viernes, 12 de enero de 2018

¡Nada de "mujer marchita"!

En los burdeles hay rostros de ángeles que son de ángeles; es decir, rostros preciosos de mujeres preciosas. El Infierno está poblado de ángeles… caídos, el primero de ellos Luzbel o Lucifer, el más hermoso.

A las putas las condena el mismo tribunal que valida que el “macho” pueda (y deba) tener más de una mujer: la “oficial” y al menos una “sucursal”, aquí en Colombia (varias esposas en Arabia). A la puta la condena y persigue el mismo juez y policía que permite que a la púber la saquen de la escuela para que sea mujer de un “macho”. Siempre, en todo caso, puta, amante o esposa, ellas deben subordinarse a la autoridad de los “machos”. Pero las putas llevan la peor parte, porque aparte de ninguneadas, de deshumanizadas por los “machos” que sólo las conciben como mercancía para meter la verga y ejercer su “virilidad” tratando de agredirlas física y emocionalmente, son despreciadas por las de su mismo género, que no se dan cuenta que el desprecio que les profesan es inculcado por los “machos” que las dominan, porque para ellos la “mujer”, es decir “la oficial”, debe ser “mía y de nadie más”, y esta frase  conduce a otra muy conocida: “si no eres mía, no serás de nadie”, o a esta otra: “si me dejas, te mato”.

La puta es una sacerdotisa conocedora de misterios. Una canción dice que “las más putas son las más finas”; más bien las más refinadas, digo yo. Son las que ejercen su ministerio en el mundo de los grandes negocios, y en especial en uno de sus ámbitos: el mundo del espectáculo. Son putas que de alguna manera se convierten en modelo para las niñas y las jóvenes, y hasta para las que ya han cruzado cierto umbral cronológico. A esas putas de alto rango se les respeta un poco o mucho, porque bueno, ellas cuentan no sólo con el poder de Venus sino también con el poder de Mammón, el gran dios que rige a la humanidad, digan lo que digan, crean lo que crean. Algunas de estas putas sí que son verdaderamente “satánicas”.

Pero, ajá, las puticas de burdeles y hasta esas más caras “prepagos” anónimas, que comen y beben con el cliente, echan el polvo y no tienen más injerencia, porque no la quieren tener, en los asuntos de éste, ¿qué peligrosas pueden ser para el mundo? Ellas, las más inocuas, son las más “satanizadas”. Ellas, las que reciben los peores tratos, son las más rechazadas. A ellas se les quiere borrar u ocultar y es a ellas a las que más acude la masa de “machos” brutales y los buenos hombres (a veces los “machos” brutales se transforman en algodones de azúcar o paquetes de plastilina cuando atraviesan crisis sentimentales, que las tienen) necesitados de placer, de compañía, de consuelo e incluso de consejos. Porque la puta cuando ya ha adquirido cierta experiencia, conoce y aprende a manejar los misterios de la sexualidad y los temperamentos de los hombres; aprende, esto sí muy a las malas, a lidiar con los “machos” brutales.

Las putas más especiales, las mejores, son aquellas que se han ofrecido al servicio divino de Venus por vocación. Me dirán, “¿entonces por qué cobran?” ¡Ja! Pregunta tonta. ¡Cobran todos, los sacerdotes de Cristo y los de Mahoma, los de Buda y los de Krishna! ¡Ahora que no cobren las de Venus, que nos llevan al éxtasis sagrado de la cópula, algo mucho más tangible! Por demás, ya lo dije, el dios que rige a la humanidad es Mammón. Ahora, ciertamente, también las hay por mera necesidad económica, y entre éstas muy malas practicantes del oficio, a las que se les debe tener paciencia y pagar, y ojalá, si está a nuestro alcance, ofrecerles o conseguirles un empleo en el que se puedan sentir más a gusto. Porque las putas que no disfrutan del sexo con ningún o casi ningún cliente (sólo lo disfrutan, si acaso, con el “cabrón” —un “macho”— que las explota) están sometidas a esos rígidos patrones impuestos por los “machos”, pero la necesidad las ha arrastrado a practicar el oficio de puta como último recurso, y suelen sufrir terribles remordimientos de conciencia, que a la larga las vuelve hoscas o las envilece. Este problema también es producto de la mala leche con que los “machos” han propagado su mala semilla en el mundo.

Ah, no olvidar lo que una mujer me dijo una vez, una mujer casada, chapada a la antigua, fiel a su esposo, el único hombre con el que ha copulado, es decir una mujer sometida al machismo, y que me lo dijo (de eso hace una montonera de años) para recriminarme porque, discutiendo con ella, se me salió un hijueputa por costumbre. Me dijo, no exactamente con las mismas palabras, pues ya no las recuerdo textuales, pero la idea de fondo no se me olvida, me dijo que todas las mujeres que se casan son putas. No puedo yo decir que todas, pero si, como he venido afirmando, a la humanidad la rige Mammón, y la mayoría de las mujeres, cuyas vidas siguen las normas de conducta impuestas por los “machos”, se casan no sólo por amor sino por la manutención que le pueda ofrecer el hombre, se concluye que sí, al menos la mayoría de las mujeres que se casan han vendido sus servicios sexuales a un hombre en particular, con el agravante de que han vendido también otros servicios, ya se sabrá si muy barato o bien vendidos, como limpieza de la casa, lavado de ropa, preparación de alimentos, parir hijos (¿qué?, ¿no saben que hay mujeres que “alquilan el vientre”?), etcétera.

Te equivocas, ojitos que leen (manos, si en Braille —lenguaje inclusivo, por eso no escribí lector, para no tener que poner seguido lectora), esto no es una apología al libertinaje ni mucho menos un ataque a la monogamia; es una defensa a mis muy queridas putas, que nos brindan un servicio muy oportuno a tanto hombre sin fortuna en la lides del amor, porque hacerse la paja es rico pero no tanto como fornicar con una mujer (estoy refiriéndome a hombres heterosexuales, y dejo claro que tampoco tengo nada en contra de la homosexualidad, ni femenina ni masculina, como tampoco contra la bisexualidad). Las adorables sacerdotisas venéreas no nos dirán «te amo» amándonos de verdad, mas, ¡qué saludable ilusión, que nos lo digan, entrepiernados, disfrutando de los deleites de la carne!


Domingo José Bolívar Peralta

Enero de 2.018

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