lunes, 4 de mayo de 2020

Al perro más flaco es al que siempre se le pegan las garrapatas, así como al hijo de “menos madre” (o de madre ausente) es al que más hijueputean



“La crueldad es monopolio de quienes poseen el sentido moral. Cuando un bruto inflige dolor, lo hace de un modo inocente”, escribió en ‘El forastero misterioso’ Mark Twain.

Pero lastima, digo yo, por lo que considero que no hay dios alguno del monoteísmo, politeísmo, panteísmo o putiteísmo (ni vuestra Pacha Mama, excelentísimas majestades) que sea una deidad benévola, amorosa y que nos cuide de manera especial. ¿Por qué habría de haber dios alguno, me pregunto yo, que nos cuide de manera especial? Es por ello que necesitamos de dioses que nos hicieran a su imagen y semejanza, me respondo, para poder descargar en ellos nuestras culpas, las de nuestro “sentido moral”, que es el pecado original de los creyentes morbosos del monoteísmo bíblico, y servirnos de ellos, los dioses bienhechores, como paliativos de nuestra razón, la conciencia, que nos restriega todas nuestras inmundicias morales, moral por nosotros mismos inventada, tal como nos hemos inventado seres malignos sobre los cuales nuestros dioses benefactores arrojan toda la culpa de nuestras inmundicias morales, exculpándonos de ellas por tratarse de la influencia de seres tan poderosos sobre criaturas tan débiles como somos, expuestas al pulso superior entre los magnos representantes del bien y los representantes del mal, siendo que curiosamente, en este balance de fuerzas, bien y mal se acomodan a las necesidades e impulsos humanos, razón que explica por qué nos matamos sin llegar a exterminarnos, pues necesitamos del otro para sacar provecho de él, lo que explica a su vez la inmoralidad recurrente del abuso de unos en perjuicio de otros, base de sistemas económicos como el esclavista, el feudal y, no nos digamos mentiras, el sistema capitalista.

Reinan, según parece, en este, el planeta que habitamos (el único planeta que hemos podido habitar aún y quizás el único que podamos habitar hasta nuestra extinción, salvo que unos cuantos, no sé si se les podrá considerar afortunados, puedan habitar como colonos la Luna en el corto plazo y quizás Marte u otro astro o megaestructura como la “Estrella de la Muerte” después), reinan, digo, en este planeta y en el universo conocido, la inocente cruel brutalidad, ¡inimputable!,  gritan en coro mis amistades jurídicas, desde los agujeros negros que devoran estrellas hasta la araña que envuelve a sus presas en sus hermosos hilos para chuparles la vida en vida; y también en nosotros, los humanos, animales con “sentido moral”, los hay que carecen de éste (y en vez de cárcel son remitidos a instituciones psiquiátricas). Sin embargo, no es esto lo peor; lo más terrible es que, hasta el momento, con plena certidumbre, no conocemos criaturas más crueles que los seres humanos (y sus creaciones más extrañas, imaginarias, aclaro: los dioses), porque ninguna, hasta donde sabemos, excepto nosotros, practica la crueldad teniendo por cierta la existencia del bien y el mal y teniendo por norma que debemos practicar siempre el bien, siendo la crueldad una de las manifestaciones del mal. Somos crueles hasta con compañeros nuestros, que domesticamos para que convivieran con nosotros, como los gatos y los perros, y, como no, lo somos con otros seres humanos, en especial aquellos que han sido enjuiciados y condenados por ateos o antiteos, inmorales y malignos, y también somos crueles con aquellos que menospreciamos o detestamos por ser de “clase inferior” o tan sólo por ser “los otros”.

Y siento el hedor intenso de la farsa metafísica humana y de las carroñas que se pudren en los abismos siderales, cuando vuelvo a estos versos de Julio Flórez, poeta que no abandonaré por mucho que me digan que es muy menor:

¡Dios mío!

¿Por qué hiciste, Señor ―oye mi queja―,
al tigre que, famélico, del risco
abrupto baja al sosegado aprisco
a hundir su garra en la apacible oveja?

¿Por qué, Señor, creaste la serpiente
que, oculta en un recodo del camino
hinca en el descuidado peregrino
su largo, agudo y venenoso diente?

¡Ah!, todo puede ser… Pero, ¡Dios mío!
¿por qué formaste al hombre, ese sombrío
ser más feroz que el tigre y la serpiente?

¡Cómo él junta al instinto de la fiera
la reflexión, sobre el planeta impera,
refina el mal y se hace omnipotente!

Retomo ‘El forastero misterioso’ de Mark Twain para convenir que somos “[…] tal cual Satanás pensaba de nosotros, es decir, que somos una raza idiota y trivial”. Crueles, idiotas y triviales. No soy Satanás (hasta quisiera serlo, me digo mentalmente, en vez de ser este pobre diablo encerrado en su dormitorio, ninguneado en la casa por pobre y por diablo, es decir, por no estar generando ingresos monetarios para la casa y por pensar y actuar distinto a su pensar y actuar de esa gente que me ningunea, y encerrado en un pueblo con exceso de deficientes mentales congénitos o sociales (que al tarado congénito se le excusa, es inimputable, mas no al tarado que llega a tal condición por pereza mental y subordinación a la publicidad y mercadeo, a todo aquel liderazgo espurio que le impone formas de pensar y actuar bajo los rótulos de “moda”, “voluntad divina”, etcétera de cucarachas mentales), subnormales, como diría Ignatius Reilly (a quien semejo, ya ven, también soy cruel, ejerzo la crueldad), del que no puedo salir ya por falta de dinero y, en estos momentos, sobre todo, por causa de un nuevo coronavirus, el covid-19, una cosa microscópica en los límites entre lo que se considera y no se considera un ser viviente, cosa que no tendría sobre el majestuoso Satanás repercusión alguna, pero sí nos tiene a los fatuos humanos, criaturas predilectas de los dioses, encuarentenados, demostrándose una vez más que como especie somos la conciencia apuntando su dedo acusador sobre su propia insensatez), infortunadamente, tal vez; pues si fuera Satanás estaría por encima de toda esta humanidad a la que pertenezco y que me decepciona hondamente.

Esta decepción humana mía procede de ir de la mano de Friedrich Nietzsche, como Dante de la mano de Virgilio, recorriendo “con una cautela sombría el manicomio de milenios enteros”. Sólo que a diferencia de Nietzsche, quien en ‘El anticristiano’ arremete contra esta contradictoria rama ramificada del monoteísmo bíblico, para mí el manicomio es mucho más aún; es toda la farsa humana, la incongruencia entre los valores que predica y la violación de tales valores al actuar. Más lejos voy por los pasillos de este manicomio, me interno más adentro en sus estancias; para mí el problema está en el contrasentido que representa la idiotez y la trivialidad del ser pensante que detesta pensar, cosa que el Satanás de Twain enseña y por la cual desdeña el valor del ser humano.

Luego viene el golpe más fuerte, aquel con el que este Satanás me ha derribado haciéndome sangrar la boca. Pedro Calderón de la Barca hizo razonar a Segismundo:

“Decir que es sueño es engaño;
bien sé que despierto estoy.
¿Yo Segismundo no soy?
Dadme, cielos, desengaño.”

Más adelante dirá el príncipe:

“Cielos, si es verdad que sueño,
suspendedme la memoria
que no es posible que quepan
en un sueño tantas cosas.
¡Válgame Dios, quién supiera,
o saber salir de todas,
o no pensar en ninguna!”

Pocos versos después:

“[¿…] Luego, fue verdad, no sueño;
y si fue verdad ―que es otra
confusión y no menor―
cómo  mi  vida le nombra
sueño? […]”

Y en otro libro, ‘El kybalion’, se proponen ciertas ideas entre las cuales la primera y quizás más importante es la que dice: “El TODO es Mente; el universo es mental”, explicando que todo aquello que percibimos es producto de una “realidad sustancial detrás de todas las manifestaciones y apariencias que conocemos bajo los nombres de «universo material», «fenómenos de la vida», «materia», «energía», etc., y en una palabra, todo cuanto es sensible a nuestros sentidos materiales, es espíritu, quien en sí mismo es incognoscible e indefinible, pero que puede ser considerado como una mente infinita, universal y viviente. Explica también que todo el mundo fenomenal o universo es una creación mental del TODO en cuya mente vivimos, nos movemos y tenemos nuestro ser.”

Hago referencia a estos dos libros porque el final de ‘El forastero misterioso’ sorprende.

