Lo primero que
he de resaltar, es el ritmo al que nos conduce la puntuación. Camus y su
traductora, Rosa Chacer, desde los pies de un personaje que se define a sí
mismo como un cronista, caminan sin afán, indicándonos, en especial entre comas
y puntos, cada detalle para que no nos perdamos de nada en este recorrido por
una ciudad constreñida por la peste.
Los diálogos que
acompañan el relato de los hechos, son las ventanas a través de las cuales
vemos el espíritu de estos seres humanos, que no por ser de ficción dejan de
ser reales. Igual de efectivo como son los diálogos, son las descripciones de
los paisajes, las costumbres, el paso del tiempo, el físico de las personas.
Cada palabra en esta obra nos transmite la realidad de un universo concreto y a
la vez simbólico; sabemos que esa Oran está sólo en las páginas del libro, mas
se aparta uno del libro y se da cuenta que es cierto: vivimos en Oran, acosados
por la peste.
Falta un poco
más, a mi juicio, en este libro, de la mirada femenina. La obra es dominada por
lo que hacen o dejar de hacer, por lo que piensan, dicen y callan los hombres.
Al inicio encontramos una descripción del “espíritu de Oran” a través de sus
hombres, es decir sus actividades y modus
vivendi, lo cual es un recurso acertado que daría mejores resultados si
hubiese pasado también por la generalidad de sus mujeres. Quizás Camus,
consciente de esto, insertó mediante la voz del cronista la siguiente frase: “El narrador se propone usar de todo ello
cuando le parezca bien y cuando le plazca.”
Pasando de una
vez a las motivaciones de fondo por las cuales, a mi entender, Albert Camus
escribió La peste, éstas no son otras que las de darnos un puntapié (fuerte y
bien colocado, como corresponde a un practicante del fútbol) en la conciencia y
un testimonio de fe en la humanidad, teniendo como base un pensamiento
filosófico en el cual pone de manifiesto que ante lo absurdo, doloroso y
complejo que resulta ser el estar vivos, nuestro primer compromiso como humanos
es luchar por nuestra vida y el segundo es tratar de ser felices como
individuos y como conjunto, pues más allá de esta vida (tal vez, y aun cuando
por efectos de la angustia y la ilusión se llegue a la sensación de que sí lo
hay en esta) no habrá dios que nos consuele, sino la Nada.
¡Oh, pobre! Desde
los confines de nuestra historia, ¡Peste y Plaga! Virata, el de Los ojos del
hermano eterno, de Stefan Zweig, pudo darse cuenta y quiso liberarse. No pudo.
¡Si tan solo hubiese más santos sin dioses que
pestíferos!
Domingo José
Bolívar Peralta.
05/03/2015 02:42 a.m.
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