uno mismo. ¡Horrible! ¿No
es entonces ‘El hombre duplicado’ una novela de terror u horror si nos inspira
estas meditaciones?
El terror
Me perdonarán o no, me importa poco. Creo que cuando enfilé mi
discurso contra “Los días que se parecen unos a otros, producto de la homogeneización, y hasta pasteurización,
de la masa bajo la dictadura de las industrias
culturales, ahora dizque economía
naranja […] de la sociedad de consumo y las obligaciones diarias que nos
impone la feroz economía capitalista neoliberal, las cuales ordenan los usos y
costumbres y estrechan nuestro margen de acción” y saqué a relucir la aculturización por parte de los gringos,
más de uno lanzó sobre el texto un escupitajo y maldijo al castrochavista que escribió esto. Estamos en tiempos en los que es
interiormente reparador (e inútil en todo lo demás) sacarse esta espina: “Daniel
Santa-Clara, en rigor no existe, es una sombra, un títere, un bulto variable
que se agita y habla dentro de una cinta de vídeo y que regresa al silencio y a
la inmovilidad cuando se acaba el papel que le enseñaron”; es decir, Daniel
Santa-Clara es Iván Duque, el actual presidente de Colombia. De veras que ‘El
hombre duplicado’ es una novela de terror.
Domingo José Bolívar
Peralta
miércoles, 28 de febrero de 2018
Fuera de La carretera
Leer La carretera,
de Cormac McCarthy, en diciembre: el espíritu festivo, la esperanza de un
porvenir maravilloso se cubren de cenizas. Pero al final…
El inicio de esta novela, al primer
intento, no me atrajo. Presentado a manera de adivinanza, pedante: «Si tu
coeficiente intelectual no es alto, no cogerás la pista». Toda la novela me
incomodará por frases de esta índole: “Su mano subía y bajaba al compás de la
preciada respiración”. También me fastidió mucho encontrar pasajes típicos de
película taquillera gringa:
“Querías saber qué pinta tenían los malos.
Pues ya lo sabes. Podría ocurrir otra vez. Mi deber es cuidar de ti. Dios me
asignó esa tarea. Mataré a cualquiera que te ponga la mano encima. ¿Lo entiendes?”
Un poco más adelante, como para
reblandecer al lector y más aún al espectador de la película ‒que nadie me quita la
idea de que este libro se hizo pensando en llevar la historia al cine‒ sigue:
“¿Todavía somos los buenos?, dijo.
Sí. Todavía somos los buenos.
Y lo seremos siempre.
Sí. Siempre.
Vale.”
Escenas de este tipo son las que
para mí, insisto, están hechas a la medida del gusto cinematográfico de los
gringos, su cine más comercial, el de los “héroes” que representan la más
idealizada imagen que ellos tienen de sí mismos: el bueno y bizarro
estadounidense que es capaz de sobreponerse a todas las adversidades,
encontrarle solución a todo. Escenas patéticas, con grandes dosis de ternura y
esperanza, mas sin dejar de lado la practicidad, el positivismo ‒que ha de estar bastante
maltrecho dadas las circunstancias‒
que es estereotipo de ese país.
Con esto los gringos ‒todos somos América, dice
Rammstein‒ se
sentirán muy satisfechos. Menos mal también encuentro ‒para resarcirme‒ lo siguiente:
“[¿…] si siempre estás alerta ¿quiere
decir que todo el rato estás asustado?
Bueno. De entrada supongo que tienes
que estar un poco asustado para que estés alerta. Ojo avizor. Vigilando
siempre”.