¡La que has revelado, qué horrible verdad, Satanás, despiadado crítico interior, conciencia en la cual el sentido moral viene despojado de mentiras consoladoras y trampas evasoras de sí mismo! ¡Yo, que como yo soy apenas una entelequia de mí mismo, que mi existencia, tras todos los velos de apariencia que es el universo físico considerado real, es sólo “un pensamiento nómada, inútil, sin hogar propio, que vagabundea desamparado por el vacío de las eternidades”, soy ese dios superior detrás del dios creador, y toda esta tropelía no es más que invención mía, incluyéndome, dios encarnado, oscuramente autoengañado de ser carne, carne que es ilusión y yo ficción en la ficción humana en un universo falso! ¡Soy responsable de todo el dolor y el horror que me golpea, de todo el dolor y el horror que abunda en este inexistente universo! ¡Soy un pensamiento sadomasoquista artífice de un universo horrendo! ¡Y gracias a este Satanás, otra ficción, que representa a mi conciencia, a mi sentido moral, más ficción, me estoy recriminando todo lo que como pensamiento he creado, estoy creando!

¡Estoy cagado de terror si todo esto es cierto!

¡Pero qué tonto pensar! Si todo es falso, sin sentido que no existe, pesadilla sin consecuencias, el dolor y el horror que se imponen en este mundo quimérico tampoco existen; ergo, nada sufre, salvo lo único que sí es: el pensamiento apesadumbrado que está imaginando ahora que su alter ego humano está escribiendo estas líneas.

Yo no soy Satanás, pero si he pensado y creado a este Satanás mediante la ficción de un libro llamado ‘El forastero misterioso’, escrito por un literato ficticio llamado Mark Twain, es porque no me he creído la mentira en la que me he ocultado. Sin duda, este Satanás ha estado apareciendo en mí dentro de esta ficción humana que me he inventado para mí (si es verdad que la vida humana y este universo físico es un sueño, una ilusión) de diversas formas: la cachetada de una tía porque cierta vez no quise ir a misa, el gusto que me causó “Sympathy for the Devil” desde que la oí por primera vez aun sin saber qué decía Jagger, el libro de Anton LaVey… Porque para mí Satanás no representa el mal; es el rebelde con causa y es la verdad incómoda, el conocimiento oculto y, en últimas, la libertad.

Domingo José Bolívar Peralta
6 de abril del año 2.020, calendario gregoriano.

lunes, 9 de marzo de 2020

Toco el timbre


“En síntesis, a excepción de lo normal, todo ha marchado correctamente.” La frase es de Luis Vidales. Está registrada en la página 247 de la quinta edición de Suenan timbres[1], y es muestra de su humor irónico, que es no un tropo literario sinó un talante de individuo, expresión de su carácter, sensibilidad e inteligencia.

Aldo Pellegrini habla sobre el humor en la Poesía como manifestación subversiva de la misma cuando pululan los poetas del aplauso y la dádiva ―es decir, la poesía desposeída de Poesía―, y éstos operan como instrumento de adormilamiento a favor de los dueños del mundo. Cuando tales poetas ahítos de tropos y de lontananzas vacuas se imponen y llenan salones sociales, el desagravio a la Poesía surge de nuevos poetas, inconformes que reciben de manos de las musas la posta que dejaron anteriores poetas que hicieron la renovación en su momento. Porque la Poesía nunca consentirá la artritis en sus articulaciones ni arrugas en su rostro.

Y en los años 20 del siglo 20, cambalache problemático y febril, cuando en Colombia urgía sacar de un patadón la solemnidad y remilgos anquilosados de los poetas de salón que cómodamente instalados hacían las delicias de nuestros conservadores patricios, irrumpe como milagrosamente conectado ―milagrosamente, porque el país literario cachaco andaba tan atrasado mirándose el ombligo en el espejo de la producción literaria de siglos pasados, y sin saberlo, pues cómo carajos iba a saber en esa Bogotá provinciana y recoleta, que su corazón de poeta estaba bombeando la misma savia que corría también por entonces por las venas y arterias de Breton, Kandinski, Tzara, Huidobro, Vallejo, Picasso y otros tantos― con la Vanguardia que sacudía el mundo de las artes, Luis Vidales.

Con sus poemas, que en su momento fueron considerados una desfachatez, Vidales le tuerce el pescuezo a aquella envejecida y aguada forma de poetizar cimentada en Colombia. Precisamente, junto a Vidales aparecen nuevos valores que recibieron más por confluencia generacional que por integrar un ismo artístico diferenciado, definido, el nombre de “Los Nuevos”. Entre éstos se destacó Luis Vidales por el uso del humor, la ironía jocosa, que no era simple chiste simplón como los del “Sábados Felices” de ahora, sinó ataque rudo y medido contra todo lo que de este mundo es impostura y formalidad vanilocuente, a juicio del poeta, que cuando poeta real, es el juicio justo, aunque no case con el juicio del común sentido imperante.

Consideró Vidales que él, como hombre antena que era, captó las señales del cambio de paradigmas estéticos, el “zeitgeist” de un siglo 20 que marchaba a toda prisa con sus avances tecnológicos y las revoluciones que agitaban el cotarro del mundo. Atribuía, entre otros, a las influencias de sin duda poetas revolucionarios como el conde de Lautreamont con Los cantos de Maldoror, a Arthur Rimbaud, a François Villon su talante de poeta. Y éstos fueron anteriores a esas vanguardias posteriores que surgieron pasada la Gran Guerra europea.

Luis Tejada, periodista y revolucionario de la vida capitalina de entonces, fue en cierto modo el dr. Frankenstein que le dio vida al monstruo poético que fue Luis Vidales, pues impulsó y dotó con piezas de su propio carácter y pensamiento el talento ya demostrado del joven calarqueño. Es por ello que a Vidales no le cayó bien que en una crítica ―página 105 de la segunda edición de Suenan timbres―, aunque a manera de elogio, se le calificara de “buen poeta”, ya que los “buenos poetas” son los poetas domesticados de que hablara el mencionado Aldo Pellegrini en su texto La acción subversiva de la Poesía, y esos eran justamente el tipo de poetas a los que les debía caer el meteorito aniquilador, según Tejada, y contra quienes tuvo que combatir Vidales desde antes de la aparición de Suenan timbres, al ir publicando desgranadamente poemas en medios como los suplementos literarios de los diarios El Espectador y El Tiempo.

Y me es grato coincidir con Juan Manuel Roca, quien escribió el prólogo a la quinta edición de Suenan timbres, al leer en la página 23 de ésta:

“Parece que a este nuestro pueblo, al igual que al personaje de Poe, le ha invadido la irremediable cobardía de no abrir los ojos, no tanto por esquivar la visión de horribles cosas como por el fundado temor de no ver nada”.

Estas palabras de Jorge Eliécer Gaitán, asesinado en 1.948, daban cuenta de la tétrica tradición de inmovilidad o del espantoso bucle del espíritu y acontecer nacional que sigue vigente, tal como Luis Vidales en su campo de poeta también se percataba en los 20 del 20 y hoy yo recojo en el “20 20”.

En el mismo prólogo, página 24, otra grata coincidencia con Roca. Hay algo sobre el humor, la risa, que me lleva a desacuerdo con Isaías Peña, quien también escribiera sobre Suenan timbres y su autor en un texto publicado primero en su tercera y vuelto a aparecer en esta quinta edición. Roca, sobre el humor de Suenan timbres, de Vidales, comenta:

“Si Bertolt Brecht dice que “el que ríe no ha recibido la terrible noticia”, jugando a los contrarios se podría decir que lo liberador es reír después de recibirla. Imaginar la primera risa de Adán tras su expulsión, cuando aún merodeaba en los suburbios del paraíso, es creer que el reír no nace sólo de la alegría sino, también, del dolor que exorciza. Así cree entenderlo Vidales”.

Y seguimos coincidiendo. Esta vez nos conjuga, en la página 26, la mención e ideas de Aldo Pellegrini cuando escribe: “hay un signo inmediato que revela a la verdadera poesía: provoca la irritación y el encono de los mediocres”. Y añade Roca: “es su visión del humor que subyace en la tragedia lo que lo hace subversivo”. El humorismo de Vidales en Suenan timbres es, por supuesto, de tipo subversivo. No olvidemos que Luis Vidales era doblemente subversivo: como hombre político por su militancia comunista y como poeta por esa rebeldía retórica y sustancial que buscaba nuevas formas y nuevos fondos.

Así, me queda muy difícil coincidir con Isaías Peña, quien dejó sentado en su texto, el que tengo entre las páginas 275 y 280 de la quinta edición de Suenan timbres, en la página 276, lo que sigue:

“Llegó a Bogotá y la descubrió en el estupor y la mágica alegría de quien va por primera vez al circo. Nada de atardeceres y arreboles; nada de cuitas trasnochadas; nada de jardines versallescos; nada de tristezas y lamentos. Sin afiliarse a ningún ismo, sin lanzar ningún manifiesto, creó su propia escuela para dar cuenta de su alegría”.

