viernes, 12 de enero de 2018

La Luna también quiere llorar

La primera vez sólo pude verla a partir de los minutos finales, cuando ya los padres lloraban sobre la nube. Estaba solo en la sala, más de las diez de la noche; es decir, ninguna razón para esforzarme por no lagrimear.

Un recuerdo de infancia: aquel capítulo de Banner y Flappy —las adorables ardillas, japonesas también— en que murió Abuelito Búho. No más recordar la muerte de Abuelito Búho —o cuando vuelvo a ver el capítulo por internet— y renace la pena que sentí frente a la pantalla del televisor y ante la parentela presente, mayores y menores, lloré. Tenía yo más o menos diez años. Aunque recuerdo que mi llanto fue sosegado, apenas leves gimoteos, nada escandaloso, hubo burlas. Éstas se prolongaron durante algún tiempo, en especial de ciertas personas mayores. No recuerdo que alguien me haya puesto el hombro y me haya acariciado el cabello, o algo parecido; no, nadie trató de consolarme. Ninguno comprendía mi pena: yo, al igual que Banner, amaba al Abuelito Búho y estaba atento a sus enseñanzas. Muchas veces he reflexionado sobre esta anécdota y creo que ejemplifica uno, sino el principal problema de la humanidad. Desde este episodio de mi infancia y otros similares —José Miel, otro japonés, también me hizo llorar—, trato de ni siquiera lagrimear ante los demás, especialmente si se trata de algo que estoy viendo en televisión, en casa, con personas presentes. Sólo borracho o cuando estoy solo no reprimo las ganas de llorar. Sin embargo, tantas veces me ha vencido el llanto en público cuantas he sufrido “golpes en la vida, tan fuertes… Yo no sé!”

Studio Ghibli y Hayao Miyazaki, ¡factoría de ensoñaciones! Portan el estandarte de la imaginación y la belleza poética llevada a los dibujos animados. Abanderados de la sensibilidad artística más sublime de Japón, penetran muy profundo en el alma de quien, sin importar si culturalmente está en las antípodas, se da la oportunidad  de contemplar sus delicadas creaciones despojado de la armadura emocional que nos ponemos para afrontar la realidad tratando de recibir el menor daño posible.

Cuando vemos con plena atención cine animado de estos creadores, dejándonos atrapar por su magia, algo sucede. Nos sentimos extraños. Es tan sensible, tan rico en matices este cine japonés dibujado y pintado a mano, que nos inflama de saudade de cosas que hemos vivido o que quisiéramos vivir. El placer estético experimentado es indefinible.

Encantado, vuelvo a ver el final de una de las obras de Studio Ghibli: El cuento de la princesa Kaguya. ¡Por fin desde el inicio! Si la primera vez nomás el final me sacó lágrimas, ahora, que he visto la obra completa, siento a fondo una tristeza agradable. Las palabras de la Princesa antes de partir han adquirido un valor que no pude advertirlo la primera vez que escuché su pequeño discurso.

La Princesa, desde la Luna, observa la bucólica montaña. ¡Eso es la vida! Pero ver desde la distancia no es lo mismo que estar adentro. Viene y vive como humana. Goza en el campo como Brote de Bambú, una niña rara; sufre en la ciudad como Princesa Kaguya, una mujer deslumbrante. ¡Porque nos complicamos tanto! Una fuerza muy poderosa, fuente de alegrías y tristezas, la ata a este mundo: el amor. No quiere volver a la Luna. Ama a sus padres adoptivos, la pareja de ancianos que la llora sobre la nube. Ama al cariñoso amigo que tuvo en la montaña.

En la Luna era feliz, pero no. ¡Saber que la felicidad puede ser tan insoportablemente plana que deja de ser felicidad! La Princesa viene a la Tierra, a la montaña, porque quiere sentir. La montaña es un ideal: la vida variopinta, exuberante y a la vez sencilla.

El trasfondo de este poema audiovisual es la felicidad. ¿Qué nos alcanza la felicidad? ¿Qué es la felicidad? Quizá lo que nos impide ser felices es obligarnos a ser felices, retorcer tanto nuestras vidas en pos de la ansiada felicidad. En la montaña, donde todo es mucho más sencillo y libre que en la ciudad, Brote de Bambú tal vez fue feliz, lo mismo que los ancianos; pero el anciano padre se equivocó: la felicidad de Brote de Bambú y la de ellos mismos no era en la ciudad. La Princesa llega a creer y dice que pudo haber sido feliz en la montaña. La montaña es un ideal. Se hizo humana porque deseaba impregnarse de la “suciedad” de la montaña, de la “suciedad” de la canción que aprendió estando en la Luna. La canta con los otros niños, en la montaña, sin saber cómo o por qué sabe la canción. Yo creo que esa misma “suciedad” es la que la lleva a crecer de manera acelerada hasta que llega a estabilizar su crecimiento a la par de un personaje: Sutemaru.


La Princesa no llega a la montaña con el propósito de ser feliz sino de vivir la vida pletórica que veía desde la Luna, donde era feliz sin ser feliz. En la Luna no se llora.

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