Me da la oportunidad Cormac para
tirarle duro a los gringos, ya que considero esto una pista de lo que ha
llevado al Estados Unidos ‒no
sabemos si todo el mundo‒
de La carretera a ser un gran país
chamuscado. Me explico: esa política de seguridad internacional de los gringos
en la que siempre están “ojo avizor” ante cualquier cosa que les parezca rara y
amenazante, nos los muestra, bajo esta lógica, como si siempre estuvieran
asustados del resto del mundo. Y, precisamente, asustada está la sociedad
gringa por esa misma política internacional: el enemigo externo puede ser el
vecino. Ese mismo miedo perenne los ha llevado a desconfiar, a temer de sí
mismos: la paranoia, el ataque preventivo, las masacres estudiantiles, la
locura, mata antes de que te maten. Asustados y armados, los gringos son muy
peligrosos.
Además, me fastidió mucho las
referencias comerciales: en esta obra el señor McCarthy parece tener fijo en
mente la idea de su versión cinematográfica ‒insisto‒ y la expresión “la
última Coca Cola en el desierto” está implícita varias veces, lo que por
descontado aseguraría un gran inversor ‒aquí
entre nos, de buena fuente me he enterado de que sí hubo versión
cinematográfica; Vigo Mortensen actuó en ella‒.
Otro escollo fue la técnica de los
punto y seguido; no me convence. Siento frases cortadas de manera abrupta y
seguidilla de frases, enunciados que pueden ir, en vez de separadas con punto,
relacionados con coma, o punto y coma. Quizás al traductor ‒en la versión que leí, Luis
Murillo Fort, aunque me han dicho que no, que es cosa de Cormac‒ se le pueda imputar el exagerar dicha técnica.
Con todo, llegué al final. Superando
estos escollos, continúo en La carretera porque
pongo mi interés en descubrir qué fue lo que llevó a los personajes al estado
en que los encuentro, qué sucedió con el mundo. El ambiente en que se
desarrolla el relato me parece lo mejor trabajado por el autor. Un mundo “cinéreo”,
sobrecogedor, del cual se espera, quizás, el resurgir de la humanidad,
renovada, mejor, como el Ave Fénix.
Los defectos son subsanados por las
virtudes que hallo en el trayecto. Ya dejados muy atrás en el camino aquellos
primeros párrafos casi tan áridos como el mundo que se transita, encuentro
delicias verbales que sí insinúan cierta presencia de William Faulkner[1],
reminiscencias a Luz de agosto, no
obstante que Cormac McCarthy siga usando muchos punto y seguido; ya no es tan
cortante, tan parco, tan seco. Incluso el uso de términos que lo obligan a uno
a buscar en el diccionario lo ubican más cercano a Faulkner que a otro autor
que me parece tiene cierta influencia en su escritura: Ernest Hemingway. Podría
pensarse que McCarthy quiso encontrar un punto medio entre estos dos grandes
autores; pero al final se ve que la balanza se inclina ‒por fortuna‒
un poco más hacia el del condado de Yognapatawpha. Me parece, no le va bien
cuando se acerca más a Hemingway. Leamos esto, juzguen ustedes:
“Mucho tiempo atrás en algún lugar
cerca de aquí había visto un halcón abatirse por la larga pared azul de la
montaña y romper con la quilla de su esternón la grulla que iba en el centro
exacto de un bando y llevársela al río toda hecha un guiñapo y arrastrando su
plumaje suelto y descuidado por el quieto aire otoñal.”
Olvida los punto y seguido, incluso
no hay comas; el efecto es magnífico.
Es difícil en ocasiones diferenciar
al narrador, si es omnisciente o es “el hombre” quien está consignado la
historia por escrito en alguna libreta o algo así ‒esto es pura especulación mía‒ o simplemente está hablando
para sí mismo, divagando.
Uno de esos apartes en que el narrador se torna oscuro es cuando alguien dice:
“No todas las palabras moribundas son verdad y esta bendición no es menos real
porque la hayan despojado de su suelo”. La voz la tenía el narrador, pero
parece que estas palabras las dijera “el hombre”. La novela nos presentará
otros momentos similares. Ocurre que McCarthy, sin nada que lo indique, pasa de
la voz del narrador a la voz de “el hombre”. Toca estar atentos para inferir,
en estas transiciones, quien está hablando.