Como si la poesía de Luis Vidales fuese un canto ingenuo y unívoco al progreso científico, al avance tecnológico, al crecimiento de las ciudades..., a las transformaciones vertiginosas de inicios del siglo 20. Y no. En la poética de Vidales están los arreboles, el campo, las mujeres, la muerte, las angustias, los temores, los dolores... Todo lo que en poesía es y será siempre; con la diferencia en el tratamiento, en el despojarse de la solemnidad y el oropel retórico de los caducos, destacándose el sentido del humor que, como dije líneas arriba, no es chiste simplón de los actuales “Sábados Felices” sinó carajadas de domingos plácidos y desventurados. Toda esta hipótesis creo yo la corrobora Vidales con su “cuentoema” Los antípodas, donde nos invita a echar cuerda sobre “las situaciones de humorismo que nos arrancan leves sonrisas capaces de hacer amables las existencias, aun aquellas atenazadas por una desgracia”.

Ese humor de Vidales se amanceba con Los cantos de Maldoror, reconocida por Lucho la influencia de Isidore Ducasse en su temperamento poético, más notoriamente en ese otro “cuentoema”, El antipático, en el que lo macabro se combina con lo jocoso sin que lo uno le menoscabe a lo otro su propio espacio.

Si Vidales ve en Bogotá y la descubre “en el estupor y la mágica alegría de quien va por primera vez al circo”, dicho circo pronto le revelaría cierta hostilidad al poeta. Nos cuenta Vidales que se armó de una apariencia en la que el vestir, los ademanes y la actitud eran un conjunto dispuesto para enfrentar a la capital de Colombia. En el mismo sentido afirmó (páginas 197 y 198, segunda edición): “Mi poesía se hizo en pugilato con el público, en el sentido de que en ella debía resonar más el escándalo y el sensacionalismo a medida que éste se airaba más contra mí”.

Así, la primera edición de Suenan timbres fue un éxito de ventas, pero sólo por la curiosidad y el morbo de los compradores que querían ver, ahora sí como si fuesen a un circo, pero no más a ver una presentación de “fenómenos”, qué tan malo era ese libro tan mal referenciado por críticos y poetas de la anacrónica y sosa poesía “centenarista”. De Suenan timbres, de la poesía de Luis Vidales se decía que era “una poesía que no es poesía, que no es gramática, que no es prosa, que no es literatura en ningún sentido, que no es nada sino germanía” (página 201, segunda edición). Todo esto Vidales lo enfrentó con la dignidad de un sentido del humor que daba la vuelta a la arepa de sus detractores y a la vez hacía sus búsquedas en el envés del mundo.

Concluyo esta tesis doctoral en timbres con mi afirmación de que la poesía de este libro es tetradimensional. Sus tres dimensiones lógicas son: espacio, tiempo y movimiento. La cuarta dimensión, la ilógica, es la imaginación (“la loca de la casa”). En esta cuarta dimensión, la de la imaginación, residen el misterio, el humor y la irracionalidad de imágenes y eventos presentados en Suenan timbres. Es en esta dimensión donde se configuran el absurdo chocarrero y la chanza macabra, está también todo lo irónico que hace burla y escruta lo dado por sentado de las tres dimensiones lógicas.

Sí, Suenan timbres es un libro chistoso, y a la vez de pensamientos profundos, como lo son todos los grandes humoristas.



[1] Entrevistado por María Mercedes Carranza, este texto tuvo su primera aparición en la revista Nueva Frontera, No. 118, Bogotá, febrero de 1.977, págs. 24, 25 y 32.
“En síntesis, a excepción de lo normal, todo ha marchado correctamente.” La frase es de Luis Vidales. Está registrada en la página 247 de la quinta edición de Suenan timbres[1], y es muestra de su humor irónico, que es no un tropo literario sinó un talante de individuo, expresión de su carácter, sensibilidad e inteligencia.

Aldo Pellegrini habla sobre el humor en la Poesía como manifestación subversiva de la misma cuando pululan los poetas del aplauso y la dádiva ―es decir, la poesía desposeída de Poesía―, y éstos operan como instrumento de adormilamiento a favor de los dueños del mundo. Cuando tales poetas ahítos de tropos y de lontananzas vacuas se imponen y llenan salones sociales, el desagravio a la Poesía surge de nuevos poetas, inconformes que reciben de manos de las musas la posta que dejaron anteriores poetas que hicieron la renovación en su momento. Porque la Poesía nunca consentirá la artritis en sus articulaciones ni arrugas en su rostro.

Y en los años 20 del siglo 20, cambalache problemático y febril, cuando en Colombia urgía sacar de un patadón la solemnidad y remilgos anquilosados de los poetas de salón que cómodamente instalados hacían las delicias de nuestros conservadores patricios, irrumpe como milagrosamente conectado ―milagrosamente, porque el país literario cachaco andaba tan atrasado mirándose el ombligo en el espejo de la producción literaria de siglos pasados, y sin saberlo, pues cómo carajos iba a saber en esa Bogotá provinciana y recoleta, que su corazón de poeta estaba bombeando la misma savia que corría también por entonces por las venas y arterias de Breton, Kandinski, Tzara, Huidobro, Vallejo, Picasso y otros tantos― con la Vanguardia que sacudía el mundo de las artes, Luis Vidales.

Con sus poemas, que en su momento fueron considerados una desfachatez, Vidales le tuerce el pescuezo a aquella envejecida y aguada forma de poetizar cimentada en Colombia. Precisamente, junto a Vidales aparecen nuevos valores que recibieron más por confluencia generacional que por integrar un ismo artístico diferenciado, definido, el nombre de “Los Nuevos”. Entre éstos se destacó Luis Vidales por el uso del humor, la ironía jocosa, que no era simple chiste simplón como los del “Sábados Felices” de ahora, sinó ataque rudo y medido contra todo lo que de este mundo es impostura y formalidad vanilocuente, a juicio del poeta, que cuando poeta real, es el juicio justo, aunque no case con el juicio del común sentido imperante.

Consideró Vidales que él, como hombre antena que era, captó las señales del cambio de paradigmas estéticos, el “zeitgeist” de un siglo 20 que marchaba a toda prisa con sus avances tecnológicos y las revoluciones que agitaban el cotarro del mundo. Atribuía, entre otros, a las influencias de sin duda poetas revolucionarios como el conde de Lautreamont con Los cantos de Maldoror, a Arthur Rimbaud, a François Villon su talante de poeta. Y éstos fueron anteriores a esas vanguardias posteriores que surgieron pasada la Gran Guerra europea.

Luis Tejada, periodista y revolucionario de la vida capitalina de entonces, fue en cierto modo el dr. Frankenstein que le dio vida al monstruo poético que fue Luis Vidales, pues impulsó y dotó con piezas de su propio carácter y pensamiento el talento ya demostrado del joven calarqueño. Es por ello que a Vidales no le cayó bien que en una crítica ―página 105 de la segunda edición de Suenan timbres―, aunque a manera de elogio, se le calificara de “buen poeta”, ya que los “buenos poetas” son los poetas domesticados de que hablara el mencionado Aldo Pellegrini en su texto La acción subversiva de la Poesía, y esos eran justamente el tipo de poetas a los que les debía caer el meteorito aniquilador, según Tejada, y contra quienes tuvo que combatir Vidales desde antes de la aparición de Suenan timbres, al ir publicando desgranadamente poemas en medios como los suplementos literarios de los diarios El Espectador y El Tiempo.

Y me es grato coincidir con Juan Manuel Roca, quien escribió el prólogo a la quinta edición de Suenan timbres, al leer en la página 23 de ésta:

“Parece que a este nuestro pueblo, al igual que al personaje de Poe, le ha invadido la irremediable cobardía de no abrir los ojos, no tanto por esquivar la visión de horribles cosas como por el fundado temor de no ver nada”.

Estas palabras de Jorge Eliécer Gaitán, asesinado en 1.948, daban cuenta de la tétrica tradición de inmovilidad o del espantoso bucle del espíritu y acontecer nacional que sigue vigente, tal como Luis Vidales en su campo de poeta también se percataba en los 20 del 20 y hoy yo recojo en el “20 20”.

