La primera vez sólo pude verla a partir de los minutos
finales, cuando ya los padres lloraban sobre la nube. Estaba solo en la sala,
más de las diez de la noche; es decir, ninguna razón para esforzarme por no
lagrimear.
Un recuerdo de infancia: aquel capítulo de Banner y Flappy —las
adorables ardillas, japonesas también— en que murió Abuelito Búho. No más
recordar la muerte de Abuelito Búho —o cuando vuelvo a ver el capítulo por
internet— y renace la pena que sentí frente a la pantalla del televisor y ante
la parentela presente, mayores y menores, lloré. Tenía yo más o menos diez
años. Aunque recuerdo que mi llanto fue sosegado, apenas leves gimoteos, nada
escandaloso, hubo burlas. Éstas se prolongaron durante algún tiempo, en
especial de ciertas personas mayores. No recuerdo que alguien me haya puesto el
hombro y me haya acariciado el cabello, o algo parecido; no, nadie trató de
consolarme. Ninguno comprendía mi pena: yo, al igual que Banner, amaba al
Abuelito Búho y estaba atento a sus enseñanzas. Muchas veces he reflexionado
sobre esta anécdota y creo que ejemplifica uno, sino el principal problema de
la humanidad. Desde este episodio de mi infancia y otros similares —José Miel,
otro japonés, también me hizo llorar—, trato de ni siquiera lagrimear ante los
demás, especialmente si se trata de algo que estoy viendo en televisión, en
casa, con personas presentes. Sólo borracho o cuando estoy solo no reprimo las
ganas de llorar. Sin embargo, tantas veces me ha vencido el llanto en público
cuantas he sufrido “golpes en la vida, tan fuertes… Yo no sé!”
Studio Ghibli y Hayao Miyazaki, ¡factoría de ensoñaciones!
Portan el estandarte de la imaginación y la belleza poética llevada a los
dibujos animados. Abanderados de la sensibilidad artística más sublime de
Japón, penetran muy profundo en el alma de quien, sin importar si culturalmente
está en las antípodas, se da la oportunidad
de contemplar sus delicadas creaciones despojado de la armadura
emocional que nos ponemos para afrontar la realidad tratando de recibir el
menor daño posible.
Cuando vemos con plena atención cine animado de estos
creadores, dejándonos atrapar por su magia, algo sucede. Nos sentimos extraños.
Es tan sensible, tan rico en matices este cine japonés dibujado y pintado a
mano, que nos inflama de saudade de cosas que hemos vivido o que quisiéramos
vivir. El placer estético experimentado es indefinible.
Encantado, vuelvo a ver el final de una de las obras de Studio
Ghibli: El cuento de la princesa Kaguya. ¡Por fin desde el inicio! Si la
primera vez nomás el final me sacó lágrimas, ahora, que he visto la obra
completa, siento a fondo una tristeza agradable. Las palabras de la Princesa
antes de partir han adquirido un valor que no pude advertirlo la primera vez
que escuché su pequeño discurso.
La Princesa, desde la Luna, observa la bucólica montaña. ¡Eso
es la vida! Pero ver desde la distancia no es lo mismo que estar adentro. Viene
y vive como humana. Goza en el campo como Brote de Bambú, una niña rara; sufre
en la ciudad como Princesa Kaguya, una mujer deslumbrante. ¡Porque nos
complicamos tanto! Una fuerza muy poderosa, fuente de alegrías y tristezas, la
ata a este mundo: el amor. No quiere volver a la Luna. Ama a sus padres
adoptivos, la pareja de ancianos que la llora sobre la nube. Ama al cariñoso
amigo que tuvo en la montaña.
En la Luna era feliz, pero no. ¡Saber que la felicidad puede
ser tan insoportablemente plana que deja de ser felicidad! La Princesa viene a la
Tierra, a la montaña, porque quiere sentir. La montaña es un ideal: la vida
variopinta, exuberante y a la vez sencilla.
El trasfondo de este poema audiovisual es la felicidad. ¿Qué
nos alcanza la felicidad? ¿Qué es la felicidad? Quizá lo que nos impide ser
felices es obligarnos a ser felices, retorcer tanto nuestras vidas en pos de la
ansiada felicidad. En la montaña, donde todo es mucho más sencillo y libre que
en la ciudad, Brote de Bambú tal vez fue feliz, lo mismo que los ancianos; pero
el anciano padre se equivocó: la felicidad de Brote de Bambú y la de ellos
mismos no era en la ciudad. La Princesa llega a creer y dice que pudo haber
sido feliz en la montaña. La montaña es un ideal. Se hizo humana porque deseaba
impregnarse de la “suciedad” de la montaña, de la “suciedad” de la canción que
aprendió estando en la Luna. La canta con los otros niños, en la montaña, sin
saber cómo o por qué sabe la canción. Yo creo que esa misma “suciedad” es la que
la lleva a crecer de manera acelerada hasta que llega a estabilizar su
crecimiento a la par de un personaje: Sutemaru.
La Princesa no llega a la montaña con el propósito de ser
feliz sino de vivir la vida pletórica que veía desde la Luna, donde era feliz
sin ser feliz. En la Luna no se llora.
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