Eso que hace las veces de narrador omnisciente, al parecer
evadía todo juicio de las personas y de las circunstancias. Cierto es que no
son muchas las personas que aparecen en escena, quiero decir, en la narración
objetiva del trasegar de los dos protagonistas en la realidad del mundo que nos
relata, ni en las evocaciones de estos personajes, en especial “el hombre”.
Cualquier concepto que el narrador haya emitido sobre las personas es velado,
no directo; buenos o malos, estos juicios no son emitidos abiertamente como tal
respecto a las personas, al mundo, a las cosas; sin embargo, en una escena en
la que “el hombre” se enfrenta a otro sobreviviente, el narrador usa la palabra
“forajido” para referirse a aquella persona extraña. Expresada por el narrador
omnisciente, la palabra “forajido” aparece
de manera sorpresiva. Pocas veces más el narrador omnisciente dirá algo, aunque
sea una sola palabra, como “forajido” que juzgue, califique o descalifique.
Las reflexiones van por cuenta de
“el hombre”, por lo general; “el chico” es quien cuestiona, inquiere sobre lo
que está sucediendo, sin dejar de sentir curiosidad por cómo era antes el
mundo.
Respecto al futuro, sólo algo:
llevar el fuego. Recordemos que Prometeo nos entregó el fuego a los humanos y
por ello fue castigado. El mundo de La
carretera está todo abrasado, pero es el fuego, para “el hombre”, la
representación de la moral, la luz que preserva las más altas y nobles
manifestaciones de la conciencia humana; “el chico” es el fuego. “El hombre”
tiene la esperanza de que ese fuego no se apague, no sólo porque es su hijo,
sino porque es lo que queda de bondad en el mundo: el resto de los sobrevivientes
son, casi todos, la representación de la absoluta degradación de la humanidad,
la representación de los peores instintos y comportamientos gobernando la
conciencia, seres en cuyo interior ya no habita ningún principio ético, regidos
por el afán de sobrevivir a toda costa ‒cual
alimaña humana cuya avaricia y adicción al poder nos está llevando a un mundo
de pesadilla‒. Esta
novela me ha recordado La peste, de
Albert Camus. Pienso: Camus aboga por la ética: no hay Cielo ni Infierno, ni
dioses ni demonios; estamos nosotros, los seres humanos. Yo tengo conciencia ‒el médico‒ del bien y del mal, no de
manera metafísica sino práctica, yo quiero hacer el bien, voy a ayudar a los
enfermos. Y como el médico, muchos se ofrecen
y trabajan como voluntarios para luchar contra la peste. Los hay unos pocos que
en vez de ayudar lo que hacen es aprovecharse de la situación en pos de
absurdos beneficios personales; éstos, en un proceso de degradación hasta la
pérdida de todos los principios éticos, serían los mismos caníbales de La carretera. La novela de Camus tiene
más fe en la humanidad que la novela de McCarthy.
En la página 204 ‒de la versión en pdf que
tengo‒ “el hombre”
le dice a “el chico”: «Tienes que llevar el fuego». Sin duda, el niño es para
el padre, y para nosotros, los lectores, la última esperanza, la última
representación de la parte puramente buena, noble de la humanidad. Pero el
final de McCarthy me decepciona tanto como me decepciona el final de Los hermanos Karamazov. La esperanza de
McCarthy nos devuelve a otra jugarreta de Yahvé: arrasar el mundo como lo hizo
en el Diluvio Universal, con sus elegidos destinados a retomar el buen camino:
salir de la sucia carretera en que se ha convertido la humanidad. ¿“El chico”
será su nuevo profeta?
Domingo José Bolívar Peralta
25 de febrero de 2.018
[1] No
es raro por parte de la crítica literaria que se mencione a Faulkner cuando se
estudia la obra de McCarthy.
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