En el mismo prólogo, página 24, otra grata coincidencia con Roca. Hay algo sobre el humor, la risa, que me lleva a desacuerdo con Isaías Peña, quien también escribiera sobre Suenan timbres y su autor en un texto publicado primero en su tercera y vuelto a aparecer en esta quinta edición. Roca, sobre el humor de Suenan timbres, de Vidales, comenta:

“Si Bertolt Brecht dice que “el que ríe no ha recibido la terrible noticia”, jugando a los contrarios se podría decir que lo liberador es reír después de recibirla. Imaginar la primera risa de Adán tras su expulsión, cuando aún merodeaba en los suburbios del paraíso, es creer que el reír no nace sólo de la alegría sino, también, del dolor que exorciza. Así cree entenderlo Vidales”.

Y seguimos coincidiendo. Esta vez nos conjuga, en la página 26, la mención e ideas de Aldo Pellegrini cuando escribe: “hay un signo inmediato que revela a la verdadera poesía: provoca la irritación y el encono de los mediocres”. Y añade Roca: “es su visión del humor que subyace en la tragedia lo que lo hace subversivo”. El humorismo de Vidales en Suenan timbres es, por supuesto, de tipo subversivo. No olvidemos que Luis Vidales era doblemente subversivo: como hombre político por su militancia comunista y como poeta por esa rebeldía retórica y sustancial que buscaba nuevas formas y nuevos fondos.

Así, me queda muy difícil coincidir con Isaías Peña, quien dejó sentado en su texto, el que tengo entre las páginas 275 y 280 de la quinta edición de Suenan timbres, en la página 276, lo que sigue:

“Llegó a Bogotá y la descubrió en el estupor y la mágica alegría de quien va por primera vez al circo. Nada de atardeceres y arreboles; nada de cuitas trasnochadas; nada de jardines versallescos; nada de tristezas y lamentos. Sin afiliarse a ningún ismo, sin lanzar ningún manifiesto, creó su propia escuela para dar cuenta de su alegría”.

Como si la poesía de Luis Vidales fuese un canto ingenuo y unívoco al progreso científico, al avance tecnológico, al crecimiento de las ciudades..., a las transformaciones vertiginosas de inicios del siglo 20. Y no. En la poética de Vidales están los arreboles, el campo, las mujeres, la muerte, las angustias, los temores, los dolores... Todo lo que en poesía es y será siempre; con la diferencia en el tratamiento, en el despojarse de la solemnidad y el oropel retórico de los caducos, destacándose el sentido del humor que, como dije líneas arriba, no es chiste simplón de los actuales “Sábados Felices” sinó carajadas de domingos plácidos y desventurados. Toda esta hipótesis creo yo la corrobora Vidales con su “cuentoema” Los antípodas, donde nos invita a echar cuerda sobre “las situaciones de humorismo que nos arrancan leves sonrisas capaces de hacer amables las existencias, aun aquellas atenazadas por una desgracia”.

Ese humor de Vidales se amanceba con Los cantos de Maldoror, reconocida por Lucho la influencia de Isidore Ducasse en su temperamento poético, más notoriamente en ese otro “cuentoema”, El antipático, en el que lo macabro se combina con lo jocoso sin que lo uno le menoscabe a lo otro su propio espacio.

Si Vidales ve en Bogotá y la descubre “en el estupor y la mágica alegría de quien va por primera vez al circo”, dicho circo pronto le revelaría cierta hostilidad al poeta. Nos cuenta Vidales que se armó de una apariencia en la que el vestir, los ademanes y la actitud eran un conjunto dispuesto para enfrentar a la capital de Colombia. En el mismo sentido afirmó (páginas 197 y 198, segunda edición): “Mi poesía se hizo en pugilato con el público, en el sentido de que en ella debía resonar más el escándalo y el sensacionalismo a medida que éste se airaba más contra mí”.

Así, la primera edición de Suenan timbres fue un éxito de ventas, pero sólo por la curiosidad y el morbo de los compradores que querían ver, ahora sí como si fuesen a un circo, pero no más a ver una presentación de “fenómenos”, qué tan malo era ese libro tan mal referenciado por críticos y poetas de la anacrónica y sosa poesía “centenarista”. De Suenan timbres, de la poesía de Luis Vidales se decía que era “una poesía que no es poesía, que no es gramática, que no es prosa, que no es literatura en ningún sentido, que no es nada sino germanía” (página 201, segunda edición). Todo esto Vidales lo enfrentó con la dignidad de un sentido del humor que daba la vuelta a la arepa de sus detractores y a la vez hacía sus búsquedas en el envés del mundo.

Concluyo esta tesis doctoral en timbres con mi afirmación de que la poesía de este libro es tetradimensional. Sus tres dimensiones lógicas son: espacio, tiempo y movimiento. La cuarta dimensión, la ilógica, es la imaginación (“la loca de la casa”). En esta cuarta dimensión, la de la imaginación, residen el misterio, el humor y la irracionalidad de imágenes y eventos presentados en Suenan timbres. Es en esta dimensión donde se configuran el absurdo chocarrero y la chanza macabra, está también todo lo irónico que hace burla y escruta lo dado por sentado de las tres dimensiones lógicas.

Sí, Suenan timbres es un libro chistoso, y a la vez de pensamientos profundos, como lo son todos los grandes humoristas.




[1] Entrevistado por María Mercedes Carranza, este texto tuvo su primera aparición en la revista Nueva Frontera, No. 118, Bogotá, febrero de 1.977, págs. 24, 25 y 32.

viernes, 3 de enero de 2020

A ambos lados del abismo. Isidore Ducasse y Conde de Lautréamont.



Isidore Ducasse (no el Conde de Lautréamont; Isidore Ducasse), tal como lo hallamos en la edición (obtenida en pdf) de Los cantos de Maldoror y otros textos, editado por Barral Editores S.A. (Barcelona, 1970), traducción al español de Aldo Pellegrini, en su obra titulada Poesías dice, en la página 254 (cuenta en formato pdf; 265 como libro en papel): «No me retractaré de lo que afirmo. Quiero que mi poesía pueda ser leída por una niña de catorce años», y más adelante, página 256 (267) fustiga: «La descripción del dolor es un contrasentido. Hay que hacer ver todo por el lado bello. Si esta historia [refiriéndose a Pablo y Virginia] estuviese relatada en una simple biografía, no la atacaría. Cambia inmediatamente de carácter. El infortunio se vuelve augusto por la voluntad impenetrable de Dios que lo creó. Pero el hombre no debe crear el infortunio en sus libros. Es querer considerar a toda costa solamente un lado de las cosas. ¡Qué chillones maniáticos que sois!
No reneguéis de la inmortalidad del alma, de la sabiduría de Dios, de la grandeza de la vida, del orden que se manifiesta en el universo, de la belleza corporal, del amor a la familia, del matrimonio, de las instituciones sociales. Dejad a un lado los escritorzuelos funestos: Sand, Balzac, Alejandro Dumas, Musset, Du Terrail, Féval, Flaubert, Baudelaire, Leconte y la “Huelga de los herreros”»

Es por estas razones que enfatizo, Poesías fue escrito por Isidore Ducasse, no por el Conde de Lautréamont. Difícil creer que la misma pluma que escribió Los cantos de Maldoror sea la misma que escribió Poesías.  ¿De verdad, Poesías lo escribió el mismo que escribió esa crueldad literaria que golpea cualquier esperanza de una consolación divina que es Los cantos de Maldoror, cuyo personaje malévolo es tan capaz de poner a dudar a un arcángel ―al cual ridículamente Lautréamont lo pone en escena en forma de cangrejo paguro, éste comisionado por el dios bíblico para salvar a un joven de la perversidad de Maldoror―, de la omnipotencia de ese dios cuando expresa: «¿y cómo tener éxito […] en un caso en que mi señor ha visto fracasar más de una vez su fuerza y su valor? Yo soy solamente una sustancia limitada, mientras que el otro nadie sabe de dónde viene ni cuál es su objetivo final. Al oír su nombre, los ejércitos celestiales tiemblan, y más de uno refiere, en las regiones que he dejado, que ni el mismo Satán, Satán la encarnación del mal, es tan temible»? Y restriega Lautréamont contra la omnipotencia de ese dios la violenta suficiencia de Maldoror cuando monologa: «Sin duda llega de lo alto [el cangrejo paguro], enviado por Aquel que teme tanto acudir personalmente». Una curiosidad: quisiera saber si el Conde de Lautréamont puso siempre o no mayúscula inicial cuando usó nombres comunes, pronombres, adjetivos u otra forma para referirse al dios bíblico, porque el cangrejo paguro dice “mi señor” y está así, todo en minúscula, mientras que cuando Maldoror dice “Aquel”, tiene la mayúscula inicial. Podría tratarse de problemas de edición.

Entre las páginas 256 y 257 (267 y 268), el joven Isidore sentencia: « Las verdades inmutables y necesarias, que dan gloria a las naciones y que la duda se esfuerza en vano por conmover, comenzaron con el mundo. Son cosas que no habría que tocar. Los que quieren introducir la anarquía en la literatura, con el pretexto de la novedad, caen en un contrasentido. Como no se atreven a atacar a Dios, atacan la inmortalidad del alma. Pero también la inmortalidad del alma es tan antigua como los estratos del mundo. ¿Qué otra creencia la reemplazará, si debe ser reemplazada? No siempre ha de ser una negación.
Si recordamos la verdad de donde provienen todas las otras, la bondad absoluta de Dios y su ignorancia del mal, los sofismas se desplomarán solos. Se desplomará al mismo tiempo la literatura poética que estuvo apoyada en ellos.»

Increíble. ¡Qué candidez de jovencito! ¡Qué muchachito tan crispado! Quizás un pulso interno, el deseo de ser bueno luchando contra pasiones reprochables a los ojos de la doctrina cristiana, movió a Ducasse a escribir todo esto hallado en Poesías. Pero, ¡mi niño!, la doctrina cristiana es tan hipócrita y su moral tan doble que no por ellas debieras sentir esa tirantez mental que te agobia. ¡Es la sola condición humana, nuestra humana y animalesca dualidad entre racional e irracional, lo que merece tus indagaciones profundas al interior de ti mismo! ¿Eres tú, Isidore Ducasse, el mismo Conde de Lautréamont, quien con su Maldoror sí se atrevió a atacar al problemático dios de los judíos y de los cristianos y de los islámicos? ¿Qué le pasó al jovencito que escribiera (página 111 [119], en la traducción de Los cantos de Maldoror de este libro) «Recibí la vida como una herida, y he prohibido al suicidio que haga desaparecer la cicatriz. Quiero que el Creador contemple hora tras hora, durante su eternidad, ese tajo abierto. Es el castigo que le inflijo.»? Tu muerte, Isidore, aún es tan misteriosa y fantaseada como la del mismo Edgar Poe.

Es que la misma vida de Isidore Ducasse es nebulosa. En las páginas 4 a 7 (7, 8, 9, 11) de este libro que agradezco, hay una «Nota del editor» y una «Advertencia sobre la presente traducción de Los cantos de Maldoror», que sirven de aperitivo para indagar sobre aquel que firmara como Conde de Lautréamont la, en todos los sentidos tortuosa, obra Los cantos de Maldoror. En la «Nota del editor» se encuentra un atisbo biográfico de Ducasse. En la página 5 (8) se roza el «testimonio de un condiscípulo de Pau, Paul Lespés, que ya octogenario, en 1927, contó a un biógrafo de Lautréamont, lo que recordaba, sobre todo de las tribulaciones del poeta adolescente en las clases de retórica. Según Lespes Ducasse odiaba la composición latina, era entusiasta de Sófocles, de Corneille y de Racine y admiraba a Poe y a Gautier». Extraña esta aseveración si tomamos en cuenta que al leer Poesías, hallamos toda una disertación de Ducasse contra, entre muchos otros, Poe y Baudelaire (quien dedica sus flores del mal a ―supongo― este mismo Gautier aquí mencionado) y, en general, contra toda la literatura que explora los rincones oscuros del alma humana, alma por la que tan cristianamente aboga Ducasse en contra de los sofismas de esa literatura que desprecia, al sermonear (páginas 254 y 255 [265 y 266]): «¡No hagáis como esos exploradores sin pudor, espléndidos para sí mismos, de melancolía, que encuentran cosas desconocidas en sus espíritus y en sus cuerpos!
La melancolía y la tristeza constituyen ya el comienzo de la duda; la duda es el comienzo de la desesperación; la desesperación es el comienzo cruel de los diferentes grados de maldad.» Porque la melancolía, la tristeza, la duda y la desesperación incitan a cuestionar la incuestionable fe cristiana y su estructura de valores que Isidorito pretende salvaguardar, me parece, más para sí mismo, en una crisis personal de fe tanto religiosa como literaria. Por eso, más osado (o quizás la palabra sea turbado) que el mismo Maldoror, se atreve a dejar escrita en sus Poesías (página 257 [268]) esta lapidaria (sin duda, lapidaria) frase: «No tenemos derecho a interrogar al Creador sobre nada».

A pesar de que con Poesías Isidore Ducasse hace un esfuerzo por demoler toda la literatura que a su juicio, según esta obra, es indigna, no es por Poesías que Isidore Ducasse sigue vigente como luz viva de estrella muerta; es por esa otra obra, la impía, la de literatura indigna del Isidore Ducasse de Poesías; es por Los cantos de Maldoror, la de su alter ego Conde de Lautréamont, que Isidore Ducasse aún brilla en ese nocturno cielo que es la literatura.

Para los escritores el Infierno, en vida y ya muertos, es nunca brillar en ese Cielo.

Nota final: No he leído aún la totalidad de Poesías; tal vez me lleve, llegado al final de esta obra, una sorpresa que me obligue a tragarme estas letras.

Domingo José Bolívar Peralta
28 de diciembre de 2.019

domingo, 15 de diciembre de 2019

Cazando un corazón solitario



Carson McCullers vivió una vida atravesada. Una vida atravesada por ideas y pasiones en constante tensión. Como sus personajes Benedict Mady Copeland y Jake Blount, de la novela ‘El corazón es un cazador solitario’, Carson se debatió entre el amor y el odio a un mismo receptor, ya sea a Reeves McCullers como a ese sur de los Estados Unidos, protagonista de sus obras.

‘El corazón es un cazador solitario’, nos muestra un pueblo del sur de los Estados Unidos en años previos al estallido de la Segunda Guerra Mundial. Un mundo provinciano en el que la fuerza de las costumbres mantiene a raya cualquier esperanza de una vida mejor. A los oprimidos apenas los mantiene una fe lejana y una embrutecida apatía. La inconformidad que generan los tratos y condiciones de vida indignas entre los oprimidos y pauperizados, blancos y negros, tan sólo es, cuando no reprimida, canalizada en contra de otros oprimidos y pauperizados, figurándose la falta de conciencia de clase frente a los opresores, los explotadores. Tal fue el estallido de violencia en “Sunny Dixie”, miserables obreros blancos contra desdeñados negros, todos víctimas del abuso de las minorías poderosas.

En este contexto interactúan los personajes que son el eje de la referida novela: Biff Brannon, Jake Blount, Benedict Mady Copeland, John Singer y Mick Kelly.

Brannon es blanco, propietario de un restaurante, hombre sensible y amable, aunque se considera a sí mismo “conservador”. Siempre está tratando de comprender a los demás y sus circunstancias, como también a sí mismo y a los hechos de que es testigo y actor.

Jake Blount, blanco (quizás mestizo), obrero autodidacta que va de una ciudad a otra queriendo hacer que los demás, las víctimas del sistema capitalista, “sepan”. En constante amargura porque los demás no quieren o son incapaces de acceder a ese “saber”, el corpus teórico de Karl Marx. Su físico y su carácter huraño y paranoico (siempre está creyendo que se burlan de él) no le ayudan a transmitir el mensaje.

Benedict Mady Copeland, negro, médico. A diferencia de Blount sí es hombre de academia y su conocimiento de la obra de Karl Marx es enriquecido con interpretaciones de las obras de otros autores, como Spinoza, por ejemplo. Al igual que Blount, el dr. Copeland tiene un ideario que desea transmitir, el cual aboga por el fin de la segregación social, económica y cultural de que son objeto los negros, esto como un propósito que tiene que partir de los mismos negros, no esperar a que sean los blancos quienes les reconozcan su igualdad ante la ley y, en especial, como seres humanos. Trabaja mucho atendiendo enfermos, sólo negros, de la ciudad. También, como Blount, vive exasperado al comprobar que los negros no se atreven a actuar a fin de acabar con el problema de la segregación racial que los subyuga, que el mensaje es desatendido.

En estos dos personajes, Blount y Copeland, McCullers nos entrega un vistazo de las interminables e irreconciliables divisiones de la “izquierda”, en una noche en que debaten, más bien delirantes, cómo lograr que la gente, obreros y negros, reciban el mensaje, por fin comprendan las razones profundas de su condición de oprimidos y arrojen lejos de sí el yugo.

John Singer, blanco, mudo, empleado en una joyería. Excepto Brannon, quien intenta comprender el efecto que John Singer produce sin proponérselo en los otros, es de alguna manera idealizado por los demás personajes principales, convirtiéndolo en una especie de comodín que se adecúa a sus ideales y anhelos. Sin embargo, Singer es sólo un hombre muy bien educado que siempre se comporta de manera formal y atenta con los demás. Un hombre cuyo temor a la soledad y su necesidad de hallar alguien con quien comunicarse a plenitud, es decir, que entienda el lenguaje de señas, le lleva a idealizar (gran ironía) a Spiros Antonapoulos, otro mudo, blanco, amigo suyo, con quien compartió durante muchos años habitación y rutinas de vida diaria y quien es retrasado mental (¿o será mejor decir diversamente hábil, ya que Antonapoulos trabajaba y hasta cierto punto funcionaba en sociedad?).

Mick Kelly, quien puede verse como el más definido alter ego de Carson McCullers, es una chica inteligente y sensible, con talento para el arte, en plena ebullición en el tránsito de niña a mujer (espíritu de Julio Iglesias, te reprendo en la sangre de Cristo). Vive en la confusión de su edad y la estrechez que para sí representa la ciudad en donde vive.

En todos estos personajes y en el ambiente en que se desarrollan los acontecimientos que los relacionan, se verifica el absurdo, o dicho de otro modo, la inextricable maraña de las contingencias humanas, en que las vidas se desgastan sin sentido condenadas a la frustración. Toda la novela es concluyente en el fracaso, al que sólo puede atenuarlo la esperanza.

Domingo José Bolívar Peralta
15 de diciembre de 2.019

lunes, 3 de junio de 2019

Monte de Cristo



Después de leer El conde de Montecristo concluyo que
                                                                   La venganza nunca es buena:
                                                                   mata el alma y la envenena.
No, me equivoco, eso es después de ver un capítulo de El Chavo del ocho. En realidad, Dantés sí que recogió una buena cosecha: quienes lo perdieron, perdieron. Y partió en su yate, con su “esclava”, purificada el alma, rumbo a una vida dichosa.

¡El dinero, el dinero! Se puede vivir cautivo del dinero y ser feliz, como Danglar hasta antes de la venganza de Dantés, y se puede vivir como amo del dinero y aún así no ser feliz, como Dantés hasta antes de consumar su venganza. Lo cierto es que cuanto más dinero se tenga, más cosas son posibles de lograr, en especial si se sabe muy bien para qué sirve el dinero: para comprar todo aquello que es susceptible de ser vendido, por algún precio, sea poco o sea mucho. Tenga poco o tenga mucho, deberá usted ceñirse a comprar sólo lo que su dinero alcance a comprar, y si quiere comprar más, debe procurarse los medios para conseguir más dinero. El dinero es también muy útil para llevar a cabo un plan de venganza, o dicho de manera menos antipática, para hacer justicia.

Alexandre Dumas (el padre de Alexandre Dumas) y Auguste Maquet el último, según se cuenta, coautor de la obra, como buenos franceses del Siglo XIX, criados bajo los preceptos de la moral cristiana y el honor masculino, y bajo la influencia del Romanticismo, supieron justificar las acciones de Montecristo, lo que me queda claro después de aquella conversación con Mercedes en que Dantés le dice, refiriéndose a Fernando Mondego o conde de Morcef: “los franceses no se han vengado de un traidor, los españoles no han fusilado a un traidor, y el turco, metido en su tumba, ha dejado sin castigo al traidor. Pero yo, traicionado, asesinado, arrojado también a una tumba, he salido de esa tumba gracias a Dios, y a Dios debo mi venganza. ¡Él me envía para eso, y aquí estoy!” Dantés representa la verdadera e incorruptible justicia: la divina, de infinita superioridad a la defectuosa justicia humana, estatal, que representa de Villefort, la cual no es raro que se halle sometida a las presiones y conveniencias mundanas y particulares. Sin embargo para que no se equivoquen, no soy un devoto cristiano de ninguna clase, y menos cristiánico, no confundamos, ociosos lectores, justicia divina con justicia eclesiástica ni pretendamos a la justicia eclesiástica como muy virtuosa en comparación con la que llamé justicia estatal: los tribunales del “Santo Oficio”, otrora, y los actuales tribunales religiosos han sido y son tan mundanos y corruptos como la justicia militar y la justicia civil. ¿Será necesario hacer un pequeño inventario de injusticias de las justicias civil, militar y religiosa?

La terrible venganza divina de Dantés cobrará víctimas “inocentes”, personas que son arrastradas por el torbellino de los acontecimientos. El plan milimétrico de Montecristo muerde como “bajas colaterales” a Benedetto, capturado por la justicia civil por sus crímenes, ninguno de los cuales tuviera que ver con el martirio de Dantés en la Isla de If, y, peor aún, porque éste sí personaje del todo inocente, el niño Eduard muere asesinado por su madre Eloise. Las acciones del conde de Montecristo rebasan lo planeado, supongo; no creo que Edmond Dantés haya querido perjudicar a Benedetto, un joven nacido con mala estrella y que con la ayuda de Dios y de la inmensa fortuna (me refiero al dinero, por supuesto) de Montecristo, quizás podría recomponer su destino, y menos aún causar, ni de manera indirecta, la muerte de Eduard, quien apenas contaba con 8 años de edad.

Edmond Dantés es un Jonás en las entrañas de esa ballena que es la prisión de If; un Job  que encontró en Faria, en los calabozos de If, un faro de sapiencia y fe en ese dios semita. La esperanza está en la fe en que ese dios compensará todos los males sufridos y de la mano de ese dios se hará justicia.

Montecristo, esa palabra, Monte de Cristo. El Monte de Cristo, aquel donde el Jesús de los evangelistas Marcos, Mateo, Lucas y Juan sufrió el suplicio de la crucifixión y lavó nuestros pecados con su sangre derramada y su de mentiritas muerte humana. Claro, estamos perdonados, peros sólo si aceptamos a Jesús como nuestro salvador (lo cual quiere decir que en lo que a mí toca, como no soy creyente, todo el drama de Jesús ha sido en vano: dios, ofreciéndose a sí mismo como chivo expiatorio para redimirnos, deberá conformarse con sus millones de fieles, pero esos millones de fieles no serán bálsamo suficiente para aliviar la piquiña que le causa que algunos como yo no creamos que tales relatos no sean otra cosa que literatura, como lo es El conde de Montecristo, aunque tengan un contexto histórico real y se entretejan en la trama personajes y hechos históricos ciertos) ese dios Padre-Hijo-Espíritu Santo sadomasoquista se hizo hombre en su componente Hijo para ser torturado y de esta manera demostrarnos su gran amor a la errada humanidad por él creada. Edmond Dantés, ultrajado, torturado y muerto, halla en Montecristo el personaje que lo devolverá al mundo, resucita, pero no para perdonar sino para castigar. No es el Jesús del Nuevo Testamento, es Jehová de los Ejércitos dispuesto a descargar su furia sobre los descaminados.

Pero qué le vamos a hacer, «los designios de Dios son inescrutables», «Dios obra de maneras misteriosas». Este perfecto dios es tan misericordioso como implacablemente macabro (y defectuoso).

viernes, 14 de diciembre de 2018

La ternura de Los niños

Sobre la noveleta 'Los niños', de la autora colombiana Carolina Sanín. Se las dejo ahí.

domingo, 2 de diciembre de 2018

Cedrón, un pueblo a la vera de los patios


Un hombre enloquecido, Gerardo Diomedes Escalante, que teme a la “gran bestia”, la “llaga de Dios”. Un gordo que al parecer antes era un hombre de respeto y al momento de las primeras páginas es alguien a quien su esposa, Leonor, y suegra, doña Clementina, deben cuidar con especial atención, como a un diversamente hábil, y que inspira desprecio a un hombre a quien se conoce como Nono, cuñado de Leonor. Así, de manera un tanto misteriosa, un tanto grotesca y un tanto jocosa, inicia la novela ‘En noviembre llega el arzobispo’, de Héctor Rojas Herazo, ganadora del primer premio en el séptimo concurso nacional de novela auspiciado por la multinacional petrolera Esso, en el año 1.967. Vale resaltar, transcribiendo textualmente la advertencia que aparece en el comunicado por medio del cual se dio a conocer la decisión del jurado, que “La Esso Colombiana S.A., patrocinadora de este concurso, no se hace responsable en ninguna forma del pensamiento ni de las apreciaciones del autor.” Quizás ni el autor mismo quisiera hacerse responsable. Yo tampoco me hago responsable de lo que aquí se escriba; lo he escrito en un estado mental semejante al de Gerardo Diomedes Escalante.

Me llena de curiosidad las palabras que quiso decir Leonor y no dijo, aquellas que el narrador tampoco nos las hace saber, cuando en la página 18 de la edición del 10 de noviembre de 1.967 (la primera) realizada en los talleres de El gráfico Editores Ltda. para ediciones Lerner, anota: “Ella quiso decir o insinuar algo, pero se contuvo.” Allí el autor nos omite una información que el lector deberá suponer, al menos mientras no se nos informe de aquello que calló Leonor. ¿Qué nos impone el autor? Imaginar. Tenemos ya suficiente para imaginar el estado de ánimo y las ideas que se revuelven en el interior de Leonor. Tal vez se trate de alguna revelación, algo que le ha ocultado al deschavetado Gerardo; algo que nos sorprenderá. ¿Qué será?

Cometeré un desastre intelectual, abandonaré el rigor académico (como si lo hubiera) en este texto. Leamos esta cita: “empezó a emitir unos gorgoritos afanados, tenebrosos, como si estuviera riendo con la garganta llena de lodo.” Al leer y luego transcribir esta sucesión de palabras, en mi cara se dibuja una sonrisa retorcida. Hay una banda de black metal cuyo nombre es Gorgoroth. Como todos sabemos, la técnica vocal por excelencia del black metal es el gutural, que es cantar como si se tuviera “la garganta llena de lodo”. Alguna vez, por mamarle gallo (mamarle gallo, muy distinto a mamarle el gallo) a una metalera, me referí a Gorgoroth como “Gorgorito”. Vean, lectores, de misterios que tiene la vida.

¡Hay que ver qué imágenes se inventa Rojas Herazo! Sugestivo, por ejemplo, nos presenta el siguiente cuadro: “La señora Delina, todavía con las cejas alzadas sobre los lentes, la miró con asombro, como si ella y Auristela estuvieran encerradas en dos burbujas de jabón.” ¿No es maravillosa la manera de darnos a entender cómo esta cercanía de las dos mujeres está separada por un factor que las pone a cada una fuera de la esfera de la otra? Como un la soporto, pero no la aguanto. Es la impresión que me da la escena, la imagen de dos mujeres en una misma habitación, que dialogan, sin embargo cada una guardando la distancia, manteniéndose en sus límites conforme a lo que subrepticiamente piensan la una de la otra.

En la página 38 de la mencionada edición, se lee: “Tenemos también que derramarle la bacinilla de meado en la cama”. Son las palabras, textuales, de Alberto Enrique, un niño calilloso, costeño, caribeño, sabanero. “Meado”. Un caribe (caribeño) no dice “meado”. Esta misma falla la encuentro después, en la página 245: “Yerbas de bledo”. Lo siento, no admito que se escriba “bledo” porque sí me importa, al menos un bledo, que en una novela de contenido tan terrígeno, ambientada en la subregión de las sabanas del caribe colombiano, se escriba “bledo” en vez de escribir como se habla: bleo. Esto me hace recordar un viejo chiste de la señorona Isabel López: la muchacha va a la tienda y le pregunta al tendero: —Señor Mono, ¿tiene guinedo? El Mono contestó: —Nodo. En algunos discursos y diálogos de los personajes he notado cierta falta de naturalidad costeña, sabanera, en el habla y el lenguaje de éstos, que en últimas afecta la verosimilitud del texto más acá y también más allá de su contexto regional. Siendo que la novela es racamandacamente costeña, caribe, sabanera, estos detalles no deben de pasar desapercibidos entre los desmenuzadores de libros de la región.

Sin embargo, en las páginas 49 y 50 hallamos formas de decir y palabras muy de la región. La soliloquera Brígida Lambis hará que más de un cojteño declare con palabras encarceladas en su mente o liberadas por su boca, conocer a una mujer semejante, cuyo desparpajo congénito suele romper, a despecho de ella misma incluso, el filtro del recato que debe tener toda fémina de bien. Nos la presenta el autor: “Al llegar a la cocina, se trapeó fuertemente el vestido para refrescar su sexo. “Quisiera que Fabricio Lúa me soplara la crica [el subrayado es mío] con su boca”, susurró un fantasma entre las frondas de su deseo mientras sus escuálidas tetas se erectaban con la tentación. Tocó sus pezones por encima del traje.
Ahora sí que está buena la vaina [el subrayado es mío] —se quejó a los tres platos de la derrengada alacena que tenía enfrente— tras de vieja, puta y arrecha [el subrayado es mío]. Y deseó, con verdadero furor, olvidar a Fabricio Lúa y al bulto que se le formaba entre las piernas al caminar.” Asimismo, en la página 69 (concupiscente cifra) se encuentra una palabra colmada de rusticidad de pueblo trasfundío: “güelerían”. Entonces, en lo concerniente a las palabras, lo que en las primeras páginas no corresponde admisiblemente al modelo, en páginas siguientes se ajusta a éste: el pueblo ficticio de Héctor Rojas Herazo y nuestra real Región Caribe empiezan a coincidir mejor en la novela como lo que esta es: construcción a partir del lenguaje.

Llover sobre mojado: “en el preciso momento en que el reloj, suspendiendo su tic-tac, anunciaba quejosamente, con un atraso de diez minutos y catorce segundos, que eran las tres de la tarde.” Rojas Herazo como García Márquez o García Márquez como Rojas Herazo. Recordemos, esta novela ganó un premio nacional y fue publicada en 1.967, muchos años antes de aquella tarde en que el hijo del telegrafista de Aracataca recibiera en Estocolmo el Premio Nobel de Literatura. También el uso, en la página 64 de la novela de Héctor, de una palabra en gerundio: “cluequeando”, recuerda la que usó Gabriel en sus ‘Cien años de soledad’ que hace referencia al sonido de los huesos de los difuntos padres de Rebeca: cloqueo. Quizás se trate del trabajo de aquel longevo o inmortal (lucubración de Jorge Luis Borges) que teje sueños en las mentes de uno y otro y otro y otro… Sueños que son el mismo con matices diferentes al pasar de una mente a otra.

Cada apartado (¿podría decirse capítulo?) de la novela es un cuento breve; funciona, si se aísla del resto del libro, como un huevo. Pero el autor no ha hecho huevos de gallina sino huevos de iguana.

Tenemos ese apartado largo que puede servir de eje de la novela, aquel donde se nos ofrece a Leocadio Mendieta como un Pedro Páramo, con su mujer, Etelvina, comprada como a una yegua; sus hijos con Etelvina, el menor abogado, el segundo suicida y los otros dos cerriles hombres de campo; la hija que tuvo no con Etelvina sino con una prima de Sincelejo, niña que tuvo que acoger por la muerte de aquella prima y a quien mandó a estudiar a Estados Unidos. La juventud y la vejez de un hombre cuyo poder se insinúa inmenso en un pueblo aún sin nombre, un Comala de vivos muertos tal vez.

Sabido que Héctor además de escritor fue pintor, mas no necesariamente por saberlo, el libro ofrece la sensación de estar en una galería: su estructura, la división en saltos espacio-temporales, pone al lector ante una sucesión de cuadros dedicados a un ambiente específico: un pueblo. Podemos ver desde perspectivas distintas, por ejemplo, la iglesia y algunas casas, la plaza del pueblo. El desfile de personajes bien retratados en cada cuadro, cada cuadro enfatizando detalles de la fisonomía, del temperamento de estos personajes. Como serie que es, todos los cuadros tienen en común la asfixiante dureza del aire, un color áspero en cada paisaje, cosa, persona.

Recorriendo la galería se llega hasta un cuadro en el que Héctor Rojas Herazo llega al incendio literario; su pluma pinta con pasión estética, con frenética belleza, lo que para mí es un suceso horrible: nos muestra una pelea de gallos en ese despeñadero humanista que es la gallera. Tanto lo hace bien el escritor que se reafirma que el arte no tiene por qué caminar siempre cogido de la mano con el lado rosa de los maniqueísmos morales, lo en boga políticamente correcto.

A propósito de lo políticamente correcto y otras alimañas conceptuales de moda en este inicio de nuevo milenio como las ilusas y miopes con actitud positiva todo se logra y con voluntad (o con fe) nada es imposible, la beata vida sana y demás sandeces que bien parecen un pésimo reemplazo o apoyo de los fanatismos religiosos y políticos que tanto daño han hecho y hacen a la humanidad, encuentro un mal ejemplo en el libro digno de destacar, porque hace recordar aquel humeante cuento de Julio Ramón Ribeyro: ‘Sólo para fumadores’. Es el diálogo entre un médico y un anciano. Transcribo:

“—Deje el tabaco, don Arsenio. Le afecta lo mismo el pecho que el estómago.

El anciano incorporó el torso flojamente. Parecía un mendigo con sus ojos llorosos, sin esperanza, sobre las grises barbas sucias de nicotina. Dijo, mostrando con ahínco el trocito de tabaco apagado.
—¿Y qué hago sin él?
—No es necesario —recomendó el otro, readquiriendo gradualmente su verdadera identidad entre la brisa.
—Ah, ¿no es necesario? ¿Y qué hago aquí por las tardes, sólo, cuando me siento en el mecedor? —y, aumentando la orfandad de su gesto con la sombra de un temido, de un siempre esperado suplicio: —y por las noches, dígame, ¿qué haría por las noches cuando no puedo dormir?
[…]
—Sí, es cierto —aceptó el médico— en estos casos la cura puede ser peor que la enfermedad.
—Y la enfermedad, con remedio o sin él, termina siempre venciendo”.

¡Loados sean el vicio y el pesimismo de don Arsenio! El primero le permite sobrellevar la vida y el segundo le facilita aceptar sin remordimientos su vicio y el mal de la vida con estoica dignidad. No obstante, adelantándome a los censores, tengo claro que el viejo Arsenio es un personaje odioso, un malparido, aunque más adelante, en la página 159, una voz anónima en la turba diga que es un santo.

Etelvina, mujer que parió una manada de varones, ¡con qué cariño, amor, acoge a Rosa Angélica, hija extramatrimonial de su marido! Años después ¡con qué cariño, amor, recibe a Rosa Angélica, su hija de crianza! Es la misma mujer, Etelvina, que dos días tuvo sobre su regazo el cuerpo de su hijo muerto, el suicida.

Ahora voy a exponer una curiosidad gramatical: palabras y construcciones en nuestro idioma que pueden desconcertar a cualquier activista y anfibio sexual: “alma”, en la página 132, es utilizada precedida de artículos que le caen como agua caliente y fría a Ranma (del manga y anime ‘Ranma ½’). Dice: “Porque un alma, una sola alma […]” El escritor toludeño en una sola línea, frase, con maestría se vale de tal condición ambigua, andrógina de la palabra alma. Géneros masculino y femenino, sin sexo o provocadoramente sexual, la palabra alma muy cerca de la palabra amor, utilizada por un sacerdote católico con crisis de fe, víctima de chismes que lo acusan de faltar al voto de castidad. El padre Escardó, apasionado y atribulado. Más que su asma, el mal que hace mella en él es el de hallarse en un pueblo con “alma” aviesa y displicente; el sentirse, tal vez, olvidado de ese dios del que pregunta “¿quién eres, qué eres? ¿habrá realmente alguna seriedad en todo esto?” Y así como la palabra alma entraña una anomalía de género, el padre Escardó, además de su complicada relación con ese ente cuyo género y sexo siempre se identifica masculino aunque debiera ser algo neutro de género y sexo (Señor, se le nombra), “también con las palabras tuvo su batalla. Se negaban a acompañarlo más allá de sus corrientes, equívocos y, al final, paupérrimos significados.” En esto se ve al escritor desdoblándose, fugazmente, en su personaje, mostrándonos su esfuerzo por revestir a las palabras de poesía, que es lenguaje sin grilletes.

Pónganse de pie y alaben, bajo la sombra de los nísperos, la alta literatura de Héctor Rojas Herazo, viendo pasar a don Eladio Tuñón con su bacinilla color de espliego. ¡Es que hasta dan ganas de echarse una cagada cargada de tanta satisfacción como la que se ha echado don Eladio! De verdad, ¡qué buena cagada! ¡Qué cagada, Rojas Herazo!

Cuando el niño Severino, haciéndose la paja (una paja colectiva, iniciática, en la que en compañía de sus amiguitos también se comenta sobre la paja en las que no tienen pinga sino crica), dentro de sí, para sí, dice: “Me moriré un día de octubre, me moriré en un momento como éste, en que haya una ventanita roja alumbrada por la luz de la tarde, y estaré muy triste en el cajón porque mi mamá y mi hermanita se han quedado llorando”, clava en el lector un extraño sentimiento de compasión tiznado de aprensión: que al hacerse la paja piense en la muerte no es del todo raro, pero sí lo es que al hacerse la paja lo coja la tristeza porque al instante piensa en el dolor que su muerte causará en su hermana y su madre. En esa paja pueril parece sugerirse, muy levemente, que hay algo más pecaminoso que la reprochable conducta onanista.

“En el lomo, en la parte que debía entrar en contacto con la angarilla, una pústula de bordes callosos, atestiguaba la persistencia en una labor grosera, dura, sin amistad y sin descanso” Rojas Herazo nos muestra en esta ficción ciertas verdades como esta del trato que nuestros nobles campesinos, arrieros y carretilleros, por lo general, tienen para con la innoble bestia. No obstante el estrecho vínculo que pueda haber entre el cuadrúpedo y el bípedo, está claro que falta empatía, al menos más compasión por parte del segundo. La naturaleza de esta relación la resume Mauri cuando, refiriéndose a Canuto (y a su burro), dice: “¡Cuánta estupidez y cuánto sufrimiento!” Me aventuro a decir que la misma frase es aplicable a relaciones como las de Leocadio y Etelvina y Senio y Nife.

Sopa de candias. Comer. Si es tan buueno el mote de queso hay que probar la sopa de candias.

Encoñamiento: subyugación del cuerpo y el espíritu al placer sexual que provoca una persona (¿también animal?) específica, en la que prima lo que se es capaz de hacer con los genitales. Viene de coño, el órgano sexual femenino, y si no estoy mal el concepto surge debido a que ha habido mujeres desde la antigüedad con la cualidad altamente estimable de usar en el acto sexual los músculos de la vagina.

“¡La gente del pueblo!”, toda anomalías, opresores y oprimidos, sádicos y masoquistas, mansos y fieros, atormentados y atolondrados en el lodo, el polvo y el calor de un villorrio carcomido por el desprecio de sí mismo. Rojas Herazo ofrece algo semejante a una pintura de Adán y Eva en un erial maldito ubicado en el centro del Paraíso, lleno el suelo de restos podridos, a medio comer, de las frutas del árbol prohibido, con la serpiente presta siempre a morder sus calcañares. Gente adversa que de tanto ser todo el pueblo logran esa normalidad aviesa que los entreteje en la contienda de la ley del más fuerte, del más apto para sobrevivir en la ignominia. La ternura, el amor, apenas aparecen como signos de debilidad que pronto mutan a pulsión autodestructiva o justificación del odio y la revancha. La anomalía de la anomalía es el amor, la ternura, abrasadas por su propia llama.

No sigo más; esto se ha alargado como el miembro de Fabricio Lúa.

Para resaltar, citas textuales:

““Es la llaga de Dios”, pensó con esplendor, descubriendo, en lo más secreto del patio, unas cuerdas de música por las que subían ángeles con cabezas de hormigas.”

“Se le veía el sexo, pequeño y arrugado como el de un niño, temblándole, al respirar anhelosamente, en la penumbra de la bragueta.”

“tres sortijas, en una de las cuales seguía el proceso de coagulación de un rubí”

“los insultaba suavemente, casi tierno, con palabras que parecía escoger con lúcida ignominia”

“En el pueblo, en este preciso instante, todo es tiempo espeso, espeso existir”.

“el retintín de un artefacto y el odio y el olor vegetal, agudo, fétido y exultador a un mismo tiempo, de lo que se pudre para alimentar a lo que estalla, sumado a la evaporación fecal, entre el calor”.

““Te meto un tiro si me robas”, había dicho sin palabras el rostro del comprador. El otro sabía que era cierto.”

“la resignación y el sufrimiento eran su verdadera naturaleza y cualquier periodo de tranquilidad, por breve que fuese, terminaba por asustarla”.

“La vieja, removiéndose bajo los trapos, aflojó una ventosidad larga y aguda, como si dos hombres, cogiéndolo por las puntas, hubiesen rasgado el lienzo de su propia cama”.

“El fastidio, como otro de los vapores del día, ascendió con olor de ropa quemada por una plancha hasta convertirse en un pensamiento: “odio este pueblo” Y después, con entera lucidez: “si viviera en otro pueblo, también lo odiaría”. Se cansó de sí misma.”

“Es mercurio de plomo”.

“—Pero duró poco tiempo aquí ¿no es cierto?
—El suficiente para no dejar un buen recuerdo”.

“Uno no cuenta, ¿sabe?, son los demás, los otros; cuando es necesario los hombres responden. Cualquiera, cualquier hombre responde.”
“En alguna forma, cualquier cosa que le suceda a un hombre nos sucede a todos”.

“Ya tengo el golero en el hombro”, pensó y se acarició el hombro dulcemente como si acariciara su propia muerte”.

“en el gesto más simple está implícita toda nuestra historia de héroes”.

“el inacabable suplicio, la isocronía y la matemática derrota del mundo”.

“un pueblo polvoriento, olvidado, en el cual todas las calles, incluso todos los deseos, parecían conducir al cementerio”.

“miró circularmente (con cierta pesarosa satisfacción, como un general contando sus cadáveres después de una victoria